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Tina Turner revela sus secretas sesiones de diálisis en Suiza y sus inicios
Fragmento de su autobiografía 'My love story', que Ediciones Urano tiene en las librerías del país.
Tina Turner ha sido una de las voces más aclamadas del firmamento musical. Foto: Steffen Schmidt / EFE
Estoy sentada en una silla de diálisis en un hospital en Zollikon, Suiza, a solo diez minutos de mi casa, y tratando de ignorar a la muerte me toco el hombro y me digo a mí misma: «Tina…, Tina, estás aquí». Estoy tratando desesperadamente de mantenerme saludable, o tan cerca de la salud como alguien con un 5 % de función renal puede estar, mientras espero con impaciencia que mi cuerpo sea lo suficientemente fuerte como para aceptar mi única posible salvación: un trasplante de riñón.
Espera, pero ¿no habías sufrido un derrame cerebral?, te preguntarás querido lector. Cariño, yo también estoy confundida. He estado en una montaña rusa tan salvaje durante los cuatro años que han pasado desde mi boda que incluso tengo dificultades para mantener mis catástrofes médicas en orden. Hipertensión, derrame cerebral, cáncer intestinal… ¡No! ¡No! Orden incorrecto. Derrame cerebral, vértigo o der schwindel, como lo llaman en Suiza, luego cáncer intestinal y, ahora, insuficiencia renal. Necesito más que las nueve vidas proverbiales para sobrevivir a todo lo que me ha caído encima. Tengo que ir a la clínica varias veces a la semana. Gracias a Erwin, que es muy cuidadoso y protector, nuestra rutina es siempre la misma. En los días de tratamiento, aparca frente al Château Algonquin a la misma hora, de tal manera que puedo pasar directamente de las escaleras al coche y es tan caballeroso que cuando llego ya ha abierto la puerta del pasajero. Luego, conduce hasta una pequeña panadería en Küsnacht, no lejos de la estación de tren y yo me quedo en el vehículo para que nadie me reconozca mientras Erwin entra a comprar un surtido de bollería suiza. De esa manera, tenemos algo bueno que comer durante las largas horas que nos esperan por delante.
Carátula de 'My Love Story. La autobiografía definitiva Tina Turner', de Ediciones Urano. Foto:archivo particular
El viaje a la clínica siempre es un tenso juego al escondite. De alguna manera, hemos logrado mantener en secreto el hecho de que llevo varios años gravemente enferma. Esto es posible porque vivimos en Suiza, donde la gente tiene mucho más respeto por la privacidad que en otros países. Y, además, hemos desarrollado un sistema meticuloso para garantizar que nadie nos reconozca, especialmente en la clínica, donde sería una presa fácil para los paparazzis.
Cuando llegamos, Erwin aparca en una entrada trasera. Desde allí hay un corto paseo que lleva directamente hacia las salas de diálisis. Usualmente uso una capa negra en invierno o un abrigo grueso con un sombrero grande, por lo que puedo esconderme detrás de toda esa tela. Erwin y yo guardamos silencio durante el trayecto para que nadie pueda escuchar mi voz y darse cuenta de que estoy hablando inglés. De lo contrario, algún transeúnte podría reconocerme y tomar una foto para venderla a los medios.
No tengo asignada una habitación privada. Me molestaría que el personal me diera una porque nunca me he creído una diva. Quiero ser tratada como todos los demás, no destacar solo porque he tenido un poco más de suerte en la vida. Sin embargo, los doctores hacen algunas concesiones porque, al igual que yo, quieren evitar fotógrafos. Siempre que es posible, me programan las citas en los momentos más tranquilos del día, cuando no hay mucha actividad de pacientes, y las enfermeras cierran mi área con una cortina. Intento hacer que mi tiempo en el sillón sea lo más agradable posible. Cuando mi estómago me lo permite, como pasteles y leo mis libros. Extrañamente, tiendo a llevarme los mismos: El libro de los secretos de Deepak Chopra, La divina comedia de Dante y un libro de fotografía del extraordinario Horst P. Horst. Algo para el espíritu, algo para el intelecto y algo para los sentidos. Nunca me canso de estos libros, que estimulan pensamientos y sentimientos profundos dentro de mí, y los leo repetidamente en busca de inspiración y consuelo.
Día tras día, mantengo estos rituales mientras se lava mi sangre: leer, caer dormida, despertar, dejarse llevar. Pienso en Erwin. Reproduzco recuerdos de mi difunta madre y hermana, mis niños, mi propia infancia. Y hasta me sorprendo a veces pensando en Ike. Sigo diciendo que he terminado con todo eso, pero ahí está otra vez, llamando mi atención. Reexamino aquellos días, los malos momentos, mi decisión de dejarlo y comenzar una nueva vida. Muchos de esos pensamientos han estado en mi mente antes, pero nunca tan vívidamente. Esta vez me estoy haciendo preguntas y buscando respuestas, porque piensas diferente sobre tu vida cuando te enfrentas a tu propia muerte. ¿Cómo he pasado de una boda de fantasía en un castillo al borde del lago de Zúrich a un sillón de diálisis? Esa es una larga historia. ¿Cómo llegué de Nutbush, Tennessee, a ese castillo? Esa es una historia mucho más larga aún. Cuando estoy atada a la máquina de diálisis, veo todo a través de la lente de la muerte. Tengo todo el tiempo del mundo, así que es hora de pensar sobre el pasado, lo que significa para mí en el presente y la gran pregunta: ¿tendré un futuro?
Creo que para que realmente sepas mi historia, debes saber de dónde vengo. Mi lucha comenzó en el momento de nacer, el 26 de noviembre de 1939, cuando llegué al mundo con el nombre de Anna Mae Bullock. Desde entonces, he pasado toda mi vida luchando a mi manera a través de un entorno con mal karma. ¿Qué se siente al ser una niña no deseada? ¿Cómo ha sido su vida? ¿Cómo prevaleció esa niña a pesar de los muchos golpes recibidos en su contra?
El famoso Château Algonquin, residencia en Suiza de la fallecida cantante. Foto:EFE
Déjame contarte todo sobre eso.
Hay una sombra que se cierne sobre mis primeros años, que se correspondía con alguien que estaba más ausente que presente: mi madre, Zelma Currie Bullock, a quien llamábamos Ma por la primera sílaba de la palabra «madre». Ella era una niña mimada que creció para ser una adulta consentida. Su papá la favoreció sobre sus tres hermanos, animándola a pensar que ella podría extender la mano y tomar lo que quisiera en la vida. Cuando ella creció, eso incluía a mi padre, Floyd Richard Bullock. Ella se lo robó a otra chica, solo porque pudo hacerlo. Así es como ellos se juntaron, lo que nunca debería haber sucedido en primer lugar. Desde el principio, su matrimonio fue un campo de batalla hasta el nacimiento de su primera hija, mi hermana Alline. Más tarde, cuando Ma finalmente decidió que deberían separarse de una vez por todas, descubrió que estaba embarazada de mí y no tuvo más remedio que quedarse.
Mi madre era una mujer que daba a luz, pero en realidad nunca quiso ser madre, especialmente si se trataba de una niña traviesa como yo, que era totalmente diferente de Alline. Yo era el marimacho, siempre en movimiento, haciendo todo lo posible para obligar a Ma a prestarme atención. Incluso de niña, cuando observaba cómo trataba a mi hermana, sabía que había una diferencia. Ella miraba la cara de Alline y la acariciaba tiernamente, y yo pensaba: «Eso está bien», porque quería a mi hermana, pero yo deseaba que a mí me hiciera lo mismo. Ma peinaba con paciencia el cabello de Alline, que era suave y fino. Sin embargo, cuando llegaba mi turno, mi cabello rebelde y lanoso, totalmente distinto al de Alline, la sacaba de sus casillas y tironeaba con impaciencia de mis cabellos. Tampoco le castigaba tanto a Alline como a mí, porque ella se comportaba mucho mejor. A los ojos de Ma, yo era demasiado activa y siempre estaba metida en problemas, así que siempre parecía estar escapándome de ella y de esa temida vara con la que nos pegaba. Yo me escondía debajo de la cama, trepaba a un árbol o hacía cualquier otra cosa para escapar del zumbido de ese palo con su punta dura y pequeña que picaba y hacía un sonido de estallido al golpear contra la piel.
Supe entonces que mi madre no me quería. Me pregunto ahora si ella amaba a alguien más que no fuera ella misma y tal vez a Alline. Ella no amaba a mi padre. El primer recuerdo de mis padres fue verlos peleándose. Para bien o para mal, Ma podía defenderse en cualquier discusión, porque era una mujer fuerte e intrépida que sabía cómo cuidarse sola. Solía sentarse sobre un taburete a mirar por la ventana, pensando en cómo escaparse. Cuando se hartó, salió por la puerta, sin importar a quién o qué dejaba atrás. Yo tenía once años cuando mi madre nos abandonó. Era 1950 y Alline y yo ya habíamos pasado por una experiencia similar cuando se mudaron a cinco horas de Nutbush para encontrar trabajos mejor remunerados en Knoxville durante la Segunda Guerra Mundial. Pero a menudo íbamos a visitarlos, hasta que finalmente volvieron al pueblo. Esta vez fue diferente, yo estaba en una edad tierna y complicada, la escuela era difícil, la vida era difícil. ¡Ay, cuánto necesitaba una madre! Corría por la casa buscándola llena de ansiedad. Comprobaba el buzón, deseando recibir una carta que me conectara con Ma, pero, por supuesto, ella no podía escribir porque entonces mi padre descubriría dónde estaba. Cuando supo que estaba viviendo en San Luis, nos envió a Alline y a mí a visitarla con la esperanza de que ver a sus hijas la hiciera desear volver a casa.
—Ven aquí, mi niña —me dijo al verme.
Yo me preguntaba qué derecho tenía ella para llamarme «mi niña». Cada vez que Ma intentaba ser amable, no la creía. No podía creerla. Era más seguro mantener cierta distancia. Ella nunca regresó y yo evité visitarla.
Mirando hacia atrás en nuestra relación, ahora me doy cuenta de que Ma y yo siempre fuimos como extrañas o estuvimos distanciadas toda nuestra vida. Pero eso no me impidió ser una buena hija y cuidarla después de que tuve éxito y tenía el dinero para hacerlo. Me aseguré de que tuviera una buena casa y cosas buenas, sin importar cuánta fricción hubiese habido entre nosotras. Cuando yo viví en Londres a fines de la década de 1980, acudí a una vidente que me dijo:
—No te querían cuando naciste e incluso lo sabías cuando estabas dentro de tu madre —ella confirmó lo que siempre sentí de pequeña.
Cuando le dije a Ma lo que me había dicho la vidente, ella comenzó a llorar. Intentando defenderse (aunque no hubo defensa), ella me contestó:
—Te salvé la vida —refiriéndose a que en una ocasión en que estaba peleándose con mi padre, ella me protegió para evitar que me lastimara. Pero yo no la dejé librarse así de fácil, sino que le respondí:
—Apuesto a que estás feliz de haberlo hecho, Ma, porque mira dónde estás ahora.
Más que nada, a Ma le encantaba lo que conllevaba ser la madre de Tina Turner. Quería que supiera que al «salvarme», realmente se había salvado a sí misma. Creo que se podría decir que nací con una naturaleza de Buda dentro de mí porque el milagro es que no me di por vencida. Con toda la inestabilidad y el dolor en mi existencia, especialmente mi problemática relación con mi madre, todavía era una niña feliz, despreocupada y optimista, y he mantenido esa actitud toda mi vida. La gente me pregunta, ¿de dónde sacas tanta fuerza? Les respondo que nací con eso, siempre he sido fuerte e independiente. Tuve dificultades, pero también he tenido la fuerza para soportarlas. Siempre he sido capaz de encontrar lo bueno en cualquier situación.
Disfruté de crecer en Nutbush, una pequeña ciudad al borde de la Autopista 19 en Tennessee. Tan pequeña que si parpadeas mientras pasas por allí, te la puedes perder. No cambiaría nada de ese pueblo, excepto trabajar en los campos de algodón, lo odiaba. No, gracias, puedo vivir sin eso. Estábamos cómodos en nuestra típica casa sureña de escopeta, que tenía una planta alargada, era de un solo nivel y todas las habitaciones estaban situadas una detrás de la otra, las llamaban así porque dicen que se puede disparar un arma desde la puerta de entrada directamente a la parte posterior. No éramos tan pobres como otros. Nuestro jardín era grande y fructífero, por eso comíamos bien. Éramos parte de una comunidad animada de familiares y amigos en la que todos trabajaban duro, jugaban fuerte y acudían a la iglesia el domingo.
Vista general de la finca Steinfels en Staefa, en las afueras de Zúrich, que Turner y su esposo y director musical Erwin Bach compraron, a orillas del mar. del lago de Zúrich. Foto:EFE
Tenía dos abuelas, la madre de mi padre, mamá Roxanna Bullock, que era muy estricta, y la madre de mi madre, mamá Georgie Currie, que era amable y amante de la diversión. No hay duda de que prefería pasar el tiempo con mamá Georgie. El ambiente en su casa era feliz y alegre, mientras que la vida con mamá Roxanna era severa y todo eran reglas a cumplir. Me encantaba ser una chica de campo y de esa manera aprendí a ser independiente. Mi padre era el supervisor en una granja y mis padres nos dejaban en casa mientras trabajaban en el campo. Yo era joven —tan pequeña como para necesitar una silla para tomar mi vaso de leche y un bocadillo—, pero lo suficientemente grande para entretenerme, aunque no siempre de la mejor manera. Si había un árbol, trepaba por él sin pensar nunca en que podía caerme. Si había alguna cosa emocionante o peligrosa, la encontraba. Asumía riesgos e incluso recuerdo haber mirado varias veces a la muerte en la cara. Al parecer en toda granja hay un caballo al que no le gustan los niños. Nos dijeron que nos mantuviésemos alejadas del caballo, pero un día, estaba cansada de jugar sola y quería correr por el camino hacia la casa de la abuela. Pensé que quizás podría escabullirme pasando por donde estaba ese desagradable caballo, así que abrí la puerta silenciosamente, pero como esos animales tienen otro sentido, escuchó mis pasitos y se puso a perseguirme. La casa de mamá Georgie no estaba lejos, pero para una niña pequeña huyendo de un animal enfadado, parecía más de un kilómetro. Logré llegar a la valla y me puse a gritar porque el caballo me había cogido y estaba a punto de tumbarme y pisotearme. De repente, una de nuestras cabras macho distrajo al caballo, balando como si se le fuera a salir el corazón por la boca como si fuese un personaje de Disney. Cuando el caballo miró hacia otro lado, mi prima Margaret apareció y me llevó a un lugar seguro. No sé qué hizo mi padre con el caballo, pero esa cabra fue mi heroína y siempre creí que ella me salvó la vida. Dejando a un lado el peligro, yo era más feliz cuando estaba afuera. Los niños se adaptan cuando la vida es difícil y encuentran la forma de superar los obstáculos. Yo siempre estaba fuera de casa, explorando, jugando en los campos y jardines vecinos, observando a los animales, mirando el cielo. Mi casa, especialmente cuando mi madre estaba allí, podía ser desagradable. Después de que ella se fue, tan solo era triste. La naturaleza era mi refugio especial, un mundo de amor y armonía para mí. Incluso cuando salía enfadada y acongojada por algo, me transformaba en ella.
—¿Dónde has estado todo el día? —me preguntaban al verme llegar despeinada y distraída. ¿Que dónde había estado?, en ningún sitio en particular, solo estar afuera me hacía sentir bien.
No sentía lo mismo al ir a clase. Al igual que otras escuelas rurales de la época, la escuela Flagg Grove de Nutbush era una gran sala, hecha de tablones y compartida por tres clases en las que se recibían lecciones simultáneamente. Yo no era una buena estudiante, así que vivía con miedo a ser llamada a la pizarra. Un día, mi maestra me pidió que fuera a resolver un problema de aritmética y entré en pánico. Me asusté porque no tenía idea de cómo hacerlo. Recuerdo que me tiré al suelo, pateé y lloré porque todos los ojos estaban puestos en mí, y todos se dieron cuenta de que yo no sabía la respuesta.
Viéndolo con perspectiva, creo que el maestro debería haber intervenido, pero en esos días, ni siquiera eran conscientes de los niños que tenían problemas de aprendizaje y yo definitivamente era uno de ellos. Me sentía totalmente sola, indefensa, avergonzada. Avergonzada de estar parada allí frente a los otros niños, fallando, viendo unos números borrosos frente a mí debido a mis lágrimas. Mi cerebro no tenía esa capacidad, lo llamaba «no inteligente», y sufría porque creía que tenía que ocultar mi estupidez ante mi familia y amigos y, cuando crecí, ante mis compañeros de trabajo y gestores.
Mi actitud cambió más tarde en la vida, cuando mis doctores me dijeron que había una razón por la que tuve dificultades para aprender. Tenía algo que ver con mis lóbulos frontales. La parte creativa de mi cerebro era brillante y trabajaba horas extras, pero nunca sería buena contando o leyendo. Finalmente, superé esa sensación de incompetencia que tuve toda mi vida cuando la princesa Beatrice, la nieta de la reina Isabel, habló de su dislexia en varias entrevistas. Yo conocía a otras personas que también habían comentado ese problema, pero hubo algo en la forma en que ella lo explicó que me hizo prestarle atención. Ella dijo que no podía contar y que tenía muchas dificultades para aprender a leer… parecía que estaba describiéndome. Por primera vez entendí realmente cuál era mi problema y me sentí mejor conmigo misma.
La expresión budista de «convertir el veneno en medicina» es la mejor manera de describir lo que le sucedió a la escuela Flagg Grove, el escenario de mis muchas humillaciones en la pizarra. El historiador Henry Louis Gates investigó mi ascendencia en su programa de la PBS, African American Lives, y descubrió que mi bisabuelo, Benjamin Flagg, había sido el propietario original de la finca donde estaba situada la escuela y que vendió la tierra por menos de su valor de mercado para que la escuela pudiera construirse y los niños negros tuviesen un lugar donde aprender. Esa revelación me conmovió profundamente. Hace unos años, un grupo filantrópico, The West Tennessee Delta Heritage Center me ó porque querían mover la vieja escuela de Nutbush a la cercana Brownsville para convertirla en el museo de Tina Turner. Querían celebrar mi carrera musical y mostrarle a la gente cómo era asistir a una escuela afroamericana en el sur en la década de 1940. La escuela había estado cerrada durante años (se había convertido en un granero) y necesitaba muchos arreglos. Recaudamos suficiente dinero para transportar el edificio a un nuevo sitio, donde fue cuidadosamente restaurado y equipado con recuerdos de Tina Turner. Las ventanas estaban hechas para parecer como si estuvieran frente a un campo de algodón. El museo, que se inauguró en 2014, exhibía algunos de mis vestidos y discos de oro colocados junto al escritorio de madera original de la escuela y, por encima de todo, una auténtica pizarra, como la que me aterrorizaba cuando era niña. Ahora ya no me asusta y me gustaría pensar que inspira a personas a superar cualquier obstáculo que puedan experimentar en la vida, convirtiendo su veneno en medicina.
La Anna Mae que lloraba frente a la clase era una parte de mí. La otra Anna Mae había nacido para ser una artista que, en las circunstancias adecuadas, habría agradecido que le prestaran atención y hecho cualquier cosa por mantenerla. Si en ese momento de humillación alguien hubiera dicho: «¡Espera! ¡Comienza la música!», inmediatamente me hubiera levantado del suelo con una gran sonrisa en la cara y hubiera cantado, bailado y actuado como una loca. Tenía confianza y nunca me avergoncé de ello.
Nunca tuve miedo escénico. Incluso de niña, sabía que podía cantar mejor que las mujeres de mi alrededor. Nací con ese talento, porque mi voz era un don que sabía cómo usar y he cantado toda mi vida. Algunos de mis primeros recuerdos son de mi madre llevándome de compras cuando ella y mi padre vivían en Knoxville. A diferencia de Nutbush, Knoxville era una gran ciudad con todo tipo de tiendas. Cuando las vendedoras se enteraban de que sabía cantar, me ponían sobre un taburete —yo tenía quizás cuatro o cinco años en ese momento— y escuchaban mientras interpretaba versiones de los últimos éxitos como «I was walking along, singing a song», que cantaba sin vacilaciones. Me bastaba escuchar una canción en la radio para que instantáneamente memorizara casi cada palabra de la letra. Me salía natural y sin esfuerzo, como una serpiente que cambiaba una piel por otra. Nací con eso. Las dependientas pensaban que esa niña con una gran voz era tan entretenida que me daban relucientes monedas de diez centavos, cinco centavos, incluso de cincuenta centavos, toda una fortuna para mí, que guardaba en una caja de cristal. ¡Fueron mi primer público de pago!
Tina Turner Foto:EFE
En Knoxville se encontraba también la iglesia santificada, adonde acudíamos siempre que estábamos en la ciudad. Yo no sabía lo que significaba «santificado», pero me encantaba que fuera totalmente diferente a nuestra iglesia baptista de Nutbush.
Cuando a la congregación la inundaba lo que llamaban el espíritu, bailaban, aplaudían y cantaban a todo pulmón. Estaban poseídos por Dios y la música, y yo cantaba y bailaba junto a ellos. Era como ser parte de un espectáculo, especialmente cuando la música subía de volumen y era más intensa. No entendía los detalles de su religión, pero el espectáculo, el sonido, el movimiento, la alegría pura que emanaba eran realmente emocionantes.
De vuelta en Nutbush, mi familia era mi audiencia cautiva. En casa de mamá Georgie, mi media hermana Alline, Evelyn (mi madre tuvo una hija antes de conocer a mi padre), mis primos y yo organizábamos espectáculos improvisados. Nunca tuve que pensar en cómo cantar o bailar. Yo era la líder, estaba siempre al frente de los otros, escogía las canciones y les enseñaba los pasos. Nos divertíamos mucho fingiendo estar en un escenario. Yo tenía una foto de esa época, pero cuando Alline se hizo mayor no le gustaba cómo se veía y la rompió. Eso realmente me hizo sufrir porque era la única imagen que tenía de mí misma cuando era flaca y todo voz.
Me encantaba cantar en las comidas que hacíamos en el campo. En todas partes se hacen pícnics, pero en Nutbush, los pícnics de los negros eran diferentes, más divertidos, con carne asada en la barbacoa apilándose en las mesas y un verdadero ambiente de carnaval. Como espectáculo en vivo teníamos al señor Bootsy Whitelaw, que era famoso en nuestra zona de Tennessee. Tocaba el trombón acompañado por otro músico con una caja de percusión. Toda una banda no habría sido tan emocionante para mí como esos dos. Pronto fui conocida en todas partes como la «pequeña Anna Mae» que cantaba con el señor Bootsy. No recuerdo qué canciones tocaba para que yo cantara, pero yo estaba allí a su lado, fuerte y entusiasta, tratando de animar a la gente para que se nos unieran. —Ven a cantar con el señor Bootsy —les gritaba a los transeúntes.
Bootsy Whitelaw fue tan importante para mí que años más tarde, cuando estaba con Ike, escribí y grabé una canción sobre él: «Bop along, bop along, bop along, Mr. Bootsy Whitelaw». Nunca me quedaba quieta ni por un momento cuando estaba cantando. Siempre estaba haciendo algún paso de baile, ya fuera un paso coreografiado o no. Mi hermana no sabía bailar, mi madre no sabía bailar, pero yo sí sabía. Creo que cuando puedes cantar, el canto acompaña al baile. Cantar era a la vez una forma de expresión y una fuente de consuelo para mí, especialmente cuando mi vida se volvió impredecible y me llevaron de un lugar a otro. Ma se había ido y luego, cuando tenía trece años, mi padre se fue y desapareció de nuestras vidas. Alline y yo vivimos con unos primos durante un tiempo, luego nos establecimos con mamá Roxanna, que vigilaba cada uno de nuestros movimientos. Por mi parte, encontré seguridad y afecto con Connie y Guy Henderson, una joven pareja blanca que necesitaba ayuda con su bebé. Me encantaba vivir en su casa y me consideraba parte de su familia. Anhelaba el orden y la rutina después de pasar por tanta agitación en mi vida.
Los Henderson fueron un ejemplo maravilloso para mí porque tenían un buen nivel de vida. Ellos me enseñaron a mantener una casa bonita, llena de libros, revistas y cosas hermosas. Fueron mi guía de buenos modales e incluso me llevaron a un viaje a Dallas, Texas, así que vi un poco el mundo más allá de Tennessee. Más importante aún, me mostraron que una pareja casada podía amarse y vivir en armonía con sus hijos. Este tipo de comportamiento puede parecer normal, pero yo no lo había vivido.
Yo quería tener mi propia pareja y cuando cumplí quince años la encontré en Harry Taylor, un jugador de baloncesto de la escuela de secundaria que fue mi primer amor. Harry era perfecto en todos los sentidos, era guapo, popular, además de capitán del equipo. Estaba tan emocionada de estar con él que aguantaba todos sus desplantes, rompía conmigo, salía con otras chicas y luego regresaba. Lo soportaba porque imaginaba que nos estableceríamos y casaríamos algún día. Por supuesto, tenía toda la sabiduría de una quinceañera haciendo planes. Hasta que Harry rompió mi corazón cuando una de sus otras amigas se quedó embarazada y él se casó con ella. Después ya no tuve prisa por experimentar ese tipo de decepción otra vez.
Deseando empezar de cero me fui a vivir con mamá Georgie. Creí que tenía edad suficiente para tomar estas decisiones yo misma, aunque a nadie parecía importarle lo suficiente como para cuestionar mis decisiones. Apenas unos meses más tarde, cuando yo tenía dieciséis años y todavía estaba en la escuela secundaria, mamá Georgie murió. Me sentí tan sola sin ella que no tenía ni idea de qué hacer. Entonces, mi madre me invitó a vivir con ella en San Luis, donde ya estaba Alline. Aunque tenía miedo de mudarme con Ma después de haber estado lejos de ella durante tanto tiempo, me sentía intrigada con la idea de vivir en una gran ciudad. Ya no era una niña vulnerable que necesitaba a su madre, ahora sabía cómo protegerme a mí misma, o al menos eso pensaba.
La experiencia me enseñó que cuando me atrevía a querer a alguien, lo perdía: Ma se había marchado; mi querida prima Margaret había muerto en un accidente automovilístico; Harry me había roto el corazón al dejarme por otra chica; mamá Georgie… y ahora, tenía que despedirme de los Henderson. Como nunca me sentí amada, decidí que eso no era importante, no para mí. Creo que me puse una especie de coraza contra eso y me decía: «Si no te importo, está bien, yo seguiré adelante. Si no me amas, seguiré adelante». Seguir adelante ya era mi mantra antes de saber lo que era tener un mantra.
*Fragmento de My Love Story. La autobiografía definitiva Tina Turner', del sello Indicios, autorizado por Ediciones Urano.