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En búsqueda de un destino próspero para América Latina
Extracto del prefacio del libro de Bruce Mac Master, 'El continente de los países resignados'.
Bruce Mac Master es el presidente de la Andi Foto: Diego Caucayo
¿Tiene futuro América Latina? ¿Podemos soñar que, en algunos años o décadas, en la región, o al menos en parte de ella, veamos sociedades desarrolladas, entendidas como aquellas capaces de ofrecerles buenas condiciones de vida a sus ciudadanos? ¿Será que América Latina no tiene, ni tendrá, la oportunidad de ser próspera, equitativa, libre y promisoria? ¿Podemos esperar que, por el camino que vamos, en un futuro cercano los niveles de calidad de vida de nuestra sociedad sean similares a los de otras latitudes, o al menos aceptables para nosotros mismos? ¿O será que debemos resignarnos y aceptar que ese no fue nuestro destino?
¿Qué pasa con América Latina? ¿Por qué nuestros países no logran salir de la pobreza y por qué estamos permanentemente envueltos en situaciones de inestabilidad institucional?
Nadie pudiera decir que los países latinoamericanos no se empeñan genuinamente en buscar los mejores resultados. Sin embargo, la realidad nos enfrenta a escenarios que no son buenos.
Durante la última década, y un poco más, he dedicado la mayor parte de mi tiempo a trabajar en dos temas principales: el desarrollo social y el desarrollo económico. Al cabo de todos estos años siento que tengo más preguntas que respuestas, algo que no considero un fracaso porque si logro plantear las preguntas correctas, podré hacer un aporte suficientemente valioso a los inmensos desafíos que tenemos.
La hipótesis detrás de los planteamientos hechos acá es que hay dos razones superiores que nos mantienen en el estado limitado en el que estamos.
El tipo de crecimiento que tenemos es absolutamente insuficiente y solo servirá para ampliar cada vez más la brecha con los llamados países desarrollados.
Un ejercicio simple de comparación de los PIB per cápita de diferentes países indicaría que para lograr niveles de bienestar similares a los que hoy tienen países no tan ricos como España, para dar un ejemplo, Colombia tendría que multiplicar cuatro o cinco veces el tamaño de su economía.
Si nuestra economía creciera en forma consistente al 4 por ciento, nos tomaría 36 años multiplicarnos por 4, o 42 años multiplicarnos por 5. Si, en cambio, lográramos tasas de crecimiento como las registradas por China, del 8 % anual, esos plazos serían de 10 y 21 años, respectivamente.
Entre 2011 y 2013, cuando me dediqué exclusivamente al diseño e implementación de las políticas de superación de la pobreza y atención de las poblaciones vulnerables, tuve la oportunidad de concentrarme, estudiar y discutir sobre las causas y posibles soluciones de este, que sin duda alguna tiene que ser uno de los asuntos más importantes de la agenda de nuestros países.
Desde 2014 me he dedicado, ya no desde el gobierno sino desde la orilla del sector empresarial, a los temas de desarrollo productivo. A tratar de gestionar frente al Estado, el Ejecutivo, el Congreso y las empresas mismas, las condiciones para que se pueda generar un crecimiento significativamente mayor al que hemos logrado a lo largo de todos estos años.
Son esfuerzos que van desde lo regulatorio, pasando por lo tributario, la formación de talento, las relaciones comerciales con otros países, el desarrollo digital o de energías renovables, la defensa de condiciones de estabilidad jurídica que permitan el buen funcionamiento de la actividad empresarial, hasta las condiciones de estabilidad institucional, paz o democracia.
Una constante en este ejercicio ha sido la falta de consciencia de nuestra sociedad y de los dirigentes políticos, incluso los más técnicos, de la trascendental importancia que tiene el desarrollo económico en nuestras sociedades.
No solo no tenemos estrategias de crecimiento acelerado, sino que no tenemos siquiera institucionalidad encargada de pensarlas, diseñarlas y, menos, implementarlas.
Aunque este no es un problema nuevo, en el caso colombiano hemos visto últimamente al Gobierno atacando al sector productivo en forma sistemática e inconsciente y cayendo en la absurda paradoja de pretender debilitar la única fuente de generación de riqueza del país.
La reforma tributaria tramitada en 2022, la posición frente al sector energético y de hidrocarburos, la aspiración de estatizar los sectores de salud o pensiones, y la propuesta de una reforma laboral que ignora el desempleo y la informalidad son muestras claras de una versión extrema de la falta de importancia que le damos al crecimiento económico en toda Latinoamérica.
En el anterior sentido, nos falta asumir que cualquier esfuerzo real de disminución o eliminación de la pobreza en un país tiene que estar acompañado, o más aún, soportarse, en un ejercicio de generación de crecimiento.
Cuestión democrática
Una de las conclusiones más importantes cuando se analiza la historia política de América Latina tiene que ver con el inmenso déficit de democracia de los distintos países de la región.
El concepto amplio de democracia debería ser mucho más que eso e incluir el respeto irrestricto a la separación de los poderes públicos, el cumplimiento pleno de las leyes electorales y financiación de campañas, el rechazo total a las formas corruptas del clientelismo, la garantía total de la justicia y desaparición de fuerzas ilegales que afecten el funcionamiento de las sociedades y las instituciones. Y, lo que Acemoglu y Robinson han llamado “la existencia de la libertad”, entendida como la capacidad de las sociedades para permitirles a sus ciudadanos vivir sin ningún temor, así el Estado y la sociedad les fallen.
El continente de los países resignados
Editorial Planeta
264 páginas
$ 59.000 Foto:Editorial Planeta
Este texto busca llamar la atención sobre la incapacidad de la región de adelantar procesos de integración reales y la consecuencia que eso tiene sobre su débil posición frente al mundo. Es una fragilidad que se manifiesta al menos en cuatro frentes: primero, la presión indebida de los países desarrollados en lo ambiental, incluida la amenaza de sanciones económicas que solo producirán más pobreza, al tiempo que es en el mundo industrializado donde se producen los grandes efectos sobre el calentamiento global. Segundo, la persistente inequidad entre países pobres y países ricos. Tercero, la falta de políticas internacionales para generar prosperidad real en la región. Y cuarto, la ineficaz batalla contra el narcotráfico que tantas vidas y recursos le han costado a la región, mientras la regulación y el control del consumo es un fracaso.
Finalmente, quisiera abrir una discusión alrededor de un asunto que de tiempo en tiempo es mencionado, pero no toma impulso, y tiene que ver con la inmensa inequidad que existe entre los países desarrollados y los llamados “en vías de desarrollo”.
Me produce gran curiosidad y hasta indignación el paternalismo de Gobiernos y ONG de países desarrollados, que deciden hacer advocacy para causas ambientales o de pobreza en nuestros países, cuando en realidad esas sociedades son las causantes de los principales problemas en esos dos temas. Ellos han sido los grandes depredadores y emisores de la historia, y desde el punto de vista del comercio internacional se han lucrado de los productos y del trabajo de nuestros países, trasladando una muy buena parte de nuestras riquezas a esas economías.
No tengo la menor duda de que, en algún momento de la historia, la humanidad asumirá el análisis de su papel en la inequidad, la distribución de la riqueza y los ingresos en términos globales.
Solo ahí serán inaceptables para la humanidad las diferencias entre los habitantes de Noruega y los de Angola; o los de Londres y Tumaco; o los de Seattle y Puerto Príncipe.
En otras palabras, así como se ha asumido que el reto de la sostenibilidad ambiental es global, espero que la humanidad también asuma pronto el desafío de la sostenibilidad y la equidad entre los seres humanos como una responsabilidad global.
Es verdad que todo lo dicho hasta ahora sobre la realidad de los países de la región resulta crítico, por lo que la pregunta debería ser entonces: ¿qué tenemos que hacer para cambiar el destino? ¿Es posible cambiarlo? ¿Tiene futuro América Latina?