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Análisis
‘La crisis del crimen en Latinoamérica requiere una respuesta regional’
Dos exfuncionarios de entidades de seguridad de EE. UU. dan luces sobre cómo debe ser este enfoque.
Ante la creciente ola de violencia criminal en Ecuador, militares colombianos hacen control de seguridad en el paso fronterizo, en el puente Rumichaca, en Ipiales, el 13 de enero. Foto: Getty Images
En toda América Latina y el Caribe, el crimen y la delincuencia son las principales preocupaciones públicas, ya que los grupos armados organizados e ilegales están desbordando cada vez más a las autoridades locales y a los gobiernos nacionales. La violencia criminal es, innegablemente, una crisis regional que requiere, por consecuencia, una respuesta regional.
Tradicionalmente, Estados Unidos ha intervenido como el socio más importante de América Latina en temas de seguridad, brindando apoyo a las fuerzas militares, policiales y a los sistemas de justicia. Pero, en medio de las fuertes reducciones en las ayudas al exterior, ya no se puede contar con Washington para ese propósito.
Por ello, los líderes de América Latina y el Caribe deben tomar cartas en el asunto, tal como lo está haciendo Europa, que ha reconocido tardíamente su necesidad de autonomía estratégica. Mientras eso sucede y ante la creciente amenaza transfronteriza del crimen organizado, los gobiernos de la región están solos en esta lucha, sin ningún mecanismo formal para la acción colectiva.
Si se unieran para crear una institución de seguridad permanente, América Latina y el Caribe podrían frenar la escalada de violencia y consolidar un Estado de derecho necesario para proteger la democracia y fomentar la prosperidad económica.
En la cuerda floja
En la actualidad, las mafias del crimen organizado actúan como empresas multinacionales, con fuentes de ingresos diversificadas y sofisticadas cadenas de suministro. Esta ‘delincuencia reorganizada’ supone una grave amenaza para la democracia. Los capos de la droga moldean cada vez más el panorama político mediante incentivos e intimidación. Las estructuras criminales asesinan a alcaldes en México, promueven leyes favorables a la delincuencia en los territorios de los Andes y presentan candidatos políticos en toda la región.
Las respuestas estatales a la escalada de violencia también pueden poner en peligro la democracia. Por ejemplo, cuando los líderes políticos declaran estados de emergencia, al tiempo suspenden libertades civiles.
Dos funcionarios de la Jefa de Gobierno de C. de México fueron asesinados recientemente. Foto:EFE
Trinidad y Tobago, desbordada por las luchas entre bandas de narcotraficantes rivales, es el último ejemplo, tras haber replicado declaraciones de emergencia que otros países han hecho, como Honduras y Ecuador. En El Salvador, el presidente Nayib Bukele mantiene una gran popularidad por haber reducido la violencia, a pesar de la desmantelación de las libertades civiles, la independencia judicial y otras garantías democráticas clave. En toda la región, tanto votantes como líderes parecen cada vez más dispuestos a considerar un camino similar.
Esta doble amenaza a la gobernabilidad democrática hace aún más urgente una respuesta coordinada. Tal respuesta ha sido insuficiente en parte debido a uno de los mayores éxitos de América Latina: a pesar de ser la región más violenta del mundo, las guerras entre países son extremadamente raras. Esto ha dejado a América Latina y el Caribe sin una institución regional dedicada a la seguridad, sin un equivalente a las Operaciones de Apoyo a la Paz de la Unión Africana, y mucho menos a algo similar a la Otán.
Las consecuencias de la inexistencia de un organismo de esas características son más evidentes en Haití. Cuando Estados Unidos trató de organizar una respuesta internacional a la crisis que se agravaba tras el asesinato del presidente Jovenel Moïse en 2021, recurrió primero al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Sin embargo, y a pesar de la apocalíptica violencia de las bandas, el secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, se mostró reacio a implicarse, y China se opuso obstinadamente a una misión de mantenimiento de la paz.
Estados Unidos terminó improvisando una inusual coalición liderada por policías keniatas pagados por Estados Unidos y Canadá, y apoyada por un conjunto heterogéneo de soldados procedentes de Centroamérica. La violencia y los desplazamientos han empeorado, y la capital, Puerto Príncipe, está cada vez más controlada por los señores de la guerra.
Individualmente, las fuerzas policiales y militares nacionales tienen un alcance limitado. Ecuador es un buen ejemplo. Sus instituciones de seguridad han dado una respuesta impresionante a las amenazas de las bandas criminales, algunas de las cuales están vinculadas a los grandes carteles mexicanos. Sin embargo, Ecuador no tendrá éxito a menos que trabaje de forma concertada con México, una perspectiva poco probable en ausencia de una plataforma de seguridad regional y por sus tensas relaciones diplomáticas desde que militares ecuatorianos asaltaron la embajada mexicana el año pasado para detener al exvicepresidente, Jorge Glass, refugiado allí tras ser condenado por corrupción por la justicia de su país.
Un camión fue incinerado en Culiacan, México, por supuestos del Cartel de Sinaloa. Foto:AFP
Crear soluciones
Afortunadamente, las fuerzas de seguridad de toda la región están empezando a reconocer que la magnitud del reto exige una estrecha cooperación transfronteriza. Brasil, por ejemplo, está reuniendo a ministros de defensa de toda la Amazonia, donde las organizaciones criminales Primeiro Comando da Capital y Comando do Norte ejercen influencia. A menor escala, Impacs –la Agencia de Implementación de la Comunidad del Caribe para el Crimen y la Seguridad– ofrece un modelo potencial para un proyecto regional.
Asimismo, en diciembre, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), más conocido por promover el desarrollo económico, lanzó una iniciativa regional para hacer frente al crimen organizado. Su Alianza para la Seguridad, la Justicia y el Desarrollo reunió a 18 países de la región y 11 organizaciones internacionales, entre ellas la Organización de Estados Americanos, el Banco Mundial y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. Por su parte, el Banco de Desarrollo de América Latina y el Caribe (más conocido como la CAF) también destina fondos a la lucha contra la delincuencia. Estos esfuerzos reflejan una comprensión cada vez mayor de que la espiral de violencia socava cualquier campaña para reducir la pobreza.
El proyecto del BID es, en cierto modo, el más prometedor. Está abierto a la participación de toda la región e implica la coordinación no solo de los líderes militares y de seguridad, sino también de otros organismos que desempeñan un papel en la lucha contra los grupos delictivos, como los funcionarios de los ministerios de Justicia y Hacienda que combaten el lavado de dinero.
En el pasado, las iniciativas de la Organización de Estados Americanos y la antigua Unasur se limitaban en gran medida a las fuerzas armadas, instituciones tradicionalmente reacias a asumir los retos de la aplicación de la ley nacional y carentes de experiencia en investigación criminal. Del mismo modo, Ameripol (la Comunidad de Policías de las Américas), con sede en Bogotá, es una plataforma útil para la cooperación policial, incluido el intercambio de inteligencia, pero su mandato es demasiado limitado para hacer frente a las amenazas modernas a la seguridad.
Policías custodian una calle de Puerto Príncipe, Haití, después de un ataque de pandillas. Foto:Johnson Sabin. EFE
Aumentar la escala
Las iniciativas anteriores son pasos prometedores, pero no suficientes. La región necesita un acuerdo formal de seguridad colectiva, así como compromisos duraderos. Incluso sin el apoyo de Estados Unidos, países con una sólida experiencia en el mantenimiento de la paz, como Brasil, Chile y Uruguay, se encuentran en una buena posición para liderar una organización de seguridad regional. Además, ocho países latinoamericanos cuentan con instituciones de formación para el mantenimiento de la paz que podrían reorientarse hacia la coordinación de la seguridad regional.
Este año, República Dominicana, profundamente afectada por la agitación de la vecina Haití, acogerá la Cumbre de las Américas, una reunión de presidentes y primeros ministros que se celebra cada tres años y que será una valiosa oportunidad para debatir una ambiciosa iniciativa de seguridad regional.
Más allá de la voluntad política, la credibilidad será un reto importante. Cualquier organización de seguridad regional tendría que garantizar estrictos protocolos internos de seguridad y ética. Tendría que incorporar una sólida formación en derechos y someter a sus funcionarios a salvaguardas como una cuidadosa investigación de antecedentes, polígrafos periódicos y un control financiero personal.
Y luego está el problema del dinero, especialmente tras una década de estancamiento económico regional y una nueva reticencia de Washington a financiar iniciativas multilaterales. Aun así, hay precedentes prometedores. A finales de 2023, por ejemplo, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas acordó pagar hasta el 75 por ciento de las operaciones internacionales de paz en África después de que la Unión Africana se comprometiera a encontrar los fondos restantes. El continente americano podría adoptar un acuerdo similar.
Sin una respuesta colectiva creíble, la región corre el riesgo de hundirse aún más en un ciclo de violencia, erosión democrática y declive económico. Con determinación y cooperación, América Latina y el Caribe pueden trazar un rumbo diferente, menos dependiente de Estados Unidos y definido por la seguridad, la justicia y la prosperidad compartida.
(*) Exsubsecretaria adjunta de Defensa para el Hemisferio Occidental en el Departamento de Defensa de Estados Unidos. (**) Exdirector para América del Sur del personal del Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos.