Mucho se ha escrito sobre la dignidad para morir, que es una defensa del derecho a decidir en qué condiciones vale la pena vivir y morir. Y sí, la eutanasia nos ubica ante ese dilema de saber si somos dueños de nuestra vida, y esto, importante recordarlo, en una nación laica que ampara estos complejos debates. El nacer, el vivir y el morir con dignidad están íntimamente conectados.
Quizás por ello muchas columnistas han asociado estos debates a los del aborto o interrupción voluntaria del embarazo. Una interrupción digna y voluntaria para la mujer y digna para ese embrión, ese feto ante la vida que le espera. En un país donde la infancia es a menudo una tragedia, donde las demandas de inasistencia alimentaria son desmesuradas y poco sancionadas, donde más de 4.000 niñas de menos de 14 años se vuelven madres cada año reproduciendo ese círculo sin fin de la pobreza, donde las violencias y abusos sexuales de mujeres, niñas y niños son pan de cada día, bien vale la pena, en cuanto deber ético, despenalizar del todo el aborto y volverlo un asunto de salud pública como cualquier otro, o tan importante como cualquier otro, porque creo que siempre existirá para las mujeres una pregunta que ellas y solo ellas pueden responder. Y una vez más volver a decir que ninguna mujer será obligada a abortar; solo queremos que ella y solo ella tome la decisión, su decisión, de interrumpir o no su embarazo.
En pocos días, la Corte Constitucional tendrá que tomar una decisión ante ese asunto para responder una demanda del Movimiento Causa Justa; una difícil decisión que esperemos sea histórica y se muestre a la altura de lo que significa para las mujeres poder cumplir sus sueños, estos sueños que les dan sentido a sus vidas, que así y solo así podrán llamarse vidas dignas.
Imposible para mí, entender esta obsesión de proteger un cigoto, un embrión o un feto, y callarse sobre un proyecto de vida en marcha de una mujer.
Ahora bien y de nuevo –creo que he escrito en EL TIEMPO ya una veintena de columnas sobre el tema del aborto– quiero responder a los mal llamados Provida que defienden la vida desde la concepción de un proyecto de ser por nacer. Oportuno recordar una frase de Simone de Beauvoir: “La sociedad tan interesada en la defensa de los derechos del embrión se desinteresa de los niños desde que nacen”. Y sí, tiene razón y tenemos miles y miles de ejemplos para ilustrar esta triste realidad. Difícil, más aún, imposible para mí, entender esta obsesión de proteger un cigoto, un embrión o un feto, y callarse sobre un proyecto de vida en marcha de una mujer, callarse sobre lo que puede esperar una niña, un niño, cuando no ha sido deseado desde el vientre de una mujer y encuentra un mundo donde no le espera ningún futuro. No tiene sentido debatir sobre el inicio de la vida si no podemos definir de cuál vida hablamos ni pensar en cuáles son las condiciones para vivirla.
Y de nuevo no olvidemos que ese cigoto, embrión o feto es el único ser vivo que necesita más que la sola biología para nacer y crecer en las mejores condiciones posibles. Ya lo decía a finales de la década de los 80 cuando afirmé que las mujeres, quizás por esta milenaria historia de cuidado del otro, de la otra, de esta aprendida ética del cuidado, que un niño, una niña, para crecer necesita ante todo –quiero decir incluso antes de leche, de sopitas y del famoso pan debajo del brazo– haber sido amado, deseado y esperado, o sea, proyectado en el futuro de una manera consciente y amorosa.
Por todo ello, despenalizar totalmente el aborto es una Causa Justa que significa, ante todo, una vida deseada y proyectada en el futuro por una mujer deseante que se proyecta en una maternidad anhelada y no obligada. Solo así, mujeres y hombres podremos inaugurar un mundo posible para todas, todos y todes.
FLORENCE THOMAS
Coordinadora del grupo Mujer y Sociedad