El manual del Ejército de Estados Unidos del 2011 abre uno de sus capítulos con una línea del poema de Rudyard Kipling, El joven soldado británico (1890), escrito como consejo a la cohorte entrante tras su retorno a Inglaterra: “Cuando te hieren y te dejan en las llanuras de Afganistán, las mujeres salen a descuartizar lo que queda”.
El manual, distribuido en el apogeo de la contrainsurgencia estadounidense en Afganistán, invocó a Kipling y otras voces imperiales para advertir a sus soldados que “ni los soviéticos a principios de la década de 1980 ni Occidente en la última década habían progresado mucho más allá de la advertencia de Kipling sobre las mujeres afganas. En ese descuido, hemos ignorado a las mujeres como un grupo demográfico clave en la contrainsurgencia”.
Alrededor de este tiempo, un número creciente de unidades militares de Estados Unidos estaban entrenando equipos de contrainsurgencia compuestos exclusivamente por mujeres, pese a estar en contra de la política militar. En ese entonces, no se permitía la asignación de mujeres a unidades de combate terrestre. Sin embargo, las soldados fueron desplegadas para acercarse a las afganas y sus hogares en la llamada “batalla por los corazones y las mentes” durante la guerra de Afganistán, que comenzó el 7 de octubre de 2001, en respuesta a los ataques del 11 de septiembre.
Papel clave en inteligencia
Las uniformadas, además, desempeñaron un papel fundamental en la recopilación de inteligencia. Su feminidad, que fue la excusa por muchos años para prohibir su participación en combate, se convirtió en un activo: “Como todos los adolescentes –los jóvenes afganos tienen un deseo natural de impresionar a las mujeres–, esto puede ser ventajoso para las fuerzas militares estadounidenses (…), pues las soldados pueden obtener información diferente, e incluso más detallada, que sus compañeros hombres”.
Ya sea recopilando inteligencia o calmando a las víctimas de una redada de las fuerzas especiales estadounidenses, las uniformadas, a pesar de la falta de capacitación adecuada, desempeñaron un papel central e invisible en la guerra de Afganistán.
Sus recuerdos de lo que experimentaron en estas misiones cuestionan las narrativas oficiales tanto de que las mujeres rompieron el ‘techo de bronce’ del ejército estadounidense como de que la guerra que se libró supuestamente en nombre de los derechos y la libertad de las mujeres afganas.
Otro rol
Una vez desplegada con un regimiento de guardabosques del ejército en 2012, Cindy se adjuntó a una unidad de “acción directa”, que, según explica, “son las fuerzas especiales retratadas en las películas de acción pateando puertas, incautando documentos y capturando personas”. Mientras las fuerzas especiales cumplían su misión, su trabajo era “interactuar con mujeres y niños para obtener información o averiguar si había elementos nefastos que estaban escondidos debajo de burkas y cosas de esa naturaleza”.
Explicó que “como mujer tienes diferentes herramientas que puedes usar que un hombre no tiene”. Como ejemplo, recordó cómo un guardabosques interrogaba a un niño pequeño al considerar que sabía algo. El pequeño estaba aterrado porque el soldado estaba con su casco y rifle. Cindy, por el contrario, se arrodilló y se quitó el casco y puso su mano en el hombro del niño que estaba llorando. “No pudimos sacarle nada, pero puedes cambiar las formas con una energía completamente diferente”.
Ella recordó con orgullo cómo en solo 15 minutos pudo identificar la ubicación correcta de unos talibanes, cuando su unidad había llegado en principio al lugar equivocado. Ella resaltó el trabajo emocional para evocar empatía y sensibilidad en medio de operaciones especiales violentas y, a menudo, traumáticas.
El papel de Beth, oficial de logística, era recopilar información sobre qué aldeas tenían más probabilidades de unirse a las fuerzas de defensa internas apoyadas por el ejército de Estados Unidos (estrategia de contrainsurgencia de la Guerra Fría). Para provocar sentimientos de seguridad y comodidad cuando entraban a una casa afgana o registraban un vehículo, describió cómo ajustaba el tono de su voz, se quitaba el chaleco antibalas y, a veces, ponía sus manos sobre los cuerpos de mujeres y niños afganos.
Pero este aspecto “amable y gentil” de su trabajo era inseparable de las redadas en casas en las que también participó, durante las cuales los infantes de marina derribaban las puertas de las casas de las familias en medio de la noche, arrancando a las personas de su sueño para interrogarlas... o algo peor.
Para eludir la política militar que a mediados de la década de 2000 prohibía que las mujeres fueran asignadas directamente a las unidades de combate terrestre, estas fueron “adjuntas temporalmente” a unidades de hombres y se las alentó a no hablar sobre el trabajo que estaban haciendo.
Por la naturaleza no oficial de sus roles, las mujeres también vivieron una cultura de abuso sexista. Los soldados que no querían mujeres entre ellos bromeaban diciendo que la sigla de los equipos de apoyo cultural (CST) en realidad significaba “equipo de sexo casual”. Tal trato socavó las representaciones que hizo el ejército estadounidense de las mujeres militares como modelos de liberación feminista para las mujeres afganas.
Víctimas de agresiones
Beth, después de quedar sola en su equipo de apoyo cultural y de ser la única mujer en un contenedor compartido con 80 hombres, relató que los marines difundieron rumores falsos sobre ella. Otras fuentes indicaron que había una cultura generalizada de degradar a mujeres dentro de las filas. Esto ocurrió en un momento en que altos mandos desaprobaban públicamente la epidemia de denuncias de agresión sexual, e incluso violaciones, en sus filas.
“Fue la mejor y la peor experiencia. Hice cosas que nunca volveré a hacer, pero también profesionalmente nunca me habían tratado tan mal. No tenía voz, nadie me cubrió las espaldas. Los marines no querían que las mujeres estuviéramos allí”, dijo Beth.
Mollie se desplegó en Afganistán como parte de un equipo de compromiso de mujeres en 2009. Su carrera hasta ese momento había estado plagada de experiencias discriminatorias. En algunos casos, hubo miradas sutiles y críticas. Pero también describió casos puntuales como cuando se le informó al oficial su llegada a la unidad. Él, según ella, dijo sin rodeos: “No quiero que una mujer trabaje para mí”.
Mollie vio en el equipo de participación femenino (FET) una forma de mostrar la habilidad y el valor de las mujeres dentro de una institución militar masculinizada.
“Durante el FET, vi a mujeres grandiosas y me frustra que tengan que aguantar el sexismo. Al ver esto, quise quedarme y seguir luchando contra esta situación, para que las infantes de marina no tengan que soportar el mismo tipo de comentarios misóginos y sexistas que yo”. Ella continuó enlistándose año tras año.
Pero para otras mujeres, desplegarse en condiciones de exclusión y en roles restringidos al género fue una buena razón para renunciar después de que finalizó su contrato.
¿Modelo de feminismo?
En 2013, Ronda apoyó una misión desplegada en Kandahar, la segunda ciudad más grande de Afganistán. Era una de las dos mujeres que vivían en una base remota con el Destacamento Operacional Alfa, la principal fuerza de combate de los Boinas Verdes (fuerzas especiales). Para ella, uno de los aspectos más gratificantes de su trabajo fue el modelo de feminismo que representó para las mujeres afganas.
“Ellas nunca habían visto a una mujer de uniforme militar y entendieron que las mujeres podemos hacer más cosas que cuidar a los niños”, dijo Ronda. Amanda, que había estado en una misión similar en la provincia de Uruzgan, en el sur de Afganistán, también describió cómo inspiró a las mujeres locales, en su caso, contando cómo era la vida en Nueva York. “Entendieron que hay más en el mundo que Afganistán”, comentó.
“Creo que los equipos femeninos les han dado a las mujeres afganas la esperanza de que se avecina un cambio. Quieren la libertad que disfrutan las mujeres estadounidenses”, opinó una soldado en un comunicado de prensa del ejército del 2012.
Pero en el fondo, el ejército estadounidense no envió a mujeres con la intención de mejorar la vida de las mujeres afganas por más de que lo haya hecho creer. Más bien, las fuerzas especiales reconocieron a las mujeres afganas como una pieza clave del rompecabezas para convencer a los hombres de unirse a las fuerzas de defensa interna. Los soldados varones no podían ingresar fácilmente a una casa afgana ya que se les faltaba el respeto a las mujeres que vivían allí. Un artículo de la Gaceta del Cuerpo de Marines de 2011 subrayó que “las mujeres militares son percibidas como un ‘tercer género’ y que ‘están allí para ayudar’. Esta percepción nos permite acceder a toda la población afgana”.
El uso de “tercer género” se refiere a menudo a la identidad de género fuera del binarismo convencional masculino o femenino. En contraste, los usos militares de dicho lenguaje reforzaron los sesgos de género sobre las mujeres como cuidadoras frente a los hombres como combatientes.
Las experiencias de las mujeres que participaron en la guerra de Afganistán complejizan cualquier representación simplista de ellas como pioneras de la igualdad de derechos en el ejército estadounidense. Sus lesiones no tratadas, deberes no reconocidos y condiciones de trabajo abusivas crean una mezcla mucho más ambivalente de subyugación y apertura de caminos.
E incluso cuando su posición ayudó a formalizar el papel de las mujeres en combate, esto sucedió mediante el refuerzo de los estereotipos de género y las representaciones racistas del pueblo afgano. De hecho, las mujeres afganas se han estado movilizando durante mucho tiempo en sus propios términos, en gran parte ininteligibles para el ejército estadounidense, y continúan haciéndolo con extraordinaria valentía, ahora que los talibanes han vuelto a controlar su país.
Es devastador, pero no sorprendente, que la ocupación militar de Afganistán finalmente no haya mejorado los derechos de las mujeres. La situación actual convoca a perspectivas feministas que cuestionan la guerra como solución a los problemas de política exterior y trabajan contra las formas de racismo que enemistan a las personas.
Con el pasar de los años posteriores al 11 de septiembre, debemos recordar cómo las guerras también se han justificado en nombre de los derechos de las mujeres, y cuán poco han logrado estas avanzar a favor de las mujeres, ya sea en el cuartel del cuerpo de marines de Quantico, Virginia, o en las calles de Kabul, Afganistán.
JENNIFER GREENBURG (*)
THE CONVERSATION (**)
(*) Profesora de Relaciones Internacionales en la Universidad de Sheffield.
(**) The Conversation es una organización sin ánimo de lucro que busca compartir ideas y conocimientos académicos con el público. Este artículo es reproducido aquí bajo licencia de Creative Commons y fue editado debido al espacio.
Más noticias A Fondo