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Chile y el golpe militar

Borrón y cuenta nueva no siempre es la mejor manera de alcanzar la paz perdida.

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ABOGADO Y COLUMNISTAActualizado:

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El triunfo electoral en Chile en 1970, del candidato socialista Salvador Allende, producto de una coalición democrática, fue visto en Latinoamérica y el mundo como un ejemplo de que no era necesaria la lucha armada para obtener cambios sociales y políticos, inclusive en cabeza de alguien de formación marxista. Para los jóvenes universitarios de la época que soñábamos con una transformación real de las “estructuras”, como solía decirse, fue una luz de esperanza. Nadie imaginó que en un país de arraigada tradición civilista como Chile existiera la posibilidad de un golpe militar que ahogara en sangre los anhelos de renovación.
(También le puede interesar: Presidencialismo y elecciones regionales)
El gobierno conservador de Misael Pastrana invitó al presidente socialista a una visita acogida por todos los demócratas. Hay que decir, en honor a la verdad histórica, que en ese mismo gobierno el canciller progresista Alfredo Vásquez Carrizosa jugó un papel crucial para dar asilo y salvar la vida de muchos dirigentes de la Unidad Popular.
Por estos días muchos escritos han recordado lo que fue ese fatídico 11 de septiembre de 1973, cuando los tanques dirigidos por Augusto Pinochet, el comandante del ejército que fingía ser leal a Allende, bombardeaban el palacio de la Moneda, la sede presidencial.
Algunos partidos, como Democracia Cristiana, de manera torpe apoyaron el golpe pensando que los militares les devolverían el poder después de derrocar al presidente. Sus dirigentes también terminaron siendo víctimas del destierro, la cárcel y la tortura como los militantes de la Unidad Popular.
Nuestro país ha tenido unas Fuerzas Armadas respetuosas del poder civil –tal vez con la excepción de lo que pasó en el Palacio de Justicia– y que alejan cualquier posibilidad de intervención militar.
Fueron 17 años de dictadura militar, en ocasiones amparada con la farsa de los “plebiscitos” al estilo de Luis Napoleón, de los cuales Pinochet solo perdió el último. Además de los partidos de derecha, contribuyeron al desastre empresarios, la ITTT, la huelga patronal de los “transportistas” y la no disimulada intervención de la CIA en pleno auge de la guerra fría.
Aún resuena ese último discurso del presidente Allende, minutos antes de su desaparición física: “Pagaré con mi vida la lealtad del pueblo...” y su referencia a los golpistas y, particularmente, al general Mendoza, al que llamaba “rastrero”.
Diecisiete años después, el pueblo chileno encontró la forma de salir de la dictadura e inauguró los gobiernos de la “concertación” que sacaron al país de la postración política, el desastre económico y la crisis humanitaria. Fue necesario hacer transacciones –no mediante burocracia– para rehacer con éxito el país. Hubo una ley de perdón y olvido que luego fue derogada y aún hoy hay personas purgando penas de prisión por los horrores de la dictadura. Borrón y cuenta nueva no siempre es la mejor manera de alcanzar la paz perdida.
Muchas lecciones pueden quedar para Colombia de los antecedentes y consecuencias de ese criminal golpe. Nuestro país ha tenido unas Fuerzas Armadas respetuosas del poder civil –tal vez con la sola excepción de lo que pasó en el Palacio de Justicia– y que alejan cualquier posibilidad de intervención militar.
García Márquez y José M. Melo
Y a propósito de Chile, Colombia solo tuvo dos ‘golpes’ que en verdad no fueron propiamente de cuartel, casi con un siglo de diferencia. En primer lugar, el de Rojas Pinilla en 1953, auspiciado por un sector conservador. Y el de Melo contra Obando, en 1854, que fue la forma como el propio presidente titular quiso –con su omisión– dar paso a las causas populares de las sociedades democráticas de obreros y artesanos. El presidente Petro en varios discursos ha resaltado la importancia de este general chaparraluno que era comandante del ejército en el momento del golpe y murió en el exilio en México.
En el reciente libro Las cartas del Boom aparece una comunicación de Gabo a Carlos Fuentes, de junio de 1967, en donde le explica cómo Melo no encuadraba en la figura que se estaba buscando para el típico dictador latino, así: “... me refiero a José María Melo, a quien la historia escrita por los curas presenta ahora como un tirano, aunque en realidad era un juarista. Desde la presidencia trató de implantar en el país el radicalismo liberalismo, pero la aristocracia y el clero lo ahogaron y lo hicieron salir del país a los siete meses de gobierno…” (Págs. 221-222).
ALFONSO GÓMEZ MÉNDEZ

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