Sergio Jaramillo deja claros su lugar y su obra en
la entrevista de María Isabel Rueda en EL TIEMPO, este martes. Honesto y directo, analítico y complejo, responsable, veraz y determinado. Leal con sus compañeros de negociación en La Habana y con el Presidente; y lleno de gratitud con su equipo de oficina. Honrado, sin dar lugar a dudas, con los de las Farc, con quienes tuvo discrepancias durísimas, pide al Estado y a los colombianos respeto por los acuerdos que llevaron al fin del conflicto armado interno.
Las respuestas francas a preguntas incisivas no ocultan las dificultades y tensiones de un proceso robusto, como nunca antes se tuvo en Colombia. Proceso que se ganó la iración del mundo, de las Naciones Unidas, de las cortes internacionales y del Consejo de Seguridad de la ONU. Estudiado y comparado con otros procesos de paz por académicos que lo caracterizan como ejemplar. Porque se consolidó desde una negociación de intensidad inimaginable. Pasado por los crisoles del plebiscito, el fast track ajustado, la oposición política, la opinión pública incrédula, y la subordinación a la Corte Constitucional. “Es realismo duro, prevaleciente entre dificultades, lo que hace sólida esta paz”, nos decían en la Universidad Goethe, en Fráncfort.
La lectura de la entrevista deja entrever lo que más aprecié en ratos de conversación con Sergio: su incansable reflexión ética. Tenía presentes al mismo tiempo las víctimas, las instituciones y particularmente los límites de la justicia y de la sociedad, los militares y la preocupación por el lugar de la Iglesia; traía a cuento al Congreso la peculiar lógica de las Farc, la discusión “brutal” dentro del equipo de Gobierno. Examinaba cada componente desde una visión consistente y que afinaba con los imprevistos de la negociación. Dos años antes de la firma pensaba ya en la paz territorial con expertos internacionales y empezó a visitar las regiones de la red de programas de desarrollo y paz. Pero nunca perdía la perspectiva ética fundamental.
La lectura de la entrevista deja entrever lo que más aprecié en ratos de conversación con Sergio: su incansable reflexión ética
Lo conducía la convicción moral de que el valor de la paz era la causa más importante del país, por encima de su propia persona, de los partidos, de los gobiernos. Allí se originaba la discusión ética que llamaba a una hermenéutica nueva de la Constitución y de las leyes: dejar de matarnos, terminar la destrucción del ser humano entre nosotros, para poder desde allí construir todo lo demás.
Mientras leía la entrevista recordé la noche que estuve por primera vez en su apartamento, en la carrera 7.ª, en Bogotá. Él llegaba de la mesa pública de La Habana. Me saludó brevemente y se puso a preparar un café. Mientras lo esperaba, pude darme cuenta de la calidad de su biblioteca. Era un universo de cultura en alemán, inglés, francés, ruso, italiano y castellano.
Su conversación mezclaba temas. Sergio era un conocedor de los Padres de la Iglesia. Por eso, un día sacó de entre sus libros y me obsequió un estudio del teólogo Hans Urs von Balthassar sobre san Ireneo (130 a 202), quien enfrentó a los gnósticos, herejes porque veían el mal en la materia, para decirles que en la carne, en la materia, se alcanza al Dios que se ha hecho carne.
De entre su biblioteca me interesaron sobre todo las ediciones de Oxford de los clásicos de Grecia y Roma en griego y latín. Me prestó el texto de De Officiis, que yo había leído en los años 60, y volví a repasar: “Mientras las armas llenen el espacio de lo público, las leyes guardarán silencio, porque no pueden funcionar”, dice el texto de Cicerón; y en otro lugar: “El miedo nunca servirá para educar a una nación en sus deberes”. Y comprendí por qué Sergio, humanista y filólogo, se jugaba todo para sacar las armas de la política y para liberar a la sociedad del miedo.
¡Gracias, Sergio!
FRANCISCO DE ROUX