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Análisis
La urgencia de una política integral contra el narcotráfico
En este análisis se explica por qué la erradicación y el control son insuficientes frente a una crisis social que exige una solución que combine justicia, salud y desarrollo.
Las acciones del Estado están desarticuladas y repartidas entre múltiples agencias que no tienen la capacidad para ejecutar políticas efectivas. Foto: Policía Metropolitana
Los principales componentes de la política de drogas del gobierno de Gustavo Petro son la erradicación forzosa de cultivos, la lucha contra las organizaciones criminales dedicadas al tráfico de drogas, la interdicción de cargamentos de cocaína y las misiones territoriales (anteriormente conocidas como desarrollo alternativo). Estas últimas, desfinanciadas y desarticuladas, lo que limita su efectividad.
Cabe señalar que esta istración no prioriza la problemática del consumo interno ni las opciones terapéuticas para los adictos en su política de drogas. No obstante, Gustavo Petro reconoce que la descomposición social proviene del narcotráfico y los cultivos ilícitos que han afectado a comunidades campesinas, negras e indígenas durante los últimos 40 años.
El control de cultivos fue eficiente durante la istración de Álvaro Uribe, quien impuso una importante política de erradicación (recibió 180.000 hectáreas y entregó menos de 90.000). Tan pronto se frenó la anterior medida, el número de hectáreas aumentó significativamente e incluso se aceleró durante los Acuerdos de Paz en la presidencia de Juan Manuel Santos.
Bajo esta istración, los trabajos de erradicación manual se han paralizado. Mientras que en 2010 se detectaron 90.000 hectáreas cultivadas, para 2018 ya se registraban 208.000. Hoy en día, según algunos informes, los cultivos superan las 280.000 hectáreas.
Los Acuerdos de Paz introdujeron el concepto de cultivos de “uso ilícito” y asumieron que los daños causados por la aspersión aérea de glifosato tenían un impacto negativo mayor para la salud, que el uso descontrolado de insumos como insecticidas y herbicidas.
En las últimas décadas, el Estado no ha realizado estudios epidemiológicos sobre el impacto del uso de agroquímicos (como insecticidas) en la salud del campo colombiano, y mucho menos en las personas que trabajan con cultivos de “uso ilícito”. Ante esta falta de información, es imposible determinar qué es peor: la erradicación mediante aspersión o el uso descontrolado de agroquímicos.
En las dos primeras décadas del siglo XXI, la lucha contra el narcotráfico careció de una política coherente. Las leyes se centraron principalmente en controlar los cultivos, mientras que las cortes limitaban la aspersión aérea sin considerar los efectos del uso de insecticidas y herbicidas o el vertido de sustancias tóxicas en cuerpos de agua. La gestión estatal fue guiada por intereses políticos y una justicia sin fundamentos técnicos.
No se consideró el daño ambiental ni el impacto en la salud de quienes cultivan. Hasta hoy, el Ministerio de Salud no ha realizado un estudio sistemático sobre la salud de los cultivadores, crucial para entender el efecto de las economías ilícitas.
El Estado ha quedado con las manos atadas. Las cortes prohibieron la erradicación aérea y limitaron el control de cultivos a la erradicación manual. Como respuesta, los grupos que controlan los cultivos han instrumentalizado a las comunidades para que “retengan” a los grupos de erradicadores. Este fenómeno ha generado muchos enfrentamientos entre las comunidades y el Estado.
En Honduras, Guatemala y Venezuela, que no habían sido tradicionalmente países productores, han surgido cultivos de coca recientemente. Foto:Getty Images
A segundo plano
La istración actual no ha tenido una política antinarcóticos coherente que vaya de la mano con la institucionalidad. Hoy, gracias al déficit fiscal y escándalos de corrupción, cualquier política contra las drogas ha pasado a un segundo plano. Al parecer, todo indica que la relación entre descomposición social y drogas no se ha evaluado. El costo social de la adicción es la delincuencia que destruye las familias, las organizaciones comunitarias y los partidos políticos, tanto a nivel local como nacional.
Las acciones del Estado están desarticuladas y repartidas entre múltiples agencias que no tienen la capacidad para ejecutar políticas efectivas. El análisis del problema de las drogas se reduce a nichos que fragmentan la política. En los años 80 y 90, la Dirección Nacional de Estupefacientes (DNE), que istraba la política antidrogas, desarrolló un equipo técnico y presentaba informes anuales sobre logros y retos. Actualmente, eso ya no ocurre.
Mientras tanto, algunos piensan que el mercado hará que los campesinos dejen de cultivar coca o que es posible que surjan drogas que la sustituyan y sean más lucrativas. Pero una política pasiva es autodestructiva: no ayuda a la sociedad y el problema nunca se resolverá solo.
Un problema adicional de las políticas actuales es que no definen responsabilidades en la lucha contra las organizaciones criminales, tanto nacionales como internacionales.
No hay directrices claras
Para el Gobierno, la interdicción de cargamentos se ha convertido en una medida de éxito en la lucha contra el narcotráfico. Se reporta el volumen de droga incautada, pero su pureza es un aspecto más relevante
Las políticas carecen de directrices claras que precisen y definan las acciones y responsabilidades en la lucha contra las organizaciones criminales, tanto nacionales como internacionales.
Estas políticas se centran en la interdicción de drogas, pero pasan por alto dos puntos críticos: los decomisos deben medirse no solo por la cantidad de droga incautada, sino también por su pureza; y, los acuerdos entre narcotraficantes y autoridades en el extranjero para la entrega de bienes no representan un ingreso para las fuerzas del orden en Colombia. Los bienes entregados y las penas negociadas solo aseguran que los delincuentes regresen a Colombia para disfrutar de lo que ocultaron.
La reciente captura de la cúpula del ‘Tren de Aragua’ demuestra que el país cuenta con infraestructura humana y técnica para actuar contra las organizaciones criminales. No obstante, las políticas de la istración Petro dificultan el aprovechamiento de todo su potencial. Por ejemplo, la ‘paz total’ limita a los organismos de seguridad al acusarlos de minar dicha política, específicamente al capturar a “alzados en armas” o narcotraficantes quienes afirman ser parte de organizaciones con carácter político.
Para el Gobierno, la interdicción de cargamentos se ha convertido en una medida de éxito en la lucha contra el narcotráfico. Se reporta el volumen de droga incautada, pero su pureza es un aspecto más relevante. Otro parámetro utilizado es el número de dosis decomisadas. ¿Qué se considera una dosis de cocaína: un cuarto, medio o un gramo? ¿Su pureza es del 30 %, 40 % o más? Además, ¿alguien habla de las dosis para el mercado de Hollywood, los guetos de Washington, Chicago y Nueva York? ¿Alguien se preocupa por la demanda en barrios populares de Bogotá, Lima, Santiago, Buenos Aires y São Paulo?
Lo que sí sabemos es que la criminalidad en torno al comercio de drogas ilícitas ha cambiado. Mientras que la cocaína es fácil de comercializar, ya que su concentración puede manipularse, los derivados de los opioides no permiten esa manipulación sin pérdidas significativas. Además, su mercado ha sido impactado por la disponibilidad de drogas sintéticas. Finalmente, la marihuana ha ganado mayor aceptación social y su legalización avanza en muchos países.
Cualquier política debe reconocer la transformación de los mercados y la evolución de las organizaciones que los controlan. Mientras las organizaciones criminales se adaptan rápidamente a los cambios, el Estado y sus políticas se resisten a hacerlo. Todo parece indicar que, para la istración Petro, la interdicción y el uso de las fuerzas del orden (Policía, Fiscalía, Ejército y otras) no son componentes prioritarios en el cumplimiento de la ley.
Desafíos estructurales
Una política eficaz contra el narcotráfico en Colombia requiere mucho más que una visión humanista como la propuesta por la istración Petro.
El problema de los cultivos ilícitos no es solo una cuestión de desarrollo rural integrado, ni de pobreza rural. Debe enfrentarse introduciendo la legitimidad del Estado, que no debe confundirse con el control territorial por parte de la Policía o el Ejército. La legitimidad se gana con una visión integral de desarrollo rural, en la que justicia, salud y educación sean componentes claves de la construcción de sociedad, más allá de términos como “misiones territoriales”.
Las dificultades para enfrentar el consumo de drogas no deben analizarse únicamente desde una perspectiva humanista. La adicción tiene costos para la sociedad: atención médica, criminalidad asociada al consumo, pérdida de productividad, bajos rendimientos y deserción escolar. Cualquier política debe proponer acciones concretas para abordar estos problemas.
El control del crimen organizado requiere una coordinación efectiva con nuestros aliados más relevantes, como Estados Unidos y Europa, así como con organizaciones internacionales creadas para este fin (Interpol, Ameripol, Europol y el Gafi, que monitorea el lavado de activos y el terrorismo, entre otras).
Por último, una política antinarcóticos integral necesita una entidad que la coordine y dirija. En Colombia, existen más de 30 organizaciones gubernamentales encargadas de ejecutar acciones relacionadas con el cultivo, procesamiento, comercialización y “exportación” de coca, opio y marihuana. Actualmente, estas se coordinan desde una subdirección de un viceministerio, cuya capacidad de convocatoria es, en el mejor de los casos, limitada.
SERGIO URIBE (*)
RAZÓN PÚBLICA (**)
(*) Licenciado en Ciencia Política de la Universidad de los Andes, máster en Economía y Política Internacional de Johns Hopkins University, profesor de la Universidad del Rosario y consultor internacional.
(**) Es un centro de pensamiento sin ánimo de lucro que pretende que los mejores analistas tengan más incidencia en la toma de decisiones en Colombia.