La gripe o influenza suele matar a los más jóvenes, a los ancianos y a los enfermos. Eso hizo que el virus de 1918 fuera inusual, o eso dice la historia: mataba a jóvenes sanos tan fácilmente como a aquellos que eran frágiles o padecían enfermedades crónicas.
Los médicos de la época informaron que el virus era indiscriminado y mató a al menos 50 millones de personas, o entre el 1.3 y el 3 por ciento de la población mundial. El Covid, en contraste, mató al 0.09 por ciento de la población.
Pero un artículo publicado recientemente en Proceedings of the National Academy of Sciences desafía esa persistente narrativa. Al estudiar los esqueletos de personas que murieron en el brote de 1918, los investigadores informaron que las personas que padecían enfermedades crónicas o deficiencias nutricionales tenían más del doble de probabilidades de morir que las que no padecían esas afecciones, independientemente de su edad.
El virus de 1918 mató a jóvenes, pero, como sugiere el artículo, no es una excepción a la observación de que las enfermedades infecciosas matan más fácilmente a las personas más frágiles y enfermas.
“Nunca debemos esperar que una causa de muerte no accidental sea indiscriminada”, afirmó Sharon DeWitte, antropóloga en la Universidad de Colorado, en Boulder, y una autora del artículo.
Había un enigma respecto a quienes murieron a causa de la influenza de 1918, alimentando la especulación de que la salud no era protección. La curva de mortalidad de la gripe tenía forma de W. Por lo regular, las curvas de mortalidad tienen forma de U, lo que indica que los bebés con sistemas inmunológicos inmaduros y las personas mayores tienen las tasas de mortalidad más altas.
Esa W surgió porque las tasas de mortalidad se dispararon en personas de entre 20 y 40 años, así como en bebés y personas mayores. Esto parecía indicar que los adultos jóvenes eran extremadamente vulnerables y, de acuerdo con numerosos informes contemporáneos, no importaba si estaban sanos o padecían enfermedades crónicas.
En un reporte, el Coronel Victor Vaughan, un eminente patólogo, escribió que había visto “cientos de jóvenes con uniformes de su país, entrando a los pabellones en grupos de 10 o más” en el Fuerte Devens, en Massachusetts. A la mañana siguiente, “los cadáveres estaban apilados en el pabellón como leña”.
La pandemia de la influenza, escribió, “estaba pasando factura a los más robustos, sin perdonar ni a soldados ni civiles, y haciendo alarde de su bandera roja ante la ciencia”.
En aquella época no había antibióticos ni vacunas contra las enfermedades infantiles y la tuberculosis estaba muy extendida entre los adultos jóvenes. Cuando las personas han tenido enfermedades persistentes como tuberculosis o cáncer, u otros factores estresantes como deficiencias nutricionales, sus espinillas desarrollan pequeños bultos. Amanda Wissler, antropóloga en la Universidad McMaster, en Ontario, y autora principal del artículo, y DeWitte estudiaron esqueletos de la colección del Museo de Historia Natural de Cleveland, en Ohio.
Las investigadoras examinaron las espinillas de 81 personas de entre 18 y 80 años que murieron en la pandemia de 1918. Veintiséis de ellos tenían entre 20 y 40 años. A modo de comparación, las investigadoras examinaron los huesos de 288 personas que murieron antes de la pandemia.
Aquellos cuyos huesos indicaban que eran frágiles cuando se infectaron —ya fueran adultos jóvenes o personas mayores— fueron, sin lugar a dudas, los más vulnerables. También murieron muchas personas sanas, pero quienes padecían enfermedades crónicas tenían muchas más posibilidades de morir.
Peter Palese, experto en influenza de la Escuela de Medicina Icahn de Mount Sinai en Nueva York, dijo que la curva de mortalidad en forma de W en 1918 significa que las personas mayores de 30 o 40 años probablemente habían estado expuestas a un virus similar que les había brindado algo de protección. Los adultos más jóvenes no habían estado expuestos.
Por: GINA KOLATA
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