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Comentario al duodécimo grado

Como toda propuesta de reforma, es susceptible de ser mejorada si hay lugar a aceptar opiniones.

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En el proyecto de reforma de la educación presentado por el Gobierno se lee: “El Estado consolidará un sistema de articulación entre la educación media y superior que propenda por el progresivo de los estudiantes a esta última, lo que podrá incluir el grado duodécimo (12º)”. En principio, me parece conveniente tal propuesta, pues, si se implementa correctamente, traerá inmensos beneficios a quienes tengan la oportunidad de ingresar a la universidad. Como toda propuesta de reforma, es susceptible de ser mejorada si hay lugar a escuchar y a aceptar opiniones. Por las señales que ha dado hasta el momento, la actual ministra de Educación, Aurora Vergara, no es dogmática. Siendo así, la reforma que ha propuesto la cartera a su cargo va a enriquecerse con los aportes que hagan los distintos actores del sector educativo.
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Es sabido que gran parte de los bachilleres adolece de impreparación en asuntos tan trascendentes como las matemáticas, el inglés, la lectura y la escritura correctas, falencia que va a incidir en su rendimiento académico en la universidad. El duodécimo grado sería, entonces, una especie de año remedial preuniversitario. Además, tendría otras justificaciones igual de importantes. Menciono dos: la que tiene que ver con la orientación profesional y la que toca con la formación humanística.
Sucede que, con contadas excepciones, los bachilleres –hombres y mujeres– terminan sus estudios desorientados respecto a la profesión que han de escoger. Ingresan a una carrera para probar si de verdad es la adecuada. Buen número de las deserciones está motivado por haberse equivocado. Durante el duodécimo grado, personal experto podría adelantar la orientación profesional con el fin de descubrir las verdaderas vocaciones.
Darle cabida durante el año duodécimo a una inducción humanística sería ampliar el horizonte de quienes se aprestan a ser universitarios. Seguramente muchos se preguntarán: “¿Y eso para qué?”. Creo que la definición que el maestro Ramón de Zubiría diera a la palabra humanismo justifica la importancia que se le debe otorgar a la formación humanista de todo profesional. Para De Zubiría, “las humanidades forman un cuerpo de conocimientos que tratan acerca de la vida del hombre en la naturaleza y la sociedad y se adquieren a través del estudio de las creaciones espirituales del hombre: lenguaje, artes, historia, filosofía, religión”. Siendo así, De Zubiría se pregunta: “¿Qué funciones se podrían atribuir a las humanidades? ¿Qué puede el hombre (y la mujer, digo yo) legítimamente esperar de ellas?”.
Durante el duodécimo grado, personal experto podría adelantar la orientación profesional con el fin de descubrir las verdaderas vocaciones.
Esta es su respuesta: “Ante todo, que lo ayuden a vivir, a dar satisfacciones a las múltiples apetencias de su espíritu, a abrirle perspectivas de conciliación que le permitan subsistir en medio de las fuerzas en conflicto que le rodean, que lo acompañen a recuperar el sentido de su destino”. En otras palabras, la cultura, entendida como el bagaje de conocimientos alrededor del ser humano, es la base del humanismo. Somos humanistas cuando experimentamos un cambio de actitud frente a la vida y a la naturaleza, producto del cultivo de las disciplinas humanísticas, advirtiendo que ser culto no significa saber de todo, sino saber estar en sintonía con la humanidad.
La enseñanza del humanismo, o, mejor, la inducción al humanismo –que sería, repito, una de las justificaciones del año preuniversitario– comienza con la educación en valores éticos y sociales, sin los cuales es imposible que la persona preserve su dignidad, y la de todos los de la especie humana. La mayoría de las universidades tienen como finalidad única formar técnicamente en las distintas disciplinas. Para mí esas universidades están cumpliendo a medias su verdadera misión. Cierto es que a casi la totalidad de estudiantes lo que les importa es formarse a la medida de los requerimientos del mercado laboral. Pero ellos ni quienes los emplean calculan los beneficios tan grandes que unos y otros obtendrían si el profesional contratado tuviera formación humanística. Para este, el futuro sería más promisorio, pues su horizonte sería más amplio, sus aspiraciones serían mayores y su capacidad para el emprendimiento, para innovar, para crear, le permitiría subsistir sin frustraciones. Asimismo, le sería más fácil ser un líder.
FERNANDO SÁNCHEZ TORRES

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