La historia no se reduce a nombres y fechas. Es cierto que el relato histórico obliga a registrar nombres y fechas, a condición de que no se constituyan en datos fosilizados, inertes, sino que se los debe dotar de dinamismo, con intención de respaldar con justeza el papel desempeñado por los personajes que se mencionen en el momento cronológico en que intervienen y sus repercusiones inmediatas y futuras. Un hecho es algo que ocurrió en un instante del pasado, pero solo se convierte en acontecimiento histórico cuando el historiador le asigna la debida importancia y trascendencia.
Para poder penetrar con ojos abiertos y mente inquisitiva en los terrenos a veces nebulosos de la historia es necesario tener “conciencia histórica”, es decir, entender y valorar lo que esta significa. La historia es una especie de notario de la humanidad, fuente donde poder conocer la verdad de los hechos que han de interesar a la posteridad. Sucede, sin embargo, que no siempre se cuenta imparcialmente, verazmente. La historia no es un asunto de imaginación, pues esta no puede sustituir a la realidad. Aceptarla así es aceptar la historia ficción, y la realidad no se inventa. Los hechos históricos tienen una particularidad: se prestan para la especulación, para hacer malabares con ellos, para falsearlos, para darles interpretaciones acomodaticias. El libro ‘Viajes por las mentiras de la historia universal’, del español Santiago Tarín, corrobora lo anterior. Con acierto dice: “La historia es un organismo vivo que es atacado con mucha frecuencia por el virus de la mentira”.
El anterior preámbulo me sirve para comentar el reciente libro ‘Una historia de España’, que no es la historia inveterada de España como pudiera pensarse desprevenidamente, sino “una” historia narrada a la manera de un Arturo Pérez-Reverte poco conocido. Para quienes no estén familiarizados con este formidable escritor español –para más señas, cartaginés–, se trata de una verdadera revelación en el campo de las letras peninsulares. Su profusa producción literaria, casi toda referida a la historia, se caracteriza por una prosa fluida, grata a cualquier clase de lector. Sin pedantería alguna, fácilmente se descubren su versatilidad idiomática y su profunda cultura en los diferentes campos del saber. Razones suficientes para que sea miembro distinguido de la Real Academia Española.
El libro que comento tiene de original que, viniendo de la pluma de un muy serio escritor, el lector encuentra que es el relato del transcurrir histórico de España, desde sus orígenes hasta el final del franquismo (1982), narrado con acento jocoso y crudo, sin indigestarlo con fechas. Entre chiste y chanza, el autor hace una crítica mordaz de lo que ha sido el devenir histórico de la que en sus orígenes fue llamada Ishapan, es decir, tierra de conejos (“les juro que la palabra significa eso”), ese “lugar impreciso, mezcla formidable de pueblos, lenguas, historia y sueños traicionados. Ese escenario portentoso y trágico al que llamamos España”.
El libro es la recopilación de 92 capítulos escritos por el autor en entregas en su columna ‘Patente de corso’, para el suplemento de la publicación ‘XL Semanal’, y que tuvieron magnífico recibo de los lectores. Seguramente igual ocurrirá con ‘Una historia de España’, con excepción de los historiadores tradicionales, acartonados. El hecho de que sea una historia carente del rigorismo historiográfico a ultranza, escrita al desnudo, crudamente, de seguro levantará ampollas. Transcribo a continuación un fragmento para que quienes vayan a leerlo no se sorprendan. Refiriéndose al rey Carlos IV dice: “Al cuarto Carlos, bondadoso, apático y mierdecilla como él solo, la España recibida en herencia le venía grande. Para más inri, lo casaron con su prima María Luisa de Parma, que aparte de ser la princesa más fea de Europa, era más puta que María Martillo. Aquello no podía acabar bien, y para adobar el mondongo entró en escena Manuel Godoy, que era un guardia de palacio alto, simpático, apuesto y guaperas: una especie de Bertín Osborne, que además de calzarse a la reina le caía bien al rey, que lo hizo superministro de todo”.
FERNANDO SÁNCHEZ TORRES