Diecisiete años y casi seis meses han esperado pacientemente los habitantes de Bojayá, un pequeño pueblo de pescadores ubicado sobre la margen izquierda, aguas abajo, del río Atrato, para ver cerca la posibilidad de hacer el duelo por sus muertos.
Ellos comenzaron su cruzada días después de la explosión de uno de los cuatro cilindros bomba lanzados por un frente de la extinta guerrilla de las Farc contra Bellavista, el centro poblado de este municipio del Medio Atrato chocoano, lo que ocasionó una de las más atroces masacres registradas en la historia de Colombia.
Pero solo en 2016 fueron escuchados y se dispuso un plan para exhumar los cuerpos con fines de identificación. Ahora, tras un complejo proceso, expertos forenses del Instituto de Medicina Legal lograron concluir la identificación de 72 de las víctimas fatales que dejó esa masacre. En su momento se habló de 119 muertos, y hoy los bojayaseños dicen que fueron cerca de un centenar.
A través de muestras de ADN de las víctimas y familiares fueron identificados 72 cuerpos –60 cuerpos con nombres y apellidos y otros 12 en los cuales solo se logró la identificación genética y del grupo familiar–. A esto se suman siete casos en los cuales, por el deterioro de los restos, no se obtuvo perfil genético; otro con perfil genético pero sin identificar, y un caso de estructuras óseas aisladas.
Claudia Adriana García Fino, directora de Medicina Legal, le dijo a EL TIEMPO que los restos serán trasladados desde la sede de Itagüí, en Antioquia –donde por dos años y medio, un equipo de 29 médicos forenses, antropólogos y genetistas, odontólogos y expertos en balística y en rayos X estuvieron concentrados en la labor de identificación– hasta Bellavista Nuevo, como se llama el pueblo adonde fue trasladado el caserío luego de la matanza.
Esta población, habitada principalmente por afros e indígenas, se encuentra sobre el río Atrato, a cuatro horas en lancha rápida desde Quibdó, la capital de Chocó. Hasta allí también se puede llegar, desde el año pasado, en avionetas que salen del aeropuerto Olaya Herrera, en Medellín, siempre y cuando completen el cupo de cuatro pasajeros.
La entrega oficial de los restos de las víctimas a los familiares se realizará el 17 de noviembre próximo. Y al día siguiente, en una ceremonia, será el sepelio colectivo. Con este acto humanitario, Heiler Martínez y Leyner Palacio –dos de los bojayaseños que más perdieron familiares en la masacre– esperan, después de casi dos décadas, por fin sanar sus heridas y despedirse de sus seres queridos.
Martínez es el único sobreviviente de su familia. En esos hechos perdió a su esposa, que estaba embarazada de dos gemelos; sus otras cinco hijas, un hermano, suegros, sobrinos, primos y amigos. Y Palacio, quien es líder de las víctimas, vio morir a 28 familiares, entre tíos, primos y sobrinos.
Les lanzaron 4 cilindros bomba
El 2 de mayo de 2002, en medio de feroces enfrentamientos entre paramilitares y la guerrilla de las Farc, los habitantes de esa población chocoana –para ese momento conformada por palafitos– salieron huyendo de las ráfagas de fusil y explosiones de granadas y cilindros bomba y decidieron refugiarse en la iglesia San Pablo Apóstol de Bellavista.
Pero eso no los blindó. El caserío había sido tomado por un comando del bloque Élmer Cárdenas de las Auc, que lo utilizaba como escudo. En medio del ataque guerrillero, el templo religioso, la única construcción que se había levantado en ladrillo y cemento, fue blanco de uno de los cuatro cilindros bomba que lanzaron desde el otro lado del caño Lindo de los frentes 5, 34 y 57 del bloque José María Córdoba de las Farc.
El primer artefacto voló en mil pedazos una vivienda a 50 metros de la iglesia, el segundo cayó en el centro de salud y por fortuna no explotó, pero el tercero traspasó el techo de la iglesia e impactó en el altar, con las consecuencias que hoy continúa lamentando el país. El cuarto cilindro cayó cerca de la casa de las hermanas Agustinas Misioneras, donde también se habían refugiado habitantes, y tampoco explotó.

En ese hecho fallecieron 79 personas en momentos en que, en medio del llanto de muchas de ellas, elevaban plegarias por sus vidas. Entre las víctimas había niños recién nacidos o en gestación, mujeres embarazadas, ancianos, estudiantes, pescadores, coteros y campesinos. Y otros más quedaron heridos.
A estas muertes se sumaron otras de personas que residían en el caserío de Napipí, a unas dos horas de Bellavista, y Vigía del Fuerte, municipio ubicado en límites de Antioquia con Chocó, y que cayeron a manos de los paramilitares.
Y, aunque en el pueblo hablan de un total de 119 muertos, el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) documentó el fallecimiento de 91 personas: 79 en la parroquia de Bellavista, 7 en Napipí y 5 en Vigía del Fuerte, en medio de los enfrentamientos de las Auc y las Farc entre el 20 de abril y el 7 de mayo de 2002. Sin embargo, las necropsias practicadas en su momento ascendieron a 88, de las cuales el 42 por ciento de los cuerpos correspondían a menores de edad.
Esos hechos de violencia se dieron, según el CNMH, no obstante las alertas de la Defensoría del Pueblo, la Procuraduría y la Oficina en Colombia del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos sobre el riesgo que corrían las comunidades del Medio Atrato por la confrontación entre la guerrilla de las Farc y los paramilitares.

Precisamente, en esa zona que bañan los ríos Atrato y Bojayá, pocos días después de la matanza, varios sobrevivientes recogieron los cadáveres y los inhumaron en una fosa común; después, según cuentan los propios bojayaseños, fueron trasladados al cementerio de Bellavista Nuevo.
Pero ninguno de los familiares recibió los restos, ni pudo hacer el duelo por sus muertos ni los rituales funerarios que acostumbran estas comunidades del Pacífico colombiano.
La espera de la identificación
Durante cerca de 14 años estuvieron en ese lugar los restos de las víctimas de la masacre de Bojayá, que fue un punto de inflexión en la mirada hacia esta guerrilla que había salido desacreditada tras los frustrados diálogos de paz en el Caguán, en Caquetá, y por los secuestros y acciones terroristas, como las realizadas contra Bellavista, Vigía del Fuerte y otras poblaciones en el territorio nacional.
Solo a partir de 2016 –después de que en la mesa de diálogos de paz en La Habana el caso de Bojayá fue considerado prioritario en la búsqueda de personas desaparecidas y para generar confianza entre las familias de las víctimas– fue posible el inicio del proceso humanitario de recuperación e identificación de las víctimas de la matanza.
“Junto con la Fiscalía y la Comisión de Búsqueda de Personas Desaparecidas, el instituto inició la coordinación del tema de Bojayá. Se diseñó un nuevo modelo para la recuperación e identificación de las personas desaparecidas, en el cual a los familiares se les respetan sus creencias, su cultura y su idiosincrasia”, explica Carlos Eduardo Valdés, quien en ese momento era director de Medicina Legal y llevó a La Habana la intención de las familias de las víctimas de la masacre de recuperar a sus seres queridos.

La exhumación de los cuerpos se concretó finalmente en mayo del 2017. En ese procedimiento fueron recuperadas 78 bolsas con restos humanos, muchos de ellos mezclados. En aquel momento, 15 años después de la masacre, comenzó realmente la tarea de identificar los cuerpos.
Pero dicho proceso no fue nada fácil. Según García Fino, que tuvo a cargo el diseño del mecanismo de recuperación e identificación de los restos, la acidez del suelo chocoano, el alto nivel freático, la inhumación en un lugar que anegaban los ríos Bojayá y Atrato y el clima húmedo de esa zona del Pacífico colombiano hacen que las estructuras de los cuerpos se deterioren más rápido.
Esto explica por qué algunos restos, como los de los neonatos, se degradaron a tal punto que, por ahora, no será posible la identificación. En esa condición están siete casos de restos cuyo perfil genético todavía no se ha determinado y que tienen familiares a la espera de que en algún momento sean identificados para poderlos despedir.
Pero en el pueblo también aseguran que hay personas que fallecieron en hechos relacionados con los combates entre guerrilla y paramilitares y cuyos cuerpos nunca fueron encontrados. Algunos de ellos terminaron arrastrados por las caudalosas aguas del Atrato, que para ese momento había anegado buena parte de la región.
Y, aunque el 17 de noviembre próximo las autoridades esperan, con la entrega de los cuerpos de las víctimas de la peor masacre sufrida en el país, cerrar un capítulo doloroso del conflicto armado, para Bojayá la historia de violencia aún no ha terminado. Ya no es a causa de los combates entre las Farc y comandos de las Auc, sino por la guerra que vienen librando el Eln y el ‘clan del Golfo’.
Esta situación llevó a que, el 18 de octubre pasado, la Defensoría del Pueblo emitiera una nueva alerta temprana, la segunda en este año, sobre la grave situación de confinamiento que viven las comunidades indígenas y afros de Bojayá por la confrontación entre estos grupos ilegales y la siembra de minas antipersonales por el dominio del territorio.