Sé que el asunto del cual me ocuparé ha sido ya muy trajinado, particularmente en los medios escritos. No obstante, de seguro continuará siendo motivo de preocupación por ser una forma de violencia que afecta la salud visual, hiere el sentido estético y atenta contra los derechos de los habitantes de las grandes urbes. Me refiero al auge –mejor, a la pandemia– del grafiti callejero, que en todo el mundo se ha constituido en una verdadera lacra.
Antes debo aclarar que no me refiero al muralismo o ‘arte urbano’, legalizado y auspiciado por las autoridades, pues –según dicen– es una forma de atraer turistas. Hablo de las huellas que dejan por doquier los llamados ‘escritores de paredes’, ‘terroristas del arte’ o ‘vándalos del aerosol’. Tiene razón quien en un muro de su residencia –a la entrada a Bogotá por la calle 80–, a manera de onición y advertencia, colgó el siguiente letrero: ‘Señor grafitero, no confunda el arte urbano con el vandalismo’.
Hace un par de meses, la opinión pública se conmovió al enterarse de que en Medellín, tres jóvenes grafiteros, venidos de la capital, habían perdido la vida al ingresar clandestinamente al sistema del metro en horas de la madrugada y ser arrollados por un bus cuando intentaban pintar grafitis en los vagones estacionados en Aguacatala y Poblado. Los tres pertenecían a un combo o colectivo dedicado al bombing, es decir, a pintar grafitis en cualquier parte, particularmente en lugares de alto riesgo, donde su hazaña fuera interpretada como ‘un bombazo’.
Para mí, tan dolorosa noticia no fue motivo de extrañeza, pues desde hace mucho tiempo vengo apesadumbrado por esos bombazos con mensajes crípticos a todo lo largo y ancho de mi Bogotá natal: en muros residenciales, portones, vallas, postes, rejas metálicas, vidrios de negocios y TransMilenio (con ácidos corrosivos), monumentos, y hasta en las paredes de los caños que atraviesan la ciudad.
Cuando leí la novela del formidable escritor español Arturo Pérez Reverte titulada El francotirador paciente (2013), entendí bien lo que significan y pretenden esos terroristas del aerosol. La novela se inicia así: “Eran lobos nocturnos, cazadores clandestinos de muros y superficies, bombarderos sin piedad que se movían en el espacio urbano, cautos, sobre las suelas silenciosas de sus deportivas”. En el libro va quedando al descubierto la increíble y desconcertante historia de esa raza especial de escritores vándalos, que pelean una fiera batalla contra la sociedad, tal como los describió uno de ellos en una pared de Nueva York en 1986.
Cuando estuvo encargado de la alcaldía de la capital, Rafael Pardo dio instrucciones en el sentido de prohibir que se pintorrearan los muros de propiedad privada, los monumentos de interés cultural y los tableros de señales de tránsito. El decreto 075 de febrero del 2013 estableció cuáles espacios estaban vedados para los grafiteros. El Código Penal, en su artículo 265, y el reciente Código de Policía se ocupan del asunto y sancionan a los transgresores. En su momento, la respuesta de estos fue: “Nosotros vamos a seguir pintando en todas partes. Eso hace parte de nuestra cultura”.
Estamos, pues, frente a un desafío, a un reto a la sociedad, venido de los componentes de una nueva cultura, que escriben en las paredes para ser alguien, como resume Pérez Reverte el significado que encierra ser grafitero.
Según Orhan Pamuk, premio nobel de literatura 2016, los letreros en las paredes son los que hacen que una ciudad lo sea de verdad, tomando como ejemplo a su querida Estambul. No estoy seguro de que tenga razón. De tenerla, ninguna ciudad de países con gobiernos totalitarios –en los que no se permite el grafiti– serían de verdad ciudades. Estoy más de acuerdo con Mario Vargas Llosa cuando afirma: “La libertad es tolerante, pero no puede serlo para quienes con su conducta la niegan” (La civilización del espectáculo).
FERNANDO SÁNCHEZ TORRES