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Los esfuerzos de la paz requieren un liderazgo político muy amplio y sólido.

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La complejidad del momento presente requiere que la nación pueda estructurar un relato colectivo de esperanza, pero también de certezas hacia el futuro. Y eso solo es posible si, deponiendo intereses particulares y animadversiones de todo tipo, se construye un Acuerdo Nacional. Todo, como dice una frase reiterada pero vigente como nunca antes, por el bien superior de la nación.
(También le puede interesar: ¿Y el plan B?)
Pero tiene que ser un acuerdo representativo del conjunto de la nación, no un pacto de solo élites, ni tampoco circunscrito al ámbito solamente del Congreso de la República, como algunos han sugerido, no obstante que deba incluirlo.
En contextos de sociedades fracturadas o polarizadas o en transiciones del conflicto hacia la paz, hay que buscar por todos los medios legítimos posibles el fin de la guerra o la violencia, pero eso no es suficiente. En un esfuerzo igualmente complejo o incluso tanto más, esas sociedades deben buscar un destino confiable hacia el futuro, que no es otra cosa que convenir los términos de un destino compartido.
Ese acuerdo sobre el futuro se construye sobre la diferencia (incluso sacando provecho de esta) y los antagonismos y establece los mínimos comunes que debieran poder ser compartidos. En muchas partes este tipo de enfoque para superar la violencia y la polarización ha dado probados resultados, como en Sudáfrica a propósito del fin del apartheid.
Hay que buscar por todos los medios legítimos posibles el fin de la guerra o la violencia, pero eso no es suficiente.
En Colombia estamos en punto de quiebre entre el país del pasado y uno del porvenir. Por múltiples y complejas razones no es una transición fácil en un país que podría decirse que se resiste generalmente al cambio y con el que colisiona un gobierno jugado al todo o nada por sacar adelante sus reformas estructurales. Encontrar el justo medio y las maneras más convenientes para conducir un proyecto de cambio real, pero en todo caso democrático, requiere un enorme liderazgo político capaz de construir consensos y acuerdos. Y en esto las formas y el cómo sí importan, y de qué manera.
No se trata esta vez de que “todo cambie para que nada cambie”, pero hay que ser capaces de concertar, lo cual significa, en muchos casos, estar dispuestos a ceder.
¿De qué asuntos trata este acuerdo? Justamente de aquellos que hoy generan confrontación y generan incertidumbre hacia el futuro, en medio de una violencia exacerbada y tensiones institucionales. Supone unos mínimos de entendimiento sobre el alcance de las reformas, el cumplimiento integral del acuerdo de paz, el lugar de la iniciativa privada, los desafíos de la paz total (incluyendo especialmente los posibles acuerdos con el Eln) y una paz política que para el resto de este gobierno y los sucesivos le permitan a Colombia avanzar en una visión compartida como nación.
Es claro que las reformas estructurales no van a tener éxito en su trámite parlamentario. Y los esfuerzos de la paz requieren un liderazgo político muy amplio y sólido en cabeza del jefe del Estado, secundado también por un mayoritario apoyo público.
No obstante los llamados a un Acuerdo Nacional, invocado de forma especial por el presidente Gustavo Petro, y el buen recibo entre distintos sectores, la iniciativa va y viene, más cerca de naufragar que de cobrar vida, por causa de la complejidad del momento presente.
La tarea de ponerse manos a la obra para tejer el Acuerdo Nacional parece estar fuera del alcance de los actuales liderazgos del país, para lo cual pueda quizás funcionar la presencia de un tercero o amigable buen componedor o facilitador, como sugieren la teoría de transformación de conflictos y la experiencia práctica.
¿Aló? ¿Con el Vaticano?
DIEGO ARIAS TORRES

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