El aborto deliberado o provocado siempre ha dado lugar a conflictos de carácter ético y legal, derivados de los principios que se invocan cuando se analiza su validez, pues no todos los interesados se guían por la misma escala de valores. De ahí que la discusión del tema sea considerada una de aquellas que generan mucho calor pero irradian muy poca luz. Creo que es y seguirá siendo inútil la búsqueda de un término medio, neutral, que permita llegar a un acuerdo, pues las tesis que se esgrimen son totalmente antagónicas.
El ‘embarazo indeseado’ es la causa precipitante del aborto provocado. Por eso se ha considerado una enfermedad social que compromete a distintos sectores, entre ellos el médico, el jurídico, el eclesial y, por supuesto, el sector femenino de cualquier condición social. Es cosa sabida que para que la mujer no se vea expuesta a tener que tomar tan grave determinación, la medida preventiva más lógica es el uso de métodos anticonceptivos o resistir a la tentación de realizar el acto sexual.
Esta última estrategia requiere una templanza irable, en tanto que la primera presupone un adecuado nivel cultural y una buena dosis de responsabilidad sexual. No considero como triunfo de la causa pro liberación femenina que el aborto sea despenalizado sin restricción alguna, es decir, que se abran de par en par las puertas para su práctica indiscriminada, que es lo que algunas vienen reclamando. Triunfo fuera que la mujer, sin privarse del derecho a llevar su vida sexual a su antojo, contribuyera a llevar el embarazo indeseado a su mínima expresión, aceptando que la mayoría de las veces es producto de relaciones sexuales irresponsables. Si existe algo de verdad trascendente a favor de la liberación femenina es el advenimiento de los métodos anticonceptivos en la década de los 60 del siglo pasado. A pesar de fuertes resistencias, el control natal logró adquirir ciudadanía universal para ponerse al servicio de las parejas responsables. Tanto la mujer como el hombre disponen hoy de anticonceptivos ‘de bolsillo’. Por eso cuesta trabajo aceptar la ocurrencia de embarazos indeseados.
Frente al conflicto que para la mujer apareja una gestación inoportuna, la primera y última salida que suele vislumbrarse es el aborto. En el 2006, la Corte Constitucional legisló a favor de tres causales bien conocidas, y a favor de las cuales me declaré partidario cuando aquella solicitó concepto a la Academia Nacional de Medicina. Los otros casos de aborto por embarazo indeseado, que son casi todos los que ocurren, siguen practicándose a diario no obstante estar vigente el artículo 122 del Código Penal. Según la Fiscalía, cada vez se penaliza menos este delito, debido principalmente a que su demanda ha ido decreciendo. En el 2018 se registraron 455 casos, en tanto que en el 2019 fueron 308. Es probable que haya ido disminuyendo porque ha dejado de ser un problema de salud pública, como sí lo fue hace 20 y más años atrás, cuando el número de mujeres infectadas como consecuencia de abortos provocados clandestinos por manos ignaras y audaces –y que la Organización Mundial de la Salud calificaba como “abortos peligrosos”– obligaba a que las instituciones destinadas a la atención materna contaran con todo un servicio de sépticas, es decir, para mujeres infectadas durante las maniobras abortivas. Cuando dirigí el Instituto Materno Infantil de Bogotá, las tasas de mortalidad eran escandalosamente altas por causa de la sepsis posaborto. Muchos recursos se invertían para combatir ese flagelo, hoy ahuyentado con el uso del Misoprostol, que se consigue a la vuelta de la esquina, con fórmula médica.
Los médicos, particularmente los ginecobstetras, conocemos muy de cerca el problema del embarazo indeseado y del aborto provocado, lo que nos pone en una situación de privilegio para opinar con autoridad sobre el tema. Sin llevar la vocería de todo el cuerpo médico, espero seguir analizándolo, en momentos en que está a la orden del día, a la espera de un nuevo pronunciamiento de la Corte Constitucional.
FERNANDO SÁNCHEZ TORRES