Estamos frente al cambio más importante de la última década: “La crisis global de la democracia”: “gradual” y “casi inadvertido”, simultáneo al auge mundial de las dictaduras. No es un cambio voluntario, sino un “asalto” tan “sigiloso” que parece “invisible”.
El anterior mensaje de advertencia, aquí resumido, proviene de Moisés Naím, uno de los intelectuales latinoamericanos de mayor renombre internacional, en su última columna (‘Democracias en peligro de extinción’, EL TIEMPO, 15/5/2022). Es una advertencia con nota de urgencia por la “falta de respuestas” ante las amenazas. Naím reitera la necesidad de identificar el problema, publicitarlo y enfrentarlo.
Quizá exagere la invisibilidad de la crisis. Lo sucedido hace más de una década en Venezuela, su propio país, puede mostrarse como un caso paradigmático de derrumbe democrático que ha recibido bastante atención mundial. El número de libros publicados sobre la crisis, y hasta la muerte, de la democracia moderna, que Naím con seguridad conoce, es voluminoso.
Otros problemas, sin embargo, como bien observa Naím, han desplazado a la democracia de la agenda mundial: el calentamiento global, la crisis económica y, por supuesto, más recientemente, la pandemia. Y si algunos intelectuales y académicos mantienen cierto interés, es posible detectar buenas dosis de letargia pública, como pudo apreciarse en la cumbre democrática convocada por Biden, recibida con mucha indiferencia y escepticismo por la opinión internacional.
Naím acierta, pues, en la oportunidad de un mensaje que merece mayor eco: urge debatir el problema para encontrar soluciones antes de que sea tarde.
¿Qué hacer?
Comencemos por reconocer que la “crisis” parece ser connatural a la democracia –uno de los argumentos centrales del libro de David Runciman The Confidence Trap (2013). Por eso hay que repensarla de manera recurrente, ante nuevas circunstancias. No es una tarea que deba hacerse a partir de cero –tan inútil como intentar reinventar la rueda–.
Antes de hacer propuestas concretas, habría que identificar algunas condiciones para reanimar el debate, y los campos más propicios de indagación para reimaginar la democracia. Por razones de espacio, aventuro unas pocas sugerencias.
Primero, esta crisis es “global”, como lo observó Naím. Y lo es en dimensiones geográficas sin precedentes, como global es la amenaza del autoritarismo. La respuesta en su defensa, para que gane adeptos, tendría que ser genuinamente global, con verdadero protagonismo de la mal llamada “periferia”. Históricamente, la “periferia” ha sido fuente de grandes innovaciones democráticas, como lo muestra el trabajo de John Markoff. Hoy, además, países antes identificados como líderes sufren ellos mismos de esclerosis democrática, sin autoridad (y a veces sin imaginación) para abrir nuevos caminos.
Segundo, mejorar la calidad de la representación debe ser prioritario. Esa fue una gran propuesta de Giovanni Sartori, al celebrarse los 25 años de la democratización española que, desafortunadamente, cayó en el vacío. Las mayores complejidades sociales, entrado el siglo XXI, exigen más, no menos, representación. Esta puede, y debe, complementarse con elementos participativos, pero es una ilusión pensar en reinados de democracia directa.
Tercero, habría que ajustar la democracia, hasta vigorizarla, con las nuevas herramientas que ofrece la revolución digital. La historia de la democracia ha solido ir a la zaga de la de los medios de comunicación: los periódicos, la radio, la televisión...
Y hay que huirle al fatalismo. Tendríamos que retomar el hilo del “fin de la historia”.
EDUARDO POSADA CARBÓ