Antes de que las comisiones económicas del Congreso rechazaran el monto del Presupuesto de la Nación para 2025, proyecto presentado con un evidente desfinanciamiento, el ministro de Hacienda (Bonilla) ya albergaba en su agenda la idea de una nueva reforma tributaria. Y el hundimiento del presupuesto fue la excusa perfecta para impulsar la llamada “ley de financiamiento”, que pretendía tapar, con parches fiscales, un hueco presupuestal premeditado.
Sin embargo, en el gobierno de Gustavo Petro, la idea de reducir gastos, combatir el despilfarro o -peor aún- enfrentar la corrupción, parece una causa perdida. No se vislumbra siquiera un intento de cerrar las venas abiertas por donde se desangran, a raudales, los recursos del Estado.
Por el contrario, desde 2023, los gastos de funcionamiento han registrado un alarmante incremento del 20 % anual, mientras que los contratos de prestación de servicios, en su mayoría superfluos, han escalado más del 158 %. A esto se suma el derroche en viajes al exterior, fiestas millonarias organizadas por ministros y el escandaloso financiamiento de marchas, orquestadas para simular un respaldo popular que Petro no tiene. Un ejemplo elocuente de esta mezcla de derroche, ineficiencia e ineptitud es el caso del ministerio de Francia Márquez, símbolo de un monumental despropósito.
El panorama fiscal no mejora: mientras el Gobierno cierra 2024 con 97 billones de pesos sin ejecutar y una caída del 13,6 % en el recaudo comparado con 2023. No se necesita mucho análisis para entender que Petro actúa como si el presupuesto fuese inagotable, un recurso elástico que soporta cualquier abuso. Pero no lo es. Su retórica de “apretar a los más ricos” ha terminado golpeando, con brutalidad, a la clase media y a los sectores más vulnerables. Ejemplo de ello es el desmedido aumento del costo de vida, impulsado por tarifas de servicios públicos que no distinguen estratos; como la energía, que se encareció a causa del nombramiento tardío de los comisionados de la Creg, lo que también incrementó los subsidios estatales y puso en jaque a las electrificadoras públicas.
La retórica de “apretar a los más ricos” ha terminado golpeando, con brutalidad, a la clase media y a los sectores más vulnerables.
Lo mismo ocurrió con el precio de la gasolina. Bajo el argumento de cubrir el déficit del Fondo de Estabilización de Precios de Combustibles -que sigue sin resolverse-, lo subieron abruptamente, agravando la situación de la clase trabajadora. Mientras tanto, el discurso oficial no varía: la culpa siempre recae en los demás: sus antecesores, los gremios, la prensa o la oposición son los villanos del relato, mientras el despilfarro y la corrupción siguen siendo intocables.
Tras el hundimiento de la reforma tributaria, Petro y sus ministros no dudaron en afirmar que con ella ‘se perdieron las soluciones a todos los problemas del país’. Según ellos, los 9,8 billones de pesos que esperaban recaudar habrían servido para financiar el Metro de Bogotá, los recursos del Icetex, el billón de pesos faltante de las EPS intervenidas y varios programas sociales y de infraestructura. Más indignante fue escuchar al ineficiente ministro de Defensa justificar el caos presupuestal de la Fuerza Pública en la fracasada tributaria.
Es hora de actuar, no de buscar culpables. Petro debe abandonar su retórica incendiaria y tomar decisiones serias, como han recomendado expertos y exministros de Hacienda: ajustar drásticamente el gasto público. El cinturón de las finanzas estatales no es elástico, y si se mantiene este desenfreno de despilfarro, pronto se romperá.
El Presupuesto de 2025 está desfinanciado y la única alternativa viable es un recorte severo de los exagerados gastos -sin tocar la inversión-, así como un recaudo riguroso por parte de la Dian. Es imperativo exigir a los funcionarios públicos frenar el despilfarro y parar la corrupción con determinación. Las calificadoras de riesgo ya están observando con lupa las finanzas nacionales, y si no se toman medidas inmediatas, las consecuencias serán catastróficas. Esta crisis no se resuelve con discursos populistas ni promesas más vacías, sino con acciones responsables.