Hace apenas cinco semanas todo parecía estar en orden, con miras a la asamblea anual conjunta del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional (FMI) a la cual asisten miles de representantes de 190 países desde el martes pasado. Por primera vez en 50 años la cita se programó en territorio de África, siendo la antigua ciudad imperial de Marraquech el sitio escogido para enviar el mensaje de que las cosas habían vuelto a la normalidad para la economía global tras la época oscura de la pandemia.
Pero no fue así. Para comenzar, el 8 de septiembre un fuerte terremoto cuyo epicentro se ubicó a escasos 75 kilómetros de la urbe dejó un saldo de muerte y destrucción que, además de poner en entredicho la celebración del evento, confirmó que los desastres naturales son una constante en el planeta.
Después de escuchar al gobierno de Marruecos, la decisión de los directivos de ambas entidades multilaterales fue seguir adelante. Pero cualquier ilusión de poder emitir un parte de calma quedó sepultada no solo por el sismo, sino por las fuertes turbulencias que afectaron en los días siguientes los mercados de deuda.
Y justo cuando los primeros delegados empezaban a llegar al aeropuerto de Menara, que sirve a la población marroquí, sucedió el sorpresivo ataque de la organización terrorista Hamas contra Israel. Debido al deterioro del clima de seguridad en el Medio Oriente y las posibles ramificaciones de una guerra que apenas comienza, vuelven a surgir dudas sobre un crecimiento que ya venía “cojeando”.
Semejante figura puede sonar poco técnica, pero fue utilizada por Pierre-Olivier Gourinchas, consejero y director de investigaciones del FMI, para describir la situación. Si bien es cierto que el escenario de una recesión generalizada que ensombreció los pronósticos hechos hace un año no se concretó, tampoco hay mucho para celebrar.
Esto es lo que hay
En primer lugar, porque la economía mundial apunta a expandirse por debajo de su promedio histórico tanto en este como en los años por venir. Para 2023 la apuesta es de 3 por ciento -medio punto porcentual menos que en las pasadas siete décadas- y en lo que atañe a 2024 el cálculo se reduce a 2,9 por ciento.
No hay duda de que aquel que quiera ver el vaso medio lleno dirá que el balance es, en todo caso, más que aceptable, a juzgar por la magnitud de los golpes recibidos: el covid-19, la invasión de Rusia a Ucrania, el regreso de la inflación y el aumento en las tasas de interés, entre otros. Bajo ese punto de vista, resulta válido decir que ha existido mucha resiliencia, definida como la capacidad de adaptación a situaciones adversas.
De hecho, no pocos medios de prensa subrayaron que el anhelado “aterrizaje suave”, que consiste en poner el ritmo de los precios en cintura, sin que haya contracciones o suba el desempleo, parece algo factible. Teniendo en cuenta la magnitud de los impactos registrados, incluso se podría decir que la humanidad se puede dar por bien servida.
Aún así, hay que tener en cuenta la otra cara de la moneda y aceptar que el desempeño observado está lejos del ideal. Por ejemplo, el Producto Interno Bruto global ahora es un tres por ciento inferior al que mostraba la tendencia antes de la llegada del coronavirus. En materia de desarrollo social, el año pasado el número de personas en condición de pobreza extrema fue superior en 95 millones al de 2019.
Lo anterior, aparte de poner en evidencia que las naciones más ricas y prósperas cuentan con más herramientas para responder a las emergencias -como lo demostró la desigual distribución de las vacunas- también se nota en una ampliación de las brechas. Hace 15 años el pronóstico era que a los países en desarrollo les tomaría ocho décadas recortar a la mitad la diferencia en el ingreso promedio frente al mundo industrializado. Ahora ese lapso sería de 130 años.
De ahí que Kristalina Georgieva, quien encabeza el Fondo Monetario, haya hablado en su discurso del viernes de que existe una “peligrosa divergencia” entre regiones. Y a esa constatación se le agregan los dolores de cabeza que trae el cambio climático y los problemas de gobernabilidad que aquejan a distintos regímenes en los cinco continentes.
Una muestra de cómo han cambiado las cosas es la geopolítica. Hace cinco años, el reporte principal de la institución sobre las perspectivas globales mencionó la palabra “fragmentación” una vez; en el texto que se dio a conocer el martes, el mismo término se utiliza en más de 170 oportunidades.
Tanto la existencia de dos bloques antagónicos liderados por Washington y Pekín, como el surgimiento de otros centros de poder que ponen de presente un escenario multipolar, complican el panorama. Lo anterior se expresa en una globalización limitada por los intereses de los poderosos, en la que se vuelve prioritaria la seguridad energética y alimentaria, el mayor gasto militar y la lucha por la supremacía tecnológica.
Peligros al acecho
Todo lo anterior es una indicación de que no se puede bajar la guardia. Dentro de los riesgos visibles, al FMI identifica los tropiezos que ha sufrido China, que durante tanto tiempo fue el motor más vigoroso de la economía mundial. El derrumbe del mercado de finca raíz en el gigante asiático y la quiebra de numerosas entidades constructoras es una verdadera jaqueca, cuyo remedio está pendiente.
Por otro lado, la volatilidad en las cotizaciones de las principales materias primas es un factor adicional de preocupación. Para citar un caso, entre junio y comienzos de este mes el petróleo llegó a subir 25 por ciento, a lo cual le siguió un retroceso de más del 10 por ciento, que se revirtió en parte después de lo ocurrido en Israel.
Precisamente, el curso de los acontecimientos en Gaza puede acabar siendo determinante en los meses que vienen. Un escalamiento del conflicto que llegue a amenazar el suministro de hidrocarburos de alguno de los grandes exportadores de la zona tiene una probabilidad más elevada ahora, sin hablar de escenarios más apocalípticos.
De ser así, el éxito que se ha obtenido en la lucha contra la inflación podría ser efímero. Si el ritmo de los precios vuelve a subir, los bancos centrales tendrían que mantener elevadas las tasas de interés por más tiempo, lo cual golpearía no solo la dinámica del crecimiento sino mercados específicos como el inmobiliario.
Más grave todavía es la sostenibilidad de una deuda mucho más costosa, cuyo nivel está por encima del alcanzado antes de la crisis financiera internacional de 2008.
Para la gran mayoría de los países, que se vieron obligados a contratar nuevas acreencias con el fin de hacerle frente a la pandemia, el margen de maniobra es muy reducido pues el servicio de los créditos se lleva una mayor tajada de los respectivos presupuestos. Incluso los especialistas afirman que varias economías podrían entrar en cesación de pagos.
Peligros como los descritos hacen imperativo que las instituciones que nacieron en la pequeña población estadounidense de Bretton Woods en las postrimerías de la Segunda Guerra logren tener más músculo para movilizar recursos.
Lamentablemente, en un planeta en el cual los antagonismos se encuentran a la orden del día no será nada fácil que las potencias se pongan de acuerdo con el propósito de darle un impulso a la cooperación y las soluciones multilaterales.
Y eso sin mencionar eventos probables como el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca, con todo lo que ello implicaría. Ante los nubarrones que aparecen en el horizonte no faltan aquellos profetas del desastre que lanzan advertencias sobre lo que puede venir, a pesar de que para las acciones que se transan en las principales bolsas de valores este año ha sido muy positivo.
Ojos bien abiertos
El mantenerse alerta y poder contar con capacidad de reacción ante eventuales sobresaltos es un consejo que debería escucharse con especial atención en América Latina, cuyo dinamismo tiende a ser menor. Después de alcanzar un crecimiento superior al 4 por ciento en 2022, la proyección para el presente ejercicio es de 2,3 por ciento, al igual que la de 2024.
Dicho pronóstico es a todas luces insuficiente para una región en la cual la pobreza afecta a cerca del 30 por ciento de la población y cuya distribución de la riqueza es una de las peores del mundo. A pesar de contar con inmensos recursos naturales y una población todavía joven, los países del área parecen atrapados en aquello que los expertos describen como la trampa del ingreso medio: una especie de limbo del cual es muy difícil salir.
Las recetas a la hora de dejar atrás el marasmo abundan y se enfocan en reformas destinadas a aumentar la productividad, impulsar la integración y pasar de exportar bienes primarios a artículos con más valor agregado. Además, no se pueden ignorar las oportunidades.
Como afirma Rodrigo Valdés, Director del Departamento del Hemisferio Occidental del FMI, “la transición energética presenta una oportunidad para los países de la región con abundantes recursos minerales, pero se precisarán marcos adecuados de inversión para atraer el capital necesario”. Pero, así como las fórmulas suenan relativamente fáciles de adoptar, conseguir los consensos políticos necesarios para cambiar el statu quo es poco menos que imposible.
Debido a esas circunstancias los vaivenes en materia de preferencias por ideologías apuntan a ser más la constante que la excepción. Puesto de otra manera, la ola rosa que llevó a que la izquierda asumiera el poder en la mayoría de las capitales de esta parte del mundo da la impresión de ser efímera porque en la mayoría de los casos no podrá responder a las expectativas de la ciudadanía, con lo cual el péndulo se iría para el otro lado mientras la polarización persiste.
Lamentablemente lo que también apunta a continuar es el uso de recetas populistas desde cualquier lado del espectro. Mientras no se supere el vicio de inclinarse por las soluciones fáciles que a la larga no resuelven los males sino los empeoran, en lugar de hacer las cirugías requeridas, será prácticamente imposible para América Latina volver a tasas de crecimiento aceptables.
Siempre existe la esperanza de que algunos países sirvan de ejemplo a los más díscolos. Brasil con Lula da Silva muestra no poco pragmatismo para resolver sus problemas, mientras que en Chile se intenta construir algunos consensos.
Pero más allá de las excepciones individuales resulta indispensable tener en cuenta que el entorno global muestra un amplio abanico de desafíos, junto con una menor tolerancia a los errores que se cometan en materia económica. Colombia, cuyo crecimiento de este y el próximo año estará, de acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, por debajo del promedio Latinoamericano y cuya inflación supera con creces la de sus pares, está obligada a evitar las equivocaciones si no quiere que los mercados le pasen una costosa factura.
RICARDO ÁVILA PINTO
Especial para EL TIEMPO
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