Pregunta obligada: ¿por qué gusta tanto la obra de Fernando Botero? Aproximo tres ideas ante este llamativo fenómeno de identificación de una artista con un pueblo: su obra es premoderna, no es trágica y sí repleta de humor y sarcasmo en primeros planos.
Cuando Botero surge con ímpetu, años 70, una muy fuerte tendencia hacia el modernismo domina la escena; en Colombia resonaba la retórica exquisita y seductora de la crítica argentina Marta Traba, en la academia o en programas de TV enfocaba a los artistas que se abrían al modernismo; era tan famosa que hasta su peinado modernista se volvía ícono de imitación de las damas de la época.
Por ese entonces era usual que a uno le peguntasen si le gustaba más Botero u Obregón. Dos auténticos paradigmas: Botero, lo costumbrista, pueblerino y realista; Obregón, lo moderno, el movimiento y el brochazo; Botero en personajes del entorno, la familia, un alcalde, curas, monjas, gatos; Obregón visto en cóndores, el mar; Botero, el interior en ambientes domésticos; Obregón, el mundo al otro lado. En fin, Botero será un pintor del folclor tan local como un pueblo paisa, mientras Obregón, un mundo universal que parece volar por la libertad.
Característica de su figuración son sus expresivos primerísimos planos que aprendió del Quattrocento italiano (Piero de la sca…): hay perspectiva pero solo para el fondo, detrás de una preponderante figura central. Estas figuraciones sensuales y redondeadas llaman a la alegría y ternura y a querer tocarlas, lo que se cumple aún mejor en sus esculturas: nada más popular. En el universo Botero no hay tragedia, no hay fatalidad. Cuando confronta a la misma violencia, digamos Muerte de Pablo Escobar (2009), el capo en primerísimo plano cae sobre el techo de una casa, parece más bien una amable sátira periodística. Botero podía ser en pintura lo que fue en literatura Gabo, pero mientras el pueblo paisa gusta, seres pacíficos no muy lejos del folclor, que fortalecen el mito de una antioqueñidad perdida y propician el encuentro de un artista pueblerino con un público igual premoderno; Macondo, al contrario, mejor entenderlo como una cosmovisión del ser humano.
Ha muerto, pues, un ídolo nacional despedido con honores en el Capitolio Nacional. Uno no puede menos que festejar que sea un ser del arte –y no de ninguna de tantas vulgaridades nacionales–, sobre el que el pueblo respetuosa y cariñosamente marchó en ronda para decirle al oído, adiós maestro.
ARMANDO SILVA