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Educación superior: gratis no es mejor

No caer en la simpleza de limitarse a reclamar mayores presupuestos. La realidad es más compleja.

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En el necesario debate sobre el fortalecimiento de la educación superior de carácter estatal se han puesto en evidencia, una vez más, las grandes brechas que afronta el sector. En este debate es clave no caer en la simpleza de limitarse a reclamar mayores presupuestos para dichas instituciones ni caer en la trampa ideológica de satanizar cualquier cosa que no implique subsidios a la oferta (e. d., aportes directos para la operación de las universidades).
La realidad es más compleja. Siendo evidente que las buenas universidades oficiales requieren con urgencia mayores recursos, es igualmente cierto que tales esfuerzos deben venir atados a indicadores de calidad y eficiencia del gasto. También es importante destacar que la debilidad del sistema terciario va más allá de limitaciones presupuestales e incluye, entre otros, incentivos incorrectamente formulados desde el sistema nacional de acreditación, la debilidad del Ministerio de Educación en su labor de vigilancia y control, y la politización de la universidad regional.
Hablando del problema de recursos, la coyuntura es consecuencia de los más de 25 años de aplicación de la Ley 30 de 1992, que si bien generó espacio para aumentar las transferencias del Estado hacia la universidad pública, fue clara en atar los aportes al efecto de corrección monetaria. Un cuarto de siglo ajustando el presupuesto de operación solo por criterio de inflación terminó en la esperable billonaria brecha que hoy nos indigna a todos.
Entender esto último es de gran importancia. El problema de la buena educación superior no es su elevado costo. La calidad nunca es barata. El problema y su solución tienen que ver con la capacidad de encontrar mecanismos para financiar dicho costo. Y financiar no significa regalar. Significa identificar instrumentos para resolver la iliquidez temporal de quienes no pueden pagar la educación que desean y significa encontrar fórmulas para que los siempre limitados recursos alcancen para beneficiar al máximo número de personas.
Sabiendo que no existe mejor herramienta de progreso social, ni inversión que genere mayor retorno para el individuo que la buena educación superior, diferentes países del mundo, desde Inglaterra hasta Corea del Sur, pasando por Sudáfrica y Australia, han puesto en marcha el modelo de financiación contingente a ingresos (FCI). En este, el beneficiario, en lugar de pagar un préstamo en cuotas a cierta tasa de interés, cubre su compromiso en función de los ingresos que obtiene durante su vida profesional (v. g., pagar el 10 % de su ingreso durante un determinado tiempo).
La fórmula del FCI es igualitaria (profesiones con mayores ingresos realizan mayores pagos) y es mejor estrategia que un amplio subsidio a la oferta. Esto se ve en el hipotético caso de un beneficiario de bajo ingreso que logra acceder a una de las mejores universidades del país y a quien se le abren las puertas para hacer un posgrado en Harvard, lo que a su vez lo catapulta para ser directivo de una multinacional. ¿Será cierto que este individuo no le debe nada a la sociedad colombiana? ¿No será justo que retorne vía FCI una fracción de su nueva riqueza? ¿No será justo que sus pagos se utilicen para otorgar iguales oportunidades a su vecino de pupitre?
La real discusión no es sobre cuántos pesos le damos al esquema de educación estatal, sino cómo hacer para que esos pesos generen el máximo impacto social. La FCI es paso en la dirección correcta e incluye el principio rector de ser un modelo basado en la confianza. Los beneficiarios confían en que el entrenamiento que recibirán les dará mejores habilidades profesionales, mientras el sistema de educación hace votos y se beneficia si a ellos les va mejor en la vida. ¿De verdad no es esto mejor que un decreto que diga de cuánto es el cheque para los rectores de turno?.
EDUARDO BEHRENTZ

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