La recientemente finalizada licitación de buses de TransMilenio deja un sabor agridulce y una tarea pendiente en lo referente a la garantía de cumplimiento de los estándares de emisión allí utilizados. Por un lado, es innegable que dimos un paso en la dirección correcta al poner punto final a una flota obsoleta y utilizada excediendo su vida útil, con los consecuentes problemas en su desempeño mecánico y ambiental. La istración Distrital logró lo que en años previos había sido imposible.
Del mismo modo, en lo que quizás es el mayor logro, Bogotá entra por fin al grupo de ciudades en las que el gas natural juega un papel protagónico como energético del sistema de transporte público. En esto debe reconocerse el rol de la presión ciudadana, que obligó al Gobierno local a ajustar los términos de la licitación para reconocer positivamente la introducción de tecnologías más limpias.
La parte amarga es la falta de audacia y no haber usado esta oportunidad para que Bogotá estuviese a la vanguardia del proceso de masificación de la movilidad eléctrica. Nos quedaremos atrás de la documentada tendencia mundial en tal sentido y veremos, durante la próxima década, cómo urbes del mundo y la región nos toman ventaja. Como en otros temas, les queda la responsabilidad a ciudades como Barranquilla, Cali y Medellín de representar a Colombia en los procesos de innovación para alcanzar sistemas de transporte público modernos y sostenibles.
Estando cerrado este asunto, es momento de mirar hacia el futuro y concentrarnos en las acciones que permitan la observancia de las promesas que acompañan a la nueva flota de TransMilenio. En este sentido, uno de los grandes desafíos tiene que ver con los instrumentos de verificación de los estándares ambientales de dicha flota. Los buses alimentados con diésel deberán cumplir con el denominado Euro V, lo que implica el uso de AM de ultrabajo azufre (que Ecopetrol ya puede comercializar), y con un conjunto de dispositivos de control de emisiones para reducir las descargas de material particulado y otros contaminantes del aire.
El problema radica en que en este momento no existen ni en Bogotá ni en el resto del país instalaciones o laboratorios con los equipos tecnológicos y humanos que permitan verificar a ciencia cierta el acatamiento de los estándares de emisión antes citados. En la actualidad, la verificación de la norma ambiental para vehículos nuevos consta de una revisión de papeles en donde el Estado colombiano confía en los certificados que remiten los importadores y fabricantes de vehículos.
Este último esquema no es aceptable para el caso de TransMilenio. No solo por el evidente conflicto de interés de que quien certifica sea el mismo fabricante, sino también por tratarse de un contrato de concesión en el que las emisiones son parte del nivel de servicio que el concesionario debe garantizar y el interventor debe certificar. Más aún, el cumplimiento del estándar debe darse no solo en el momento de importar los buses nuevos, sino durante la totalidad de la vigencia del contrato. La flota entrante debe respetar la norma Euro V hasta el último día de su vida útil.
Dicho cumplimiento y su verificación (que no es sencilla ni barata) pueden terminar siendo un dolor de cabeza en años por venir, que se hubiera evitado con una flota que tuviese mayor participación de tecnologías limpias. Como ese no es el escenario, le corresponde a la istración Distrital, así como a los organismos de control y vigilancia, definir inequívocamente el mecanismo de revisión y su responsable antes de la firma de los contratos.
Tal como lo advirtieron varios colectivos ciudadanos que acompañaron el proceso de la licitación: sin verificación rigurosa y estandarizada de las emisiones, no hay garantía de cumplimiento. Y sin esto, lo único que estaríamos haciendo es hablando carreta y engañando a los bogotanos.
EDUARDO BEHRENTZ