Edmund Silberner, un historiador de las ideas ucraniano, señaló alguna vez la paradoja del antisemitismo de
Karl Marx, un judío (y un cristiano) renegado, un escéptico cuyo pensamiento y cuya teoría de la historia, sin embargo, parecían beber de la tradición profética del pueblo de Israel. Como si esa tradición no se pudiera esconder; como si fuera una marca de fuego aun para sus mayores apóstatas.
El marxismo, de hecho, fue una especie de revelación mesiánica: el anuncio de un futuro libre y feliz, un mundo sin clases sociales ni propiedad privada; la conquista de esa ‘tierra prometida’ en la que el trabajo sería vocación y nunca esclavitud. Unos pocos profetas iluminados que descifran el destino del proletariado (el pueblo elegido), con un solo libro en sus manos, ‘El Capital’, la Biblia.
Esa vocación profética del marxismo, su ‘determinismo’ –su idea del futuro como el cumplimiento inapelable de un destino–, nacía también, por supuesto, de la manera en que Marx interpretó la filosofía de Hegel, en la que la historia evoluciona y progresa en una serie de contradicciones que se van asumiendo y devorando las unas a las otras, la ‘dialéctica’, hacia un propósito racional y objetivo: el espíritu, la libertad.
Solo que Marx, y su amigo Engels, voltearon al revés la filosofía hegeliana hasta volverla un afilado aparato revolucionario, un proyectil. Primero, al decir que hasta entonces los filósofos habían solo interpretado el mundo y que había llegado el momento de cambiarlo; y segundo, al señalar que ‘el espíritu’ (o sea todo) no era causa sino consecuencia, el reflejo de unas contradicciones mucho más profundas que estaban en lo material.
Ahí, en las condiciones concretas y objetivas y materiales y económicas del individuo, decía Marx, ahí está su explicación y la de la historia toda. Y ahí está también, en las relaciones de producción de su sociedad, el campo de batalla donde debe ocurrir la revolución, no en el derecho ni en las ideas ni en la política ni en el arte sino en la vida económica. Es eso lo que hay que transformar; ya lo demás llegará, pero primero lo primero.
No hay que olvidar, tampoco, que Marx escribe a mediados del siglo XIX y desde Alemania, Francia e Inglaterra: en el epicentro mismo de la Revolución Industrial; en pleno apogeo de ese triunfo de la burguesía con todo su esplendor y todas sus miserias, el mundo de hollín y lágrimas que narran Dickens o Víctor Hugo en sus novelas. Los ricos cada vez más ricos, para usar la frase tan trillada, y los pobres cada vez más pobres.
Era allí, según Marx, donde el desarrollo del capitalismo iba a engendrar tantas desigualdades y tantas injusticias que al final los trabajadores tendrían consciencia de su condición hasta levantarse contra el orden opresivo de la burguesía. Vendrían entonces una revolución violenta y luego la dictadura del proletariado como el paso transitorio hacia la abolición de la propiedad privada y la instauración del comunismo, sí.
Eso muy en resumen, porque el marxismo fue también, y acaso lo siga siendo, una compleja teología sin dios, una enmarañada doctrina llena de dogmas, de santos, de revisiones y herejías y trampas, como decía Oswald Spengler. Pero lo cierto es que la teoría revolucionaria de Marx, su premisa política por excelencia, no se cumplió en la Europa occidental, donde el capitalismo y sus excesos jamás desembocaron en la dictadura del proletariado.
Claro: la historia de esa Europa en esa época, la segunda mitad del siglo XIX, está llena de proyectos revolucionarios que buscaban destruir el orden establecido, darles un nuevo significado a los ideales truncos e incompletos de la Revolución sa. En Italia, en Alemania, en Inglaterra, en la propia Francia se levantaba el pueblo para exigir no solo libertad, igualdad y fraternidad sino también pan, dignidad y trabajo.
Pero todos esos proyectos, o casi todos, acabaron anegados en el fracaso y la desesperación, o en el terror y la anarquía –otra de las banderas predilectas de la época–, o en el exilio, la incomprensión y la soledad. En el mejor de los casos lo que hubo fue una transacción, como ocurrió en Italia, y la revolución fue incorporada al orden constitucional del liberalismo y la democracia burgueses.
Por eso fue tan extraño que en octubre de 1917, hace de eso cien años,
triunfara una revolución marxista en el que era acaso el país del mundo con menos ‘condiciones objetivas’ para que algo así ocurriera, la Rusia decadente e infinita de los zares, la ‘santa madre Rusia’. Una sociedad que era casi la negación sistemática de todas las premisas que Marx y Engels prescribieron para el advenimiento del comunismo.
Fue allí, sin embargo, donde una minoría de ideólogos logró servirse de las circunstancias para ‘hacer’ la revolución, para consumarla dentro de los lineamientos de lo que luego, muy pronto, se llamaría el ‘marxismo-leninismo’: la aclimatación, en Rusia, de la teoría revolucionaria de Marx, su interpretación en ese contexto que casi la negaba, y que fue posible sobre todo gracias a la inteligencia de un hombre, Vladímir Ilich Uliánov, Lenin.
Por supuesto que una revolución ocurre solo cuando ya ha ocurrido, su estallido se da solo cuando todas las estructuras de la sociedad se han ido pudriendo por dentro, resquebrajándose, descomponiéndose, muriendo todos los días. Entonces llega la revolución, o lo que llamamos así, que no es sino su último momento: la erupción del volcán que lanza afuera todas sus entrañas; el vómito de muchos años o siglos de malestar.
Esa es la revolución, incubada en la aparente quietud de la historia, como una larva. Hasta que las esclusas se cierran y el metal ya no puede más; entonces el agua se desborda y no queda piedra sobre piedra. Así fue en Rusia: siglos enteros de descontento, autocracia, hambre y pobreza; y los estragos de una guerra, la Primera Guerra Mundial, que nadie quería pelear. Todo siempre a punto de estallar, hasta que estalla.
Rusia, además, llevaba tres siglos tratando de definir su ‘espíritu’, como entonces se decía: entre su profunda naturaleza asiática y el proyecto de Pedro el Grande y sus herederos, desde finales del siglo XVII, por hacer de esa una sociedad europea y occidental. En un territorio inmenso, casi inabarcable, atravesado por realidades étnicas, lingüísticas y religiosas muy complejas.
En 1812 la estepa rusa fue el abismo en el que empezó la derrota de Napoleón Bonaparte. Pero desde ese momento también, y a lo largo de todo el siglo XIX, los vínculos entre las minorías intelectuales de San Petersburgo o de Moscú y las ideas revolucionarias de Occidente se hicieron cada vez más estrechos, en un país cuyas estructuras mentales y económicas, sin embargo, seguían ancladas al más remoto y brutal pasado medieval.
Una Edad Media que, por si fuera poco, le pertenecía a Bizancio más que a Europa, a la ortodoxia eslava de pueblos convertidos al cristianismo de manera tardía (en el siglo X) y dentro de una tradición política en la que el rey era la encarnación de dios en la Tierra y su poder, por tanto, era incuestionable. Lo increíble, o no, es que casi nada de eso había cambiado al empezar el siglo XX, cuando todo iba a cambiar. O no.
Y contra ese orden, contra esa rígida tradición combatieron los revolucionarios rusos del siglo XIX: desde los ‘decembristas’ de 1825, reclamándoles reformas liberales a Alejandro I y a Nicolás I, hasta ideólogos como Gueorgui Plejánov, Mijaíl Bakunin, Piotr Lavrov y Vera Zasúlich, precursores todos, cada uno a su manera, de la urgencia de una transformación radical de su sociedad.
La respuesta del régimen era siempre la represión: hacer concesiones y reformas, sí, apoyar el desarrollo de la industria, liberar a los esclavos, por ejemplo, pero al mismo tiempo reprimir sin piedad: dejar muy en claro que el poder del Zar (el César) era inobjetable, castigar a quienes se le oponían, mandarlos a Siberia o al paredón cuando no lograban escapar a Alemania o a Suiza para atizar desde el exilio el fuego de la revolución.
Una vez, en el lago de Ginebra, navegaban en un bote varios revolucionarios rusos: Pável Axelrod, Leo Deutsch, Vera Zasúlich y otros más. Entonces se paró Plejánov, quien también iba allí, y gritó: “¡No nos hundamos, por Dios, o se muere el marxismo en mi país!”. Pero el marxismo ruso tenía un problema mucho mayor que ese, y era el de cómo compaginar la teoría de Marx con una realidad que la contradecía casi en cada línea.
A principios del siglo XX (dice la ‘Geografía Mundial’ de Hachette, París, 1906) la población rusa era de 130 millones de personas con una tasa de analfabetismo del 73 por ciento, si no más. Campesinos en su mayoría, en un enorme país repartido entre dos continentes, donde la tierra les pertenecía solo a unos pocos. Nada que ver con la sociedad capitalista en la que, según Marx, los proletarios asumirían su ‘consciencia de clase’.
No sabemos por qué Lenin decidió llamarse así, pero sí que fue marxista desde joven
Por eso muchos revolucionarios rusos, como los llamados ‘populistas’, creían que la revolución tenían que hacerla los campesinos, un levantamiento popular que le quitara la tierra a la nobleza. A esa idea se opuso Mijaíl Plejánov, al reivindicar la ortodoxia obrera del esquema de Marx, el valor superior del proletariado para organizarse y llevar a cabo una ruptura violenta con el pasado y el orden establecido.
También Lenin, Vladímir Ilich Uliánov, creía lo mismo. Había nacido en 1870 en Simbirsk, una ciudad junto al Volga. Su padre era un maestro y devoto zarista, aunque todos sus hijos fueron revolucionarios; uno de ellos, Alexandr, fue ejecutado por intentar matar a Alejandro III. No sabemos por qué Lenin decidió llamarse así (hay por lo menos cuatro teorías) pero sí que fue marxista desde joven. De su hermano heredó ‘El Capital’.
A finales de 1895, luego de un viaje por varias ciudades europeas de las que regresa cargado de libros prohibidos y folletos revolucionarios, Lenin es arrestado y condenado a tres años de deportación en Siberia, adonde llega en 1897 luego de pasar largos meses en San Petersburgo. Allí, en 1898, se casa con Nadezhda Krúpskaya; allí también escribe uno de sus textos más importantes, ‘El desarrollo del capitalismo en Rusia’.
Y aunque su reclusión siberiana no le permite asistir al primer congreso del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, sí lo hace cuando se reúne el segundo, primero en Bruselas y después en Londres, en 1903. Es la emblemática y fundacional reunión de los marxistas rusos en la que se sientan las bases de los años por venir y en la que se traza la división histórica entre los ‘bolcheviques’ (la mayoría) y los ‘mencheviques’ (la minoría).
El leninismo, en realidad, partía de una premisa: solo los obreros podían llevar al pueblo a la revolución, solo el proletariado, como quería Marx, podía desatar esa irrupción violenta más allá del terrorismo inútil. ¿Que el capitalismo no había llegado a un momento pleno de desarrollo en Rusia? Sin duda: también por eso les correspondía a los proletarios adueñarse del Estado, de los medios de producción, de todo.
Pero para que eso fuera posible el partido tenía que constituirse en una especie de “vanguardia del proletariado”: una estructura rígida y centralizada de revolucionarios profesionales que no pensaban sino en eso. Fue ese el punto donde surgió la disputa entre los bolcheviques de Lenin y los mencheviques, quienes abogaban por una visión quizás más flexible y abierta de lo que significaba ser socialista en la Rusia del Zar.
Fue en ese congreso donde también se estableció una idea fundamental del leninismo (y del comunismo) que lo viciaría para siempre; su pecado original y el que lo llevó a la ruina. Un delegado preguntó si esa rigidez y ese autoritarismo del proyecto revolucionario, y del partido, no podían significar acaso una renuncia a las libertades civiles del individuo, a la idea misma de la persona como tal, ya que está tan de moda la expresión.
Plejánov, como tal, fue quien contestó y lo hizo impávido y resuelto: sí, dijo, así era. Si la ley suprema de la revolución así lo exigía, no había que tener ninguna consideración con esos baluartes de la burguesía y el liberalismo: ni la ley, ni la constitución, ni el parlamento, ni el individuo: nada que no se acomodara a la estrategia de la revolución marxista y su promesa de un futuro ideal debía quedar en pie, nada.
Pero para que esa revolución triunfara faltaban todavía 14 años, y mucho lodo corrió bajo el puente en la santa madre Rusia: una guerra contra el Japón, de 1904 a 1905, que el Zar perdió y por la cual tuvo que hacer toda clase de concesiones, como inaugurar un parlamento (la Duma), permitir una constitución y negociar con los trabajadores, a los que sin embargo reprimió de manera brutal, como siempre y cuando pudo.
También, en 1914, vino la
Primera Guerra Mundial, la ‘Gran Guerra’, a la que
Rusia entró para defender sus intereses en Serbia y los Balcanes. Pero la decadencia del régimen era total, devorado por el costo de un ejército que ya no aguantaba más, por el hambre, por la burocracia, por la indolencia, incluso por el poder de truculentos personajes como Rasputín que enfurecían al pueblo, desahuciado. Todo era Gogol.
Un año antes, en 1913, Lenin le había escrito a Máximo Gorki una carta en la que le decía: “Una guerra entre Austria y Rusia sería muy útil para la revolución”. Su idea era convencer a los pueblos de que esa guerra solo beneficiaba a los dueños del poder, a la burguesía, al pasado. Mientras, los trabajadores iban como carne de cañón a pelear en el frente. ¡No! Había que liberarse, el proletariado era una hermandad.
Una revolución que se volvió el espejo y la ilusión y el estímulo de los trabajadores del mundo
Y fue esa guerra la que acabó también con el zarismo: fue ella, su desastre, la que hizo posible la revolución. Primero la de febrero de 1917, una revolución liberal y democrática y endeble que ya no podía salvar a nadie, un flotador roto; y luego la de octubre (o en noviembre, según el calendario) de los sóviets: la revolución de los bolcheviques, la vanguardia del proletariado que habría sorprendido al mismísimo Marx.
Una revolución que se volvió el espejo y la ilusión y el estímulo de los trabajadores del mundo, en ese momento, y que tuvo que cumplir sus promesas, o tratar de hacerlo, mientras libraba una guerra civil, y luego una guerra mundial, y luego una guerra fría. Pero también una revolución signada por el fanatismo y la censura, pervertida en sus propósitos por sus brutales métodos. Una contrarrevolución, ya en el poder, una dictadura.
Sobre todo desde que llegó Stalin al mando, sí, pero aun desde antes. La maldición de Plejánov de 1903: la revolución lo justifica todo, incluso el infierno. En nombre de un futuro feliz que nunca llegó ni llegará, solo los burócratas, y los parásitos del sistema, y los delatores, y los beneficiarios de una prolongación vergonzosa del zarismo. La utopía y su belleza convertidas en un alambre de púas.
También grandes conquistas, nadie lo niega, pero a qué precio. Lo dijo Harold Laski, un socialista ejemplar, en 1943: “La revolución debía hacerse contra lo injustificable, no para justificarlo”.
Lo que va del siglo XXI ha sido una sucesión agotadora de conmemoraciones y centenarios del siglo XX, desde el hundimiento del Titanic hasta la Primera Guerra Mundial. Quizás porque ningún tiempo es pasado, para eso nos sirve recordar.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
Para EL TIEMPO
@Aulogelio
Cronología de la Revolución Rusa
23-26 febrero 1917
Revuelta del pan y huelgas lideradas por las mujeres en Petrogrado (San Petersburgo). Las tropas fraternizan con los manifestantes, pero luego los reprimen con crueldad.
2 de marzo
Abdicación del zar tras el nombramiento de un gobierno provisional al que los sóviets se oponen.
4 de abril
Lenin regresa del exilio y pide “todo el poder a los sóviets”.
16-18 de julio
Intento de toma de poder y arresto de los bolcheviques. Lenin huye a Finlandia y regresa de incógnito a Petrogrado el 10 de octubre.
25-30 de agosto
Intento de golpe de Estado militar frustrado por los bolcheviques.
25-26 de octubre
Los insurgentes bolcheviques se toman el poder y emiten decretos sobre la paz y la tierra.
Diciembre 1917
Fundación de la Checa, la policía política que persigue a los contrarrevolucionarios.
Enero de 1918
Trotski crea el Ejército Rojo y es el caudillo de la guerra civil (1918-1922) contra los rusos blancos: diez millones de muertos.
3 de marzo 1918
El tratado Brest-Litovsk pone fin a la Primera Guerra Mundial. Rusia pierde los países bálticos, Polonia, Bielorrusia y Ucrania. Moscú se convierte en la capital de la Unión Soviética.
* Hasta enero de 1918, las fechas corresponden al calendario juliano, que en esa época se utilizaba en Rusia y que tiene un desfase de 13 días respecto del nuestro (gregoriano).
Fuente: AFP
Personajes clave
Vladímir Lenin (1870-1924)
Líder del sector bolchevique del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, fue el principal dirigente de la Revolución. Diseñó la arquitectura de la Unión Soviética (URSS) y en 1922 se convirtió en su primer mandatario. Sus ideas, sumadas a las de Marx por sus sucesores, originaron el marxismo- leninismo, que inspiró a grupos guerrilleros de todo el mundo.
Nicolás II (1868-1918)
El zar Nicolás II fue el último emperador ruso (1894-1917). Su decisión de participar en la Primera Guerra Mundial provocó una crisis económica y una gran escasez de alimentos, situación aprovechada por los bolcheviques. Fue obligado a abdicar en marzo de 1917 y, en junio de 1918, fue fusilado junto con su familia en medio de la guerra civil que siguió a la Revolución Rusa.
León Trotski (1879-1940)
Nacido en Ucrania, fue uno de los líderes de la Revolución. Cuando esta triunfó, fue ministro de Asuntos Exteriores y de Guerra (1917-1924). Negoció la retirada de Rusia de la Primera Guerra Mundial y creó el Ejército Rojo. Tras la muerte de Lenin, fue derrotado por Stalin, que lo sacó del Gobierno. Fue asesinado en México por un agente soviético.
Josef Stalin (1879-1953)
Estuvo entre los revolucionarios. Fue el secretario general del Comité Central del Partido Comunista de la URSS desde 1922 y el líder único del país hasta 1953. Gobernó en la II Guerra y al inicio de la Guerra Fría. “En el cuarto de siglo que precedió a su muerte, ejerció quizá mayor poder político que cualquiera otro en la historia”, dice sobre él la Enciclopedia Británica.