El año pasado se rompieron todos los registros históricos en venta de vivienda nueva, nos informa con merecido orgullo el ministro del ramo. Fueron casi 230.000 unidades, la coronación de un ascenso continuado que equivale a más del doble de lo que hacíamos como país hace solo diez años. Pocas políticas públicas pueden mostrar resultados parecidos.
Ese récord refleja la suma de muchos aciertos, pero a la vez encandila y no deja ver los costos que estamos pagando.
Primero, lo bueno. Colombia abandonó en el año 1991 el modelo de Estado constructor, liquidó varias entidades postradas y reorientó el presupuesto a ayudar a las familias pobres en la compra de vivienda. Gracia a los subsidios, las familias complementan sus muy limitados ahorros, pueden hacer crecer la cuota inicial y, con un pequeño crédito, comprar una VIS.
Todos los gobiernos afinaron los mecanismos de asignación, hasta llegar al gobierno Duque, que apostó duro, combinó varias modalidades de subsidio y multiplicó el presupuesto y rompió récords.
La mayoría de los Estados promueven la vivienda en propiedad. Alcanzar la propiedad de una vivienda representa una dicha para cada familia, un alivio emocional, sentirse parte del país y muchas otras cosas trascendentes. El impacto es aún mayor en Colombia, donde los pobres nunca se jubilan. La vivienda propia se convierte en un sustituto de la pensión en la vejez.
El problema es que la política se quedó coja por el lado del urbanismo. Según palabras del propio ministro Malagón, en un solo año se vendió “el equivalente a una Cartagena”. Se entiende por qué encontramos ahora urbanizaciones hiperdensas, con pobres espacios para la recreación y la convivencia. Mucha vivienda, poca ciudad, poco verde. En esta clase de conjuntos, los vistosos ‘renders’ y sus promesas de calidad de vida apuntan, más bien, a nuevas frustraciones sociales.
La raíz del problema está en la escasez de suelo para construir. A los municipios les corresponde definir las zonas de expansión con los POT, pero es una responsabilidad que les ha quedado grande. Poquísimos municipios han aprobado más de un POT en lo que va del siglo. Bogotá es uno de ellos, y se quedó solo en el 30 por ciento de la necesidad de suelo para la expansión. Todo un embudo de donde no pueden salir sino densidad y pobreza urbana.
La prueba de la escasez de suelo es su encarecimiento. Por muchos años, el costo de la tierra equivalía al 20 o 25 por ciento de los costos de la construcción, y ahora llega a representar la mitad en algunas ciudades. Y como el precio de la VIS tiene un tope máximo definido por ley, la compensación se traduce en urbanizaciones más pobres y viviendas más pequeñas (a esto también ha contribuido el descarado aumento del precio del hierro, pero esa es otra discusión).
Si se tiene en cuenta que las ciudades no tienen reversa –lo que se hace mal queda mal para siempre–, el problema es serio. Los demás errores de una alcaldía se pueden remediar en la siguiente, pero la combinación fatal de tamaños pequeños de viviendas con pobre urbanismo es un problema que daña la calidad de vida y la convivencia por siglos.
A estas alturas de la campaña política, bien vale la pena preguntarles a los candidatos cómo van a abordar el problema: ¿Van a repetir lo que hizo Duque? ¿Cómo van a evitar que los esfuerzos de la nación se frustren debido a la falta de acción de los municipios?
ANDRÉS ESCOBAR URIBE