Su presencia cálida y generosa llenaba de esperanzas y gozo los ambientes diversos, tal como el tibio leño que, encendido siempre, sirve a la vez para dar lumbre en la oscuridad y amainar con fragantes efluvios la crudeza de los inviernos. Doña Marina González Parra, a lo largo de su existencia fue una incansable animadora de la vida y la naturaleza, estuvo presta a alentar la convivencia social y a propiciar el bienestar de los suyos y de su entorno comunitario. Varias veces bisabuela, fue una gran mujer, llena de bondad y distinción moral.
Con los mejores recursos de su espíritu intentaba –y casi siempre lo lograba– reinventar las esperanzas perdidas de los seres humanos que la visitaban, prestarles solidaridad y estímulo a los afligidos, orientar a los indecisos en sus encrucijadas e inspirar expresiones culturales entre el arte de élite y la representación popular, tal como ella las había aprendido de sus ancestros rurales allá en las altas cumbres de su Génova natal. A donde llegaba hacia circular una corriente de aire fresco.
Quiso que su prole fuera sana, alegre, dichosa, tolerante, estudiosa, trabajadora y, por tanto, libre en el mejor sentido. Los encuentros familiares que periódicamente convocaba eran fiestas de cuatro generaciones, escenario propicio para darles curso a las historias de vida, anécdotas familiares y graciosos chascarrillos que sobreviven enriquecidos en los labios intergeneracionales de los González.
No escapaba a su inmensa capacidad afectiva “la humana naturaleza”, que cuidaba con esmero con sus manos de orfebre. Se decía con razón que “al frente o al lado donde viviera doña Marina, allí había un hermoso jardín o un frondoso vivero”: invernaderos, selvas cafeteras, huertas caseras, sembrados de plantas aromáticas o eras de hortalizas y finas hierbas, en contenedores que ella misma construía para sus cultivos, al amparo de la fresca brisa matinal o en las tardes bajo la agradable temperatura del sol de los venados.
Creía en las virtudes terapéuticas de las plantas y con esa aromática producción vegetal que crecía en su solar y en su jardín, adobaba el diario menú de su familia, y las porciones adicionales que a diario preparaba de más para atender al eventual visitante de última hora.
Las manos prodigiosas de doña Marina, diestras para preparar los saludables platos del menú nacional y los manjares típicos de la región, también le fueron útiles para afinar los instrumentos que le servían de fondo a su inspiración para interpretar su nostálgica música colombiana en la vieja (pero bien cuidada) guitarra. Sin embargo, eso no era todo, en sus “pausas activas” su talento pictórico plasmaba en bastidores artesanales, fabricados por ella misma con retales que don Fermín Rodríguez, su esposo, ese sabio agricultor que vivió un siglo corto de 99 años a su lado, le reservaba con acabados de ebanistería.
Entonces desplegaba la magia de su ceremonial generador del proceso creativo, que incluía la fijación del lienzo sobre el bastidor, el orden de los ingredientes e instrumentos de trabajo: óleos, reglas, compases caballetes, limpiones y tachuelas para fijar el boceto previo; el disolvente con el juego de pinceles; hasta el soberbio trazo de siluetas, perfiles y fondos que transformaba en representaciones de la naturaleza viva y de las vastas perspectivas del paisaje cafetero quindiano y tolimense. En otro ámbito de su variada producción artística sobre el limo, ya endurecido, esculpía las microesculturas primitivistas y ese sincretismo pluralista de las estatuillas de los filósofos griegos, el papá Noel, los reyes magos y el popular Jeep Willys que, también, le ganaron reconocimiento.
Por cierto, que, de este último territorio, el Tolima, procedía su señora madre, doña Matilde Parra, quien estudió el primer año de escuela primaria en Chaparral, Tolima, como condiscípula de quien fuera después el más ilustrado de todos los presidentes de Colombia, el maestro Darío Echandía. Doña Matilde, cuando se refería a este respetado mandatario le decía simplemente Darío (a quien hasta el tempestuoso orador parlamentario y expresidente conservador Laureano Gómez, trataba con respetuosa distancia: “Su señoría”).
En el ya creciente barullo de la Ciudad Milagro, de las virtuosas manos de doña Marina González Parra iban saliendo como de las de un ilusionista tejidos, bordados, el diseño y la confección de prendas de vestir de llamativos modelos. Entonces, cada niño nacido en su numerosa familia contaba con sus primeros trajes y los de sus sucesivas celebraciones, confeccionadas por la ‘abuelita Marina’.
Doña Marina, la matrona ejemplar de mirada limpia y mente creativa, falleció –sin sufrimientos extremos ni agonías prolongadas– la madrugada del domingo 11 de mayo en Armenia, Día de las Madres. Sus honras fúnebres las presenciamos familiares y amigos de aquí y del exterior, a través de una plataforma virtual, porque la cuarentena del coronavirus lo impidió. Queda el hermoso recuerdo de su vida digna con el aplauso de quienes le guardamos afecto entrañable a su existencia.
Alpher Rojas Carvajal