Cada día del año pasado, en promedio, fueron capturadas por la Policía al menos 12 personas que ya habían sido condenadas o detenidas previamente por otra conducta criminal. Fueron 4.470 eventos de reincidencia: 1.289 más que en 2020 y 585 más que en el 2019.
Son casos que no solo agravan la ya compleja situación de inseguridad en las ciudades, sino que reflejan un doble fracaso en nuestra política criminal.
Por un lado, está la más que evidente inoperancia de las estrategias de resocialización del sistema penal y carcelario. Según las estadísticas del Inpec, de los 72.808 condenados que hay en las cárceles, 16.333 son reincidentes. El robo en todas las modalidades, el narcotráfico, el concierto para delinquir, el porte ilegal de armas y el homicidio son los delitos con más alta reincidencia en la población carcelaria del país.
Pero el fenómeno tiene otra cara, que se manifiesta en esos delincuentes profesionales que a pesar de ser capturados una y otra vez nunca terminan detrás de las rejas o no tardan en salir debido a las ineficiencias de nuestra justicia, y que siguen poniendo en riesgo la vida e integridad de los colombianos.
La reincidencia criminal –‘recurrencia’, en la terminología oficial– representa uno de los mayores retos para un Estado que, además, es poco eficiente para identificar, procesar y sancionar a los que delinquen una primera vez.
Y esa sensación de impunidad generalizada y/o de ineficiente aplicación de justicia (las raras veces en que se logra) le sigue pasando una onerosa factura a la tranquilidad de todos los colombianos.
De los reincidentes capturados en los últimos tres años, la mayoría tenía antecedentes por hurto a personas, comercio y residencias. En al menos 1.792 casos el antecedente criminal era por lesiones personales; y en 1.175, por violencia intrafamiliar.
De acuerdo con los datos de la Policía, en el 85 por ciento de esos casos los reincidentes eran colombianos. Pero es cada vez mayor el número de extranjeros –hay que decirlo: el 99 % de ellos, de origen venezolano– que están aprovechando esos boquetes en nuestro sistema de justicia.
Y una perla más: los jueces del país enviaron a prisión domiciliaria en los últimos años a cerca de 3.000 delincuentes a pesar de que tenían antecedentes por otros delitos.
Ahora que a la Corte Constitucional empiezan a llegar las demandas contra la Ley de Seguridad Ciudadana aprobada el año pasado por el Congreso, que entre sus varios capítulos incluyó uno específico para tratar de atajar la reincidencia criminal, es urgente que los magistrados y, en general, todos los operadores de justicia consideren el impacto que tienen sus decisiones sobre la seguridad de los colombianos de a pie, esos que no tienen la suerte de moverse en carros blindados y con escoltas pagados por el erario.
Y no se trata, ni mucho menos, de desconocer el debido proceso de las personas capturadas o de hacernos los de la vista gorda ante los errores o flagrantes violaciones de derechos en las capturas, que los sigue habiendo.
No. Pero lo que no puede seguir ocurriendo es esa desconexión entre nuestra justicia con las necesidades y las críticas coyunturas que enfrenta la nación; esa desconexión que ha cimentado por décadas la nada errada percepción de que nuestras leyes y jurisprudencia parecen más pensadas y adecuadas para Dinamarca que para Cundinamarca.
El país necesita herramientas legales para combatir la reincidencia criminal. Y, sobre todo, necesita del concurso de todas sus instituciones para enfrentar armónicamente las amenazas que, como el homicidio y la desbordada delincuencia común, ponen en riesgo cada día a todos los colombianos.
JHON TORRES
Editor de EL TIEMPO