Nunca le pregunté si tenía miedo. Si en las noches largas y frías y llenas de ruido del hospital se imaginaba cómo sería el momento de la partida. Hubiera podido aprovechar esas horas para preguntarle sobre lo que significa llegar a viejo y darse cuenta de que los pies ahora caminan más lentamente y los ojos ven los colores con menos brillo y los amigos de la infancia van desapareciendo y los recuerdos se van borrando. Pero no lo hice, no se lo pregunté.
Tampoco fui capaz de preguntarle por cosas sobre las que nunca habíamos hablado. ¿Cómo hizo para seguir la vida con alegría después de la muerte de sus padres? ¿Después de la muerte de mi hermano? Me hubiera gustado saber, aunque lo intuía, cuál fue la fórmula para que siempre hubiera estado enamorada de mi papá, cómo al final de su vida seguían pareciendo novios y él seguía llevándole flores todos los días, aun en ese cuarto de paredes blancas que guardaban lamentos.
No le pregunté por qué en las últimas semanas de vida pronunciaba tanto los nombres de mis abuelos, como si estuviera buscando refugio en ellos. ¿Acaso la estaban llamando? ¿Era esa la antesala de su muerte? Hacía el ademán de pararse de la cama, pero los cables que la mantenían atada al suero se lo impedían. Pero hacía el ademán y decía con la misma rebeldía que heredé yo de ella que se quería ir para la casa.
Y llegaba la enfermera de turno que olía a desinfectante y le preguntaba qué día era y la simple pregunta ya la confundía, porque no importaba; para ella todos los días eran iguales, el tiempo había perdido sentido. Importaba más cómo se llamaba el esposo y sus hijos, eso sí lo hubiera contestado bien, pero la enfermera insistía en que le dijera la fecha, el día y el año. Respondía cualquier cosa y me miraba y cerraba los ojos con abnegación, como si no entendiera por qué la realidad de su cabeza no coincidía con la de afuera.
¿Sabía que eran sus últimos días? Yo me negaba a aceptarlo, pensaba que sanaría y quizás por eso no me atreví a preguntarle qué sentía; veía en su mirada que estaba tranquila y en ese momento esa serenidad me bastaba. Pero he debido ir más adentro. Tampoco se me ocurrió hurgar dentro de mí por si existía algún motivo por el que le debía pedir perdón. Recibí muchas enseñanzas de mi mamá, pero al final de su vida me faltó coraje para preguntarle cómo se siente morirse y cómo iba a ser la vida sin ella. Yo sí que tuve miedo.
DIANA PARDO