Me compartía hace unos días mi querido amigo Rodrigo Borda un interesante artículo de la BBC en donde se le hacía una entrevista al filósofo australiano Roman Krznaric, autor del libro 'El buen antepasado'. Expone allí la idea del pensamiento “catedral” en oposición a la noción del cortoplacismo frenético que, según él, es nuestro mayor padecimiento.
Las catedrales son obras maestras que, más allá de su intrínseco valor religioso y cultural, representan el esfuerzo, compromiso y visión de generaciones enteras. La basílica de San Pedro en Roma, por ejemplo, demoró en ser construida más de 120 años. Por ella pasaron arquitectos como Bramante, Rafael Sanzio, Miguel Ángel, Fontana y Bernini, entre otros. La catedral de Notre Dame en París, por su parte, inició su edificación en 1163 y terminó en 1345. Transcurrieron 180 años antes de ser concluida. Para no ir más lejos, la Sagrada Familia de Gaudí sigue inacabada desde 1882.
Ninguno de sus arquitectos vio el resultado de las obras. Dedicaron su vida entera a un proyecto que sabían de antemano que no conocerían. Lo hicieron por el valor que representaba, por su importancia y significado. Por el legado imborrable que encierran esos ladrillos y formas que les han dado un sello indeleble a comunidades enteras. El tiempo no parecía ser entonces un enemigo, sino el síntoma necesario de lo que requieren los actos grandiosos. Esas iniciativas no padecían de lo que Krznaric denomina la “tiranía del ahora”.
Quizás ese mismo cortoplacismo frenético ha infectado la política actual. Paradójicamente, cada día resultan más necesarios, pero al mismo tiempo más risibles, los planes y proyectos de largo aliento. Los gobiernos saben que son esclavos del término por el cual resultan elegidos. Pero las transformaciones de fondo exigen, como lo exigía la construcción de inmensas catedrales, una dosis de paciencia y otra de sacrificio. Es imposible pensar que políticas diseñadas a 4 años vista puedan tener el impacto deseado y así lograr derrumbar las inequidades de fondo, los problemas sistémicos o las fallas endémicas de nuestro país.
Es momento de considerar la posibilidad de que se formulen políticas públicas generacionales y no solo planes de desarrollo desechables cada periodo presidencial. Hay asuntos que a merced del vaivén de los políticos únicamente logran cambios cosméticos. Al leer sobre la historia de Colombia se torna evidente la necesidad de romper las prácticas corruptas y clientelares que anidan en la posibilidad de disponer libremente del presupuesto nacional o en la capacidad de acomodar decisiones a los intereses de las plataformas tradicionales de poder. Piénsese nada más en cuánta falta ha hecho tener un marco estable en materia de educación, salud, medio ambiente, infraestructura. En nuestro país todo gobernante quiere una placa, porque es a eso a lo que se limita su legado.
Muchos podrán decir que la Constitución de 1991 es el equivalente a una catedral. Ha perdurado durante décadas y allí han cabido gobiernos tan distantes como el de Samper, Pastrana, Uribe y Santos. Pero lo cierto es que en ninguno de ellos se ha logrado materializar el cumplimiento real y efectivo de los pilares que lo sustentan. Es así que no sería del todo descabellado pensar en que tanto el Legislativo como el Ejecutivo deberían simplemente fungir como veedores frente a esas grandes apuestas generacionales, y no tener la capacidad de manipular, modificar y desviar los más sagrados designios constitucionales. Su margen de maniobra debería limitarse a aquellas políticas que por su naturaleza no sean de largo plazo. Pero dejar como veletas al viento temas tan centrales para la vida de la nación, como lo son la protección de los derechos humanos, del medio ambiente y la garantía de las necesidades fundamentales en salud y educación, es simplemente fomentar que siga pasando lo que durante nuestra historia republicana ha sucedido: que la garantía de los derechos sea la moneda de cambio clientelista de políticos, manzanillos y gamonales.
Colombia está en mora de transformaciones radicales. Es urgente que comencemos a edificar esa catedral que simboliza el esfuerzo colectivo por conseguir una meta de todos en términos de verdadero progreso moral y material, sin egoísmos ni vanidades. El desarrollo y el bienestar social serán una promesa esquiva si siguen sujetos a los cambiantes caprichos políticos cada cuatro años, mientras los males sociales como la violencia, la desigualdad y la corrupción persisten.
No estamos condenados a repetir los errores de nuestra historia. El reto está en lograr un gran acuerdo nacional frente a los marcos intocables de esas políticas de Estado y de sociedad de largo plazo, que deberían ser objeto de perpetuo perfeccionamiento, puesto que sobre ellas descansa el futuro de Colombia. Solo ellas son capaces de erradicar los males crónicos que se han convertido en la normalidad, la cual se nutre y es cortejada por mezquinos y volátiles intereses que manipulan el destino de esta nación. Liberarnos entonces de ese cortoplacismo frenético y tóxico y, en su lugar, apuntarle a una catedral, a una verdadera obra de cambio generacional y duradero, se convierte hoy en un imperativo moral.
Ñapa: Que la falta de transparencia en el manejo de los recursos para la adquisición de las vacunas no opaque las gestiones del Ministro de Salud.
GABRIEL CIFUENTES GHIDINI