“Si usted tiene alguna crítica a Bogotá, tírele piedras a TransMilenio; si su furia es mayor, destruya buses o estaciones” podría ser la consigna de innumerables protestas en las que se ataca el sistema masivo de transporte.
Acabamos de ver a grupos feministas romper estaciones en respuesta al acoso a una ciudadana, antes lo vimos por comunidades indígenas al no ser atendidos por las autoridades... y así todos los días... En el 2021, en pandemia, en los paros comandados por la primera línea, destruyeron 125 estaciones de las 149, se agredió a 123 empleados, un millón de ciudadanos se quedaron sin transporte público... Atacar a TM se volvió deporte y un juego exhibicionista: una ‘influencer’, Epa Colombia, en el 2019 se autofilmó, muerta de la risa, destruyendo a martillo una estación, y el juez pidió comprenderla y la dejó libre por “no ser peligro para la sociedad”; a los pocos días, a otro joven detenido por colarse le pregunta un periodista: “¿Por qué lo hace?”, y su respuesta es sintética: “TM es una mierda”.
En mi libro ‘Bogotá imaginada’ describo la Bogotá del 2003 en sus mejores momentos, luego de las brillantes alcaldías de Mockus y Peñalosa; ya no era la vieja cachaca, gris y encerrada del bambuco, sino que dos acontecimientos, la ciclovías y TM, le daban salida a la modernidad y al aire libre. La percepción de los años iniciales del TM le reconocía tres cualidades: velocidad, colorido a la ciudad y orden, se hace cola, conductores uniformados y educados.
Ante la emoción del momento, y luego de que Bogotá se ganara el León de Oro, Bienal de Venecia, como la ciudad en el mundo que más progresaba en todos los índices de medición, propuse, en el catálogo, una “Bogotá caribe”, a más de 2.000 metros de altura, inspirándome en que los bogotanos se creían en Cartagena y salían con bermudas, bloqueadores, viseras, así estuviese lloviendo... e imaginaban que TM era una patilla.
¿Por qué las pocas cosas que hacemos bien y de modo colectivo las terminamos destruyendo? Si Bogotá fuese una persona y atendiese al psiquiatra, habría un diálogo como este:
“Doctor, mi problema es TM, me daba alegría, velocidad y comodidad, orden, me ahorraba tiempo, es bonito y aun así lo odio, quiero destruirlo, es un impulso que no puedo controlar”. El Dr., un poco a la antigua, le pasará una nota al terapeuta que lo llevó con esta nota de alarma: “¡Paciente altamente peligroso con capacidad de destruirse a sí mismo. ¡Amárrenlo!”.
ARMANDO SILVA