Bañado en sudor y batallando para recuperar el aliento, Christopher Ravatua parecía cualquier otro atleta después de una reñida victoria. Pero los vestigios del concurso —la pulpa y las cáscaras de varios cientos de cocos pelados— reflejaron la singularidad de la escena.
Ravatua, de 36 años, de la isla de Rimatara, en la Polinesia sa, acababa de ganar en julio el primer lugar en un concurso de abrir cocos, en Papeete. El evento fue parte del Heiva i Tahiti, un festival anual en la isla que presenta competencias de danzas y juegos tradicionales polinesios y ahora atrae a cientos de concursantes de la región.
El próximo año, Tahití será sede de un evento con un perfil mundial mucho mayor: la competencia de surf de los Juegos Olímpicos de París 2024.
Hay orgullo y entusiasmo, dicen los tahitianos, respecto al dinero que se ganará con los Juegos Olímpicos; sobre atraer la atención del mundo, aunque sea brevemente, durante su evento deportivo más grande. Pero también hay temor, debido a las preocupaciones sobre la sobreexposición y el sobredesarrollo, así como algunos sentimientos complicados y arraigados sobre la colonización sa de las islas del Pacífico Sur.
Más que los Juegos Olímpicos, el Heiva puede verse como indicativo del corazón y el espíritu de Tahití. Con raíces que se remontan al siglo 19, el Heiva es una celebración de una semana de duración de la cultura polinesia que ha crecido y se ha desarrollado a lo largo de los años como contrapunto a la implacable presión externa de las influencias occidentales.
“Esto se siente como unas Olimpiadas polinesias —para nosotros y para nuestros juegos-”, dijo Tainui Lenoir, de la isla de Rurutu.
Lenoir, de 39 años, obtuvo el segundo lugar en julio en el concurso de escalada de cocoteros, uno de los muchos eventos —junto con la navegación en canoa polinesia, el levantamiento de piedras pesadas, el lanzamiento de jabalina, las carreras de acarreo de frutas y la lucha— que toman de la herencia cultural polinesia.
Sin embargo, el evento estelar del Heiva es la representación de la danza tradicional, u Ori Tahiti. Cada verano, grupos de hasta 200 integrantes acuden desde toda la región para competir ante varios miles de espectadores entusiastas y un de jueces en un anfiteatro abarrotado. Los bailes, respaldados por tambores que hacen palpitar el corazón, están cargados de significado, dicen los artistas, porque hubo momentos en la historia en que los bailes fueron prohibidos o severamente controlados por los misioneros y colonizadores europeos.
Muchas de las danzas tratan temas de colonialismo y “reapropiación de la cultura polinesia”, explica Urarii Berselli, maestra de escuela y bailarina cuyo equipo ganó la división amateur este verano.
Las preguntas sobre la capacidad de Tahití para afirmar su propia identidad e intereses siempre están latentes en la psique colectiva. La aprobación en el 2020 de la localidad costera de Teahupo’o como sede de la competición de surf para los Juegos de París volvió a despertarlas. El pueblo es hogar de una de las zonas de surf más potentes y famosas del mundo.
“Están preocupados por el simbolismo de esto”, dijo Lorenz Gonschor, que estudia la política de Oceanía en la Universidad del Pacífico Sur, en Fiji. “No son los Juegos Olímpicos de la Polinesia sa. Son los Juegos Olímpicos de París y tratan a Teahupo’o como un suburbio parisino”.
Algunas personas en Tahití tienen preocupaciones más prácticas sobre si el foco de atención de los juegos continuaría una tendencia polarizadora de desarrollo e inversión extranjera en la isla.
Cuando los organizadores vinieron en busca de voluntarios no remunerados para trabajar en los eventos del próximo verano (un arreglo frecuentemente criticado en otras Olimpiadas), hubo cierto resentimiento.
Vahine Fierro, de 23 años, que nació en Huahine, una isla cercana, y hoy vive principalmente en Teahupo’o, calificó para los Juegos como miembro del equipo francés, pero sintió más alivio que felicidad.
“Obviamente, las Olimpiadas están generando dinero para que la gente trabaje y exposición para que los turistas vean un lugar tan mágico”, dijo. “Al mismo tiempo, es normal que las personas que viven aquí sientan un poco de resistencia a eso porque no quieren que el lugar cambie”.
Alexis Taupua, de 72 años, ha vivido toda su vida en Teahupo’o. “Fue una época hermosa, porque casi no había gente”, dijo sobre su juventud.
Taupua dijo que sentía nostalgia por el pasado y lamentaba los cambios en su aldea, pero también parecía decidido a aprovechar el presente al máximo. “No hay vuelta atrás”, dijo. “Estamos evolucionando”.
Por: ANDREW KEH
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