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Reina Isabel II: capítulo de 'La reina. Su vida' sobre la muerte de Lady Di

Escrito por el británico Andrew Morton, quien tiene varios libros sobre la realeza y los famosos.

La reina Isabel estuvo 70 años en el trono británico.

La reina Isabel estuvo 70 años en el trono británico. Foto: EFE

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Guillermo y Harry acababan de volver de las colinas y jugaban con su prima Zara Phillips dentro del recinto del castillo de Balmoral durante las vacaciones veraniegas de agosto de 1997. Entonces sonó el teléfono. Era su madre, recién aterrizada en París. Tenía previsto regresar a Londres al día siguiente y quería saber cómo se encontraban. Harry estaba demasiado enfrascado en el juego y apenas quiso hablar. 
La conversación fue breve y con interrupciones, por lo que la princesa sintió esa frustración característica de las madres cuando notan que sus hijos prefieren hacer otra cosa antes que hablar con ellas. “La verdad, no puedo recordar qué dije ni tengo manera de recordarlo –comentó Harry años después–. Lo único de lo que me acuerdo es..., bueno ya sabe, toda mi vida he lamentado que aquella llamada fuera tan corta”.
La conversación con Guillermo fue un poco más fácil, probablemente porque el muchacho quería contarle a su madre un tema que le rondaba por la cabeza. Le habían propuesto una sesión fotográfica con motivo de su tercer año en Eton, el exclusivo colegio en el que estudiaba. A Harry le quedaba un curso más en la escuela privada de Ludgrove y a Guillermo le parecía que el acto que habían organizado en su honor haría sombra a su hermano. La princesa prometió comentarlo con su padre cuando volviera al día siguiente.
Diana se había pasado los últimos días en un idílico crucero por el Mediterráneo junto a su novio, Dodi Al-Fayed, a bordo del Jonikal, un yate propiedad del controvertido empresario y padre de Dodi, Mohamed Al-Fayed. Pero la princesa tenía ganas de ver a sus hijos, de manera que decidieron volar de Cerdeña a París en un jet privado. Después de aterrizar en la capital sa hicieron una breve parada en Villa Windsor, la antigua residencia de los duques de Windsor en el bosque de Boulogne. Luego pasaron por el apartamento de Dodi y, poco después, se dirigieron en coche al hotel Ritz, donde pensaban pasar la noche. Todo el trayecto lo hicieron rodeados de cámaras y reporteros gráficos. Cuando vieron que decenas de ellos se agolpaban en la entrada principal del Ritz decidieron cambiar de planes y salir del hotel por la puerta de atrás para ir en coche hasta el piso de Dodi. Cinco minutos después, el Mercedes de alquiler en el que viajaban a toda velocidad se estrelló contra la decimotercera columna del paso subterráneo de la plaza de L’Alma, junto al Sena. Dodi y el conductor, Henri Paul, fallecieron al instante. Diana y su guardaespaldas, Trevor Rees-Jones, resultaron gravemente heridos.
A la una de la madrugada del 31 de agosto, al secretario privado adjunto de la reina, Robin Janvrin, que también se encontraba en la finca de Balmoral, lo despertó una llamada de teléfono del embajador británico en París, sir Michael Jay, para informarle del accidente. Janvrin estaba confundido; ni siquiera sabía que Diana estaba en París... Se visitó de inmediato y alertó al personal de la ‘casa grande’ para que despertaran a la reina y a los demás principales de la familia real. Cuando llegó allí, la perplejidad y la confusión eran enormes. La reina preguntó: “¿En qué lío se ha metido esta mujer ahora?”.
El rey Carlos III es amante de las frutas y verduras orgánicas.

El rey Carlos III es amante de las frutas y verduras orgánicas. Foto:EFE

En una muestra de afecto poco habitual, la reina y su hijo se buscaron con los ojos intentando comprender, quizá porque presentían que acababa de suceder algo extraordinario. La reina pidió que prepararan té, pero no llegó a probarlo: su hijo, su marido y ella misma caminaban de un lado a otro por el pasillo preguntándose cómo debían actuar. Las primeras noticias parecían indicar que Diana solo se había roto un brazo y que había salido por su propio pie del coche siniestrado. La frase de la soberana ante las primeras informaciones fue ciertamente insólita:
“Seguro que alguien ha manipulado los frenos”. El personal de palacio se quedó estupefacto al oír aquello y lo interpretaron como una señal de lo alterada que estaba. Pero, quizá, no se estuviera refiriendo a Diana, sino a la posibilidad de que uno de los numerosos enemigos de Mohamed Al-Fayed hubiera querido asesinar a su hijo y se hubiera llevado por delante a la princesa de Gales. El caso es que en aquel momento todas las opciones estaban abiertas.
Fueron pasando los minutos y las noticias que llegaban a Balmoral no daban pie al optimismo. Les dijeron que los médicos de urgencia luchaban por mantener con vida a la princesa, que respiraba artificialmente y que había sufrido un paro cardíaco. Justo cuando el príncipe Carlos se disponía a volar a París, el embajador les comunicó que la princesa había fallecido. La noticia hizo que el príncipe de Gales se derrumbara. Rompió a llorar mientras se repetía una y otra vez: “¿Qué hemos hecho para merecer esto?”. En aquel primer momento su instinto le llevó a preocuparse por la reacción de la opinión pública, que probablemente lo culparía de la tragedia. Y no andaba muy desencaminado... Unos minutos después llamó a Camila, que estaba en su domicilio de Wiltshire, y hablaron largo y tendido sobre el asunto. También ó con su asesor, Mark Bolland, a quien expresó su temor de que la indignación fuese generalizada y de que todo aquello pudiera suponer el fin de la monarquía. Siempre a caballo entre el deber y el interés propio, en el príncipe de Gales se mezclaban sentimientos ambivalentes: por un lado, el temor ante la reacción del pueblo británico y, por otro, una pena inmensa por sus hijos, que acababan de perder a su madre.
Mientras el personal de la reina y el del príncipe decidían cuál debía ser la respuesta oficial a la muerte de Diana, la soberana ordenó que se retiraran los aparatos de radio y televisión de los cuartos de los niños para impedir que les llegara ninguna información de otra fuente que no fuera su propio padre. Guillermo y Harry eran su prioridad inmediata.
Isabel II también estaba en Balmoral cuando asesinaron a Luis ‘Dickie’ Mountbatten (en 1979), pero entonces, pese a la conmoción y la incredulidad iniciales, la familia real y sus asesores sabían lo que debían hacer –al menos en lo referente a la organización de su funeral–, porque él mismo lo había planificado todo meticulosamente. Sin embargo, el caso de la princesa de Gales era diferente. Diana incluso había renunciado a usar el tratamiento de Alteza Real y su desafección hacia la monarquía había quedado sobradamente demostrada. Lo cierto es que todos, incluida la reina, pisaban un territorio enteramente desconocido.
Diana era la madre del futuro rey y del hermano de este, pero desde que ella y Carlos se divorciaron, técnicamente había dejado de ser miembro de la familia real. La mayor parte del tiempo la pasaba en Estados Unidos y llevaba años sin asistir a los encuentros familiares. La última vez que la reina coincidió con Diana fue en la confirmación de Guillermo, en marzo, cinco meses antes.
Homenajes a la difunta princesa Diana afuera del Palacio de Kensington.

Homenajes a la difunta princesa Diana afuera del Palacio de Kensington. Foto:EFE

En un primer momento, la familia Spencer expresó su deseo de que el funeral religioso fuese un acto privado, al que seguiría un homenaje público. Sin embargo, tal y como dijo un antiguo miembro del personal de palacio que se encontraba fuera del país, “cuando llamé, no sabían si (el funeral) sería público o privado. Si hubiera sido privado, no se habría necesitado directriz alguna”.
Las gestiones para el entierro de Dodi Al-Fayed se realizaron de manera inmediata: el empresario recibió sepultura en una ceremonia privada en un cementerio musulmán de Woking (en el sur de Londres), apenas unas horas después de que su cuerpo hubiese llegado a Inglaterra desde París.
Pero Diana era una personalidad de fama mundial, lo que obligaba a actuar de otro modo. Así lo comprendieron los principales asesores de la reina y el nuevo primer ministro, Tony Blair, que ese día se encontraba en Sedgefield, en el norte de Inglaterra. Las implicaciones de la muerte de la princesa iban a ser enormes, y así se lo dijo a su secretario de prensa, Alastair Campbell: “Esto va a provocar una oleada de pena como nunca antes se ha visto en el mundo”.
Hubo varias conversaciones entre los Spencer, Buckingham y Downing Street, y finalmente se consideró que un funeral privado sería inapropiado para una figura pública tan irada. El secretario privado de la reina, sir Robert Fellowes, desempeñó un papel principal en este asunto. Puesto que estaba casado con Jane, hermana de Diana, pudo influir para que la familia Spencer finalmente aceptara una despedida más ceremoniosa para la princesa.
Mientras tanto, en Balmoral, Carlos se disponía a transmitir la triste noticia a sus hijos. A las siete y cuarto de la mañana despertó a Guillermo, que entonces tenía 15 años, y le contó lo que acababa de ocurrir. “Sabía que algo no iba bien –recordó Guillermo tiempo después–. Estuve despertándome toda la noche”. Su padre le explicó que debía volar a París y que él y su hermano se quedarían con sus abuelos en Balmoral.
Gracias a Dios que estamos todos juntos –dijo la reina madre–. Así podemos cuidar de ellos”. Lo cierto es que, según el testimonio de un miembro del personal de palacio, la anciana royal mostró una actitud “de acero” e intentó afrontar la tragedia ciñéndose a la rutina. Por suerte, el hijo de la princesa Ana, Peter Phillips, y la acompañante oficial de los chicos, la niñera Tiggy Legge-Bourke, estaban alojados en el castillo y pudieron ayudar a que los príncipes se entretuvieran con otras cosas.
Antes de acudir al servicio religioso del domingo, la reina habló con el primer ministro. La familia ya había emitido un breve comunicado que decía lo siguiente: “La reina y el príncipe de Gales están profundamente conmocionados y apenados por esta terrible noticia”. A Tony Blair le dijo que no habría más notas de prensa. Sin embargo, no puso objeción alguna a que esa misma mañana él rindiera un homenaje público a la fallecida.
El mundo recuerda la muerte de la princesa Diana.

El mundo recuerda la muerte de la princesa Diana. Foto:EL TIEMPO

El propio Blair confesaría después que “lo que más le preocupaba (a la reina) era el impacto que aquello podía tener en los niños, que estaban lógicamente muy tristes por lo de Diana, pero también en la monarquía en sí, ya que la reina era muy consciente de la importancia de la opinión pública y de lo caprichosa que esta puede ser, por lo que en aquella primera conversación acordamos seguir muy de cerca su evolución”.
Blair tan solo llevaba cuatro meses en el cargo y, de pronto, se veía obligado a moverse en un territorio completamente desconocido para él. En su mensaje de homenaje de aquel domingo, Blair supo captar el estado de ánimo de la población británica, que se encontraba conmocionada por la pérdida de una personalidad tan importante y a una edad tan temprana. Tanto es así que el primer ministro pronunció una frase reveladora: “Era la princesa del pueblo y lo seguirá siendo; así permanecerá para siempre en nuestros corazones y en nuestro recuerdo”.
Aunque sus palabras eran bienintencionadas, la expresión “princesa del pueblo” no fue bien recibida en ciertos ambientes. El arzobispo Carey, que vio el mensaje del mandatario por televisión, enseguida pensó que toda aquella iconografía en torno a Diana perjudicaría la imagen de la familia real. Y así fue. Él mismo lo recordaba de esta manera: “Aquellos temores no tardaron en hacerse realidad. Parecía estar desatándose una creciente histeria, avivada por la atención de los medios a aquella persona tan bella como esencialmente normal”. Algunos observadores consideraron que la expresión usada por el primer ministro no fue del agrado de la soberana y que, de hecho, provocó cierta tensión entre ellos, aunque, a medida que fueron pasando los días, se fue disipando.
El príncipe Harry, que solo tenía doce años, estaba completamente desorientado. En el servicio religioso del domingo por la mañana no se hizo mención alguna al fallecimiento de su madre. El reverendo Adrian Varwell, que no era el párroco titular, se ciñó a la homilía que tenía preparada e incluso bromeó hablando del cómico escocés Billy Connolly. Por eso no es extraño que Harry preguntase: “¿De verdad se ha muerto mamá?”. Aunque el párroco principal, el reverendo Robert Sloan, explicó posteriormente que no se mencionó a la difunta princesa por- que no querían alterar a los muchachos, aquello no hizo más que afianzar en la opinión pública un relato cada vez más elaborado sobre la indiferencia de la familia real frente a la tragedia.
Desde luego, no todos los de la familia lamentaban la muerte de Diana del mismo modo. La princesa Margarita sentía una profunda antipatía hacia ella, sobre todo desde que apareció en Panorama cuestionando la idoneidad de Carlos como futuro rey y expresando su deseo de convertirse en la “reina de los corazones de la gente”. Para Margarita aquellos comentarios implicaban una traición tanto al príncipe de Gales como a la propia reina. Desde entonces no había querido saber nada de Diana y esperaba que sus propios hijos, David y Sarah, también la ignorasen. Por eso se sentía molesta por tener que quedarse en Balmoral guardando el luto oficial de la corte sin poder volar a la Toscana para, como todos los años, pasar allí sus vacaciones “culturales” a pleno sol. Lo que a Margarita (como a su hermana) verdaderamente le preocupaba era el efecto que todo aquello pudiera tener en Guillermo y Harry. “Es terrible perder a tu madre a esa edad, y encima solo unos días antes del cumpleaños de Harry”, dijo.
Reina Isabel

Reina Isabel Foto:EFE

Tal como les sucedía a los príncipes, millones de personas en todo el mundo seguían sin creer que Diana hubiera muerto. Y no lo creyeron hasta que el British Aerospace 146 de la flotilla aérea de la reina que transportaba el féretro tomó tierra en el aeródromo de la RAF, en Northolt, al oeste de Londres, procedente de París. El ataúd iba envuelto en el Real Estandarte y fue llevado a hombros por seis portadores de la RAF, observados in situ por el primer ministro y otros dignatarios del Gobierno y de las fuerzas armadas. Si la familia Spencer aún necesitaba alguna razón más para convencerse de que una ceremonia privada habría sido del todo inapropiada, el traslado por la autovía A40 hasta el centro de Londres se la dio con creces. Miles de personas, algunas visiblemente emocionadas, flanqueaban los dos lados de la carretera y contemplaban el paso del cortejo fúnebre desde los puentes.
En un primer momento, el cadáver se trasladó a una funeraria privada del oeste de Londres y después a la capilla real del palacio de St. James, donde se instaló la capilla ardiente.
Las muestras espontáneas de tristeza cogieron por sorpresa tanto a los medios internacionales como a la familia real, que observaba los acontecimientos desde su residencia en Escocia. A primera hora de la mañana de aquel domingo, el chófer de la princesa Margarita, Dave Griffin, se encontraba en el palacio de Kensington comentando la noticia con el inspector de policía que estaba allí de servicio. Este aseguró que a lo largo del día llegarían algunos ramos de flores de algún que otro irador. No se daba cuenta de que la mujer a la que saludaba a diario había tocado una fibra muy sensible en el sentir del planeta entero. Hacia el final de la tarde, el palacio de Kensington parecía un castillo rodeado de un foso flotante repleto de flores, poemas, fotos y velas encendidas.
Como el arzobispo Carey había pronosticado, la iconografía popular en torno a la princesa Diana comenzó a sobresalir respecto a la de la familia real: la calidez, la accesibilidad y la normalidad de Diana contrastaban con la frialdad, la indiferencia y la distancia de la Casa de Windsor, cuyos intentaban escudarse en el deber y en la tradición. Durante los días siguientes, Gran Bretaña sucumbió al 'flower power', al aroma de todos esos ramos de flores con los que la gente mostraba su cariño hacia una mujer que, en su opinión, había sufrido en vida el menosprecio de las altas esferas del poder. Miles de personas, la mayoría de las cuales jamás habían conocido personalmente a la princesa, se acercaron al palacio de Kensington para rendirle homenaje en una verdadera y espontánea explosión de sentimientos. Allí expresaron su pesar, su pena, su culpa y sus remordimientos. Personas que no se conocían se abrazaban y se consolaban unas a otras. Algunas rezaban. Otras lloraban con más emoción de la que habían sentido por sus propios familiares desaparecidos.
El hecho de que el nombre de Diana no se hubiera mencionado en el servicio religioso de Crathie molestó muchísimo a la población, que cada vez estaba más enfadada con una familia real que parecía más interesada en mantener el protocolo que en conectar con el sentir popular. No gustó nada que al principio la policía no permitiera depositar ramos de flores en el exterior de los palacios reales, lo que obligaba a esperar largas colas para poder firmar en los libros de condolencias, y aún menos que el mástil sobre el palacio de Buckingham estuviera desnudo, sin bandera alguna —pues solo se izaba el Estandarte de la Reina cuando ella se encontraba allí—. Que no ondeara una bandera a media asta se interpretó como una muestra más de la invisibilidad y de la falta de empatía de la familia real.
El prinicipe también pasó a ser duque de Cornualles

El prinicipe también pasó a ser duque de Cornualles Foto:EFE

Como era habitual, el diario 'The Sun' se mostró contundente: "¿Dónde está la reina cuando el país la necesita? Pues a casi novecientos kilómetros de Londres, que es donde hoy se concentra el pesar de la nación".
Las críticas a la reina contenían una triste paradoja. En el pasado se la había acusado de anteponer el deber a la maternidad, sobre todo durante la infancia del príncipe Carlos y de la princesa Ana. Ahora la atacaban por colocar su preocupación por sus nietos delante de su obligación hacia la nación. En Balmoral, la prioridad para la soberana era mantener a los niños protegidos y entretenidos con otras cosas, lo mismo que hizo en 1979, cuando se mostró "irremediablemente maternal" con Timothy Knatchbull mientras este se recuperaba del atentado contra Mountbatten. El príncipe Felipe también intentaba aportar calma y consuelo, y puso a trabajar a los chicos en una barbacoa; la princesa Ana se llevó a Harry a explorar algunos escondites de la finca de Balmoral, y Peter y Zara Phillips se fueron con Guillermo y Harry a montar a caballo.
Entre reunión y reunión, el príncipe Carlos sacó los viejos álbumes de fotos familiares para bucear con sus hijos en el baúl mental de los recuerdos. Harry también halló consuelo en los brazos de Tiggy Legge-Bourke, la mujer a la que ha llegado a calificar de "segunda madre" para él.
Durante aquella terrible semana, Guillermo y Harry se esforzaron por impregnarse de la entereza y el estoicismo de la familia: "Yo no dejaba de decirme… que mi madre no querría que yo estuviera disgustado —recordaba Guillermo años des- pués—. No querría que estuviera triste. No querría que estuviera así. Y me mantenía ocupado también, lo que es bueno y malo a veces, pero te permite más o menos superar ese primer momento de la impresión inicial".
El libro cuesta 95.000 pesos.

El libro cuesta 95.000 pesos. Foto:Planeta

Si hubieran regresado al palacio de Kensington, habrían tenido que quedarse allí sentados escuchando los lamentos que llegaban desde el otro lado de la verja. "Por suerte, dispusimos de la privacidad necesaria para llorar su pérdida y ordenar nuestros pensamientos en un espacio apartado del resto del mundo —reconoció Guillermo más tarde—. No teníamos ni idea de que la reacción a su muerte sería tan inmensa".
En cuanto a la planificación del funeral de Diana, el equipo de la reina colaboró con varios funcionarios del Gabinete del primer ministro y con representantes de la familia Spencer para elaborar una propuesta dirigida a recordar y homenajear a un ser humano único. A primera hora de la mañana del lunes 1 de septiembre, los más altos funcionarios de palacio —Fellowes, Janvrin y el lord chambelán, el conde de Airlie— le comunicaron a la reina cuáles debían ser las características apropiadas del funeral-homenaje. Como explicó Airlie, al no haber precedentes, se intentó hacer un funeral que fundiera cuidadosamente lo antiguo y lo moderno, lo tradicional y lo innovador.
El féretro de Diana sería trasladado en un afuste tirado por caballos y flanqueado por doce portadores de la Guardia Galesa. La procesión militar convencional sería sustituida por quinientos trabajadores y trabajadoras de organizaciones benéficas patrocinadas por Diana. Airlie lo justificó así: "Era importante incorporar una muestra representativa de la población a la que normalmente no se invita a la abadía, y que era la gente con la que más se relacionaba a Diana". Todos esperaban nerviosos el veredicto de la soberana. Afortunadamente, la reina estuvo de acuerdo con las propuestas y quiso que quedara claro que la familia real no se estaba distanciando de aquel magno acontecimiento.
Un empleado de palacio, Malcom Ross, contó después que a Isabel II "le complació mucho la idea de la procesión de los trabajadores de las organizaciones". Al secretario de prensa de Blair, Alastair Campbell, le impresionaron la flexibilidad, la creatividad e incluso la asunción de riesgos por parte de la reina, palabras que rara vez se asociaban a su personalidad.
Sin embargo, la soberana no cedió en algunas de las peticiones de los Spencer, como la de guardar el luto en privado en Escocia o que Diana fuese enterrada en Althorp en vez de en Frogmore. Las suspicacias entre las Casas de Spencer y de Windsor se mantuvieron durante toda la semana. Así lo recordaba el arzobispo de Canterbury: "Yo había enviado al deán de Westminster un primer borrador con las oraciones que proponía leer en el servicio religioso para recibir los comentarios de los directamente implicados. Entonces me dijeron que la familia Spencer no quería que hubiera mención alguna a la familia real en las plegarias y que, como represalia, desde Buckingham se había insistido en que tenía que incluirse una oración separada para la familia real y que se suprimiera toda fórmula que incluyera las palabras “princesa del pueblo”. Aunque me entristeció mucho leer aquello, me parecía fundamental acertar con las oraciones por el bien de todos. Fueron momentos de excepcional desconcierto y la tensión nos estaba afectando a todos".
Al arzobispo le preocupaba también que se hubiera invitado al conde Spencer a dar un discurso en la ceremonia cuando la tradición dictaba que solo los del clero podían hablar en los funerales religiosos. Aunque se puso en o con el hermano de Diana y lo animó a transmitir un mensaje cristiano de esperanza y de vida eterna en presencia de Dios, se quedó con la impresión de que el conde tenía otra idea sobre lo que diría en aquel acto.
También se estaba gestando otro conflicto —mucho más  dañino que el que pudiera enfrentar a los Windsor y a los Spencer— debido a las desavenencias existentes entre el palacio de St. James y el de Buckingham. O, por decirlo más claramente, entre los consejeros de la reina y los del príncipe Carlos. Al principio, los asesores de imagen del príncipe quisieron que este apareciera como el paladín de la causa democrática frente a los hombres de la reina, vacilantes, lentos y muy dados a ocultarse tras el protocolo y la tradición.
En aquella engañosa interpretación de lo ocurrido, se afirmaba que Isabel II se había negado a que se usara un avión de su propia flotilla para trasladar el cuerpo de Diana desde París. Incluso se comentaba que su secretario privado adjunto, Robin Janvrin, le había dicho a la reina: "¿Preferiría, señora, que volviera en una furgoneta de Harrods?" (los grandes almacenes Harrods eran propiedad del señor Al-Fayed). Además, según esta versión, la idea inicial de palacio era que el cadáver de Diana permaneciese en una funeraria pública de Fulham, en el oeste de Londres, y que fue Carlos quien, por propia iniciativa, revocó esa orden. Sin embargo, la realidad era que tanto la reina como su secretario privado, sir Robert Fellowes, estuvieron de acuerdo desde el principio en enviar un avión a París para recoger el féretro, exhibirlo en la capilla real y celebrar un funeral completo.
Un funcionario que estuvo presente en las conversaciones comentó tiempo después que "uno de los mayores peligros que corrimos durante aquellas tensas jornadas fue que los dos palacios estuvieran en total desacuerdo". En resumen, el bando de Carlos estaba dispuesto a arrojar a quien fuera a los leones (incluida la reina y otros de la familia real) con tal de proteger al príncipe de Gales. Y lo cierto es que el conflicto se prolongó hasta mucho después del entierro de Diana.
Aparte de la polémica sobre la bandera —o la ausencia de ella— en el palacio de Buckingham, la otra gran controversia giró en torno a si los hijos de Diana debían desfilar o no tras el cortejo fúnebre. El conde Spencer dijo que él debía ser el único que desfilara ese día, pero los representantes de la familia real indicaron que lo tradicional era que todos los parientes varones de la difunta acompañaran el féretro. Los chicos se convirtieron en una especie de pelota de pimpón entre las partes en conflicto, que no se resolvió hasta la noche anterior al funeral.
Así lo recordaba un asesor de Downing Street: "Hubo un momento increíble en el que estábamos en el manos libres hablando con Janvrin, que pensábamos que estaba solo, y, de pronto, se oyó al príncipe Felipe bramar por el altavoz. Los Spencer explicaban cuál debía ser, según ellos, el papel de los niños en la ceremonia y entonces Felipe estalló: '¡Dejen de decirnos qué hacer con esos chicos! Hablan de ellos como si fueran mercancías. ¿Tienen alguna idea de lo que están pasando?'. Fue bastante asombroso. Se le notaba la voz quebrada". Esa misma semana, el duque volvió a entrar espontáneamente en otra conversación:
"Lo que nos preocupa ahora mismo es Guillermo. Se ha marchado hacia la colina y no logramos dar con él. Eso es lo único que nos interesa en este momento".
Veinte años después, Guillermo intentó explicar sus sensaciones de aquella terrible semana. "No hay nada en el mundo que se le parezca. De verdad que no. Es como si un terremoto hubiese recorrido la casa, tu vida y todo lo demás. Tienes la mente completamente confusa. Me llevó bastante tiempo asimilarlo". El príncipe reconoció que halló consuelo en su abuela, quien, según sus palabras, "entendía algunas de las cuestiones más complejas que se presentan cuando pierdes a un ser querido".
Los príncipes Enrique y Guillermo estuvieron juntos en varias partes de la ceremonia.

Los príncipes Enrique y Guillermo estuvieron juntos en varias partes de la ceremonia. Foto:Gareth Fuller / AFP

Mientras los chicos buscaban consuelo en su familia y los principales de la familia real y sus asesores se esforzaban por diseñar y organizar un funeral excepcional para una persona única, en las calles de Londres el ambiente era cada vez más tenso. El blanco inicial de las iras fueron los medios sensacionalistas, porque para ellos trabajaban los paparazzi que, al parecer, habían perseguido a Diana y la habían empujado a la muerte. Pero después el objetivo de las críticas pasó a ser la familia real, y no solo por su lenta y callada reacción a la tragedia, sino por la indiferencia con la que habían tratado en vida a la princesa.
Las multitudes concentradas en los alrededores de los palacios reales aumentaban a un ritmo de unas seis mil personas por hora, por lo que en Downing Street comenzó a temerse que se produjeran disturbios. Las colas para firmar en los libros de condolencias eran kilométricas… y seguía sin izarse la bandera en Buckingham. "¿Dónde está la reina?", se preguntaba la gente congregada en el Mall. "¿Dónde está nuestra reina?", clamaban las portadas de los tabloides. "Muéstrenos que le importa", exigían los medios en titulares gigantescos. Pero la reina seguía negándose a volver a Londres.
Varios del personal de palacio trataron en vano de convencer a la soberana y al príncipe Felipe para que se dieran cuenta de la gravedad de la situación y volaran de regreso a la capital. Tony Blair, presintiendo que las cosas se estaban descontrolando, llamó al príncipe Carlos para decirle que la opinión pública no se podía ni "revertir, ni reconsiderar, ni ignorar". Al final, el príncipe de Gales, el primer ministro y todos los asesores reales se aliaron y, en una teleconferencia, lograron hacer entender a la reina que lo que estaba ocurriendo tenía un alcance sin precedentes. Cuando ella se convenció de que su inacción estaba dañando a la monarquía, todo cambió. Accedió a regresar a Londres al día siguiente, a salir al exterior del palacio y a dar un paseo (emitido por televisión) cerca de donde estaba el público congregado. También se decidió que, por pri- mera vez en la historia, la bandera nacional, la Union Jack (y no el Estandarte de la Reina), ondeara a media asta en el palacio de Buckingham.
Durante la última noche en Balmoral, el príncipe Felipe propuso que la familia asistiera a un servicio religioso en la iglesia de Crathie. Entonces sí se mencionó el nombre de Diana en una plegaria por la familia y, de regreso a palacio, los niños fueron fotografiados contemplando los cientos de ramos de flores y leyendo las notas que la gente había dejado en el exterior.
El regreso de la reina desde Escocia y su decisión de retransmitir su propio homenaje a Diana en el exterior del palacio de Buckingham contribuyó a acortar las distancias entre la monarca y su pueblo. El primer ministro le aconsejó que mostrara a la gente que era una persona vulnerable. Le dijo: "La compadezco muy sinceramente. No puede haber nada más doloroso que sentirse como usted se siente [en este momento] y ver cuestionados sus motivos".
El viernes por la tarde, ya en Londres, la reina y el príncipe Felipe hicieron su esperadísima aparición ante la multitud. Una expresión fugaz de angustia, producto de la inseguridad, se atisbó en el rostro de la soberana. "No teníamos certeza alguna —afirmó un antiguo trabajador de la corte— de que, cuando la reina saliera del coche, no la silbaran y abuchearan". Sin embargo, cuando empezó a caminar entre la gente, el ambiente de tensión se evaporó como por arte de magia y la multitud irrumpió en un espontáneo y respetuoso aplauso. Una niña de once años sostenía un ramo de rosas rojas y la reina le preguntó: "¿Quieres que las coloque por ti?". La pequeña respondió: "No, majestad, son para usted".
Ya de vuelta a palacio, la reina y su marido hablaron del estado de ánimo de la gente. Les costaba comprender lo que estaba sucediendo. Era como haber entrado en otro mundo. Como un alto funcionario de palacio señaló, "en Balmoral, ella no había acabado de asimilarlo. Uno nunca sabe el alcance de algo si no lo vive directamente. Todos los comentarios, la gente abrazándose, sollozando… era como si el país entero se hubiera vuelto loco. La reina y el príncipe Felipe estaban absolutamente desconcertados". Habrían comprendido mejor el sentir nacional si hubieran estado en Londres (en Buckingham o en Windsor) cuando ocurrió la tragedia. Pero tuvieron la suerte —buena o mala, según se mire— de estar pasando esos días en Balmoral, que, pese a su belleza, es como una especie de túnel del tiempo. No se dieron cuenta de la repercusión de la muerte de Diana en la psicología nacional. Y no fueron los únicos. "El mundo ha perdido el rumbo", escribió el comentarista de actualidad Gyles Brandreth.
La familia real presidió el funeral del príncipe Felipe.

La familia real presidió el funeral del príncipe Felipe. Foto:Dave Jenkins / EFE

Para la gente corriente, que con tanta atención había observado la trayectoria ascendente de la vida de Diana, su repentina muerte era difícil de asimilar. Teniendo en cuenta todo lo que le había ocurrido, se trataba de un final indigno, totalmente inmerecido. La reina y su familia no veían lo mismo que el pueblo: ellos lloraban a una persona de carne y hueso llena de defectos y no al icono de santidad en que se había convertido para el público. Años más tarde, Harry habló de la confusión que él mismo sintió en aquel momento. Escuchaba los sollozos de las personas allí congregadas cuando él no conseguía llorar por su difunta madre. Su padre, el príncipe de Gales, también estaba perplejo: "Me sentía como un extraño en mi propio país".
La reina se preparó para hacer su segunda comparecencia por televisión ante la nación (la primera fue en febrero de 1991, justo antes de la guerra del Golfo). "Sabía que era algo que debía hacer", señaló uno de sus asesores. El redactor de su discurso fue su secretario privado, que lo consultó con la propia reina, con el príncipe Felipe y con varios funcionarios de palacio antes de enviarlo a Downing Street para recibir la aprobación definitiva. Cuando Blair y Campbell leyeron el borrador, uno de los dos sugirió que la soberana debía hablar no solo como reina, sino también como abuela. Fue una sugerencia acertada.
La reina accedió a salir en directo por televisión desde el Comedor Chino del palacio de Buckingham, delante de un gran ventanal que daba directamente al Mall, que en ese momento estaba lleno de flores y de personas que habían ido hasta allí para llorar a Diana. El discurso, de tres minutos y nueve segundos, fue uno de los más efectivos de su reinado. Su sinceridad sin estridencias, su lectura clara y el respeto que mostró por la fallecida "desactivaron inmediatamente las hostilidades hacia los Windsor".
La monarca habló de incredulidad y de sensación de pérdida: "Todos hemos sentido esas emociones en estos últimos días, así que lo que os digo ahora como vuestra reina y como abuela os lo digo desde el corazón. En primer lugar, quiero rendir mi propio homenaje personal a Diana. Era un ser humano excepcional y de gran talento. Ni en los buenos tiempos ni en los malos perdió nunca su capacidad para sonreír y reír, ni para inspirar a los demás con su calidez y su bondad. La iraba y la respetaba por su energía y su compromiso con los demás y, en especial, por la devoción que sentía por sus niños". Y en un claro gesto de aceptación de las críticas que estaba recibiendo, prosiguió: "Yo misma creo que se pueden extraer lecciones importantes de su vida y de esta extraordinaria y conmovedora reacción a su muerte".
'Diana: en sus propias palabras', detallas las dificultades del matrimonio con Carlos.

'Diana: en sus propias palabras', detallas las dificultades del matrimonio con Carlos. Foto:Archivo / EFE

Lo cierto es que había tardado demasiado tiempo en cambiar el rumbo y, por mucho que los niños fuesen su principal preocupación, nada habría impedido que un equipo de cámaras hubiera grabado un mensaje desde Balmoral unos días antes. De ese modo las críticas a la familia real y a la monarquía se habrían cortado de raíz. Aun así, su discurso obró la magia. El arzobispo Carey confesó que con él la reina "mostró su compasión y su comprensión, y ayudó mucho a silenciar las críticas contra ella y a eliminar la confusión que se había producido". En resumidas cuentas, tras aquella alocución, el republicanismo cayó en picado. Pero aún quedaba una pregunta en el aire: ¿desfilarían Guillermo y Harry detrás del féretro siguiendo así la tradición real? La decisión final les correspondía a los propios príncipes, pero en este punto su abuelo intervino de manera decisiva: "Si yo desfilo, ¿desfilaréis vosotros?", preguntó Felipe. Cuando Guillermo dijo que sí, su hermano se animó también. "Los dos tienen una relación muy cercana con sus abuelos, los adoran —comentó tiempo después el secretario de prensa, Dickie Arbi-ter—. Es muy significativo que se decidieran a desfilar por su abuelo, no por su padre ni por su tío". Además, de ese modo se cerraba otro frente: si solo desfilaban el príncipe Carlos y el conde Charles Spencer, era probable que alguien del público abucheara —e incluso agrediera— al futuro rey al hacerle responsable de la muerte de Diana (no en vano había recibido numerosas cartas con amenazas durante aquella semana).
El día del funeral, la reina y su familia se situaron en el exterior de la verja del palacio de Buckingham. Cuando el cortejo fúnebre pasó junto a la monarca, esta inclinó la cabeza a modo de respeto y reconocimiento a Diana, aunque es probable que también saludara el cambio de valores que la princesa representaba. Por su parte, la princesa Margarita se mantuvo erguida y con cara de no tener muchas ganas de estar allí. De hecho, mientras ella y la reina aguardaban la llegada del cortejo fúnebre, estuvo atosigando a su hermana con la necesidad de mejorar los inodoros del palacio de Kensington, una muestra de hasta qué punto había llegado el distanciamiento entre las dos antiguas vecinas de palacio.
Por paradójico que parezca, el hecho de que los hijos de Diana hicieran una demostración pública de virtudes tan tradicionales como el estoicismo y la entereza contribuyó a que el funeral tuviera una carga emocional añadida. Ambos siguieron al pie de la letra la máxima de la princesa Alicia, condesa de Athlone: "No se lleva el duelo privado en el brazalete público". El príncipe Felipe trató de levantar el ánimo a sus nietos durante la larga caminata señalándoles discretamente diversos monumentos históricos y explicándoles su significado.
Dos mil quinientos millones de espectadores vieron la ceremonia por televisión. Ya en el interior de la abadía de Westminster, Tony Blair leyó un pasaje de la Biblia; las hermanas de Diana, Jane y Sarah, recitaron poemas, y Elton John hizo una emotiva interpretación de su 'Candle in the Wind' tras dedicársela a la princesa. Luego le llegó el turno a Charles Spencer, que públicamente arrojó el guante a la familia real y a los medios de comunicación, acusando a los Windsor de haber despojado a la
princesa de su tratamiento de Alteza Real, así como la frialdad con la que estaban criando a sus sobrinos. "Diana —dijo— no necesitaba título real alguno para seguir generando su magia particular". Prometió a Guillermo y a Harry que los Spencer continuarían cuidando de sus sobrinos tal y como lo había hecho su madre "para que sus almas no estén imbuidas solamente de deber y tradición, y puedan cantar abiertamente, como tú quisiste". También destacó lo mucho que los medios se empeñaban en "manchar su nombre". Al final de su discurso elogió a su hermana por haber sido "la excepcional, compleja, extraordinaria e irremplazable Diana, cuya belleza, tanto interior como exterior, jamás se apagará en nuestras mentes".
Entonces se escuchó el eco de los aplausos de la multitud concentrada en el exterior del templo. En el interior, y tras un momento de reflexión, los allí reunidos —Guillermo y Harry incluidos— también aplaudieron, aunque no quedó claro si lo hacían por lo que el conde había dicho sobre su hermana, sobre los medios o so- bre la familia real.
La reina tenía la mirada clavada en el frente y el semblante imperturbable, igual que su marido. El príncipe Carlos se indignó tanto que tuvieron que frenarlo para que no emitiera un comunicado público. Según recordaba Dickie Arbiter, "los ánimos dentro de la familia real estaban muy caldeados por lo que había dicho el conde, y los altos funcionarios de la corte estaban furiosos y conmocionados". La reina creía que el hermano de Diana debería haber dado mayor relevancia a las evidentes cualidades cristianas de la princesa, tal y como deseaba el arzobispo de Canterbury.
Los príncipes observaron a unos metros del jardín los ramos de flores depositados por la gente, antes de que Enrique colocara el suyo, que le fue entregado por una persona del público.

Los príncipes observaron a unos metros del jardín los ramos de flores depositados por la gente, antes de que Enrique colocara el suyo, que le fue entregado por una persona del público. Foto:Paul Vicente / EFE

Tras el funeral y el entierro en Althorp, la familia real regresó a Balmoral. Al día siguiente, justo una semana después del accidente, Tony y Cherie Blair volaron a Escocia para pasar el clásico fin de semana de los primeros ministros, aunque en formato abreviado. Durante la audiencia privada con la reina, Blair habló de las lecciones que podían extraerse de la muerte de Diana y, tal y como reconoció más tarde, en ese momento la reina estaba "reflexionando, valorando y adaptándose".
Por su parte, la princesa Margarita, antes de partir rumbo a la Toscana, envió a su hermana mayor una nota de agradecimiento por "lo generosamente que te ocupaste de todos tras el accidente y les hiciste más soportable la vida a esos dos pobres niños. Ahí estabas tú, siempre al mando, escuchando a todo el mundo y decidiendo sobre todas las cuestiones. Sencillamente, me pareció que estuviste maravillosa". La reina le agradeció su lealtad y su apoyo. A las dos, educadas para no mostrar nunca sus emociones en público, les costaba entender el estallido emocional que se había producido en esos días.
En una carta privada —en respuesta a otra de su íntima amiga lady Henriette Abel Smith— la reina se refirió (en un párrafo mecanografiado) a las conclusiones que podían extraerse de aquella terrible semana: "Ha sido muy triste, sin duda, y su muerte representa una enorme pérdida para el país. Pero, además, la reacción pública a su fallecimiento y el servicio religioso en la abadía parecen haber unido a personas de todo el mundo de un modo muy inspirador. Guillermo y Harry han sido muy valientes. Estoy muy orgullosa de ellos". Y proseguía (ya con su propia letra manuscrita): "Creo que tu carta ha sido una de las primeras que he abierto. Las emociones están muy entremezcladas aún. Todos hemos pasado por una experiencia muy mala".
Pese a que la reina llevaba más de cuarenta y cinco años en el trono, después de la muerte de Diana la sensación que imperaba en el ambiente era que la soberana —mejor dicho, la monarquía en su conjunto— estaba a prueba. Había chocado de frente con su pueblo y su pueblo había ganado.
Aunque la consigna transmitida desde el palacio de Buckingham era que se habían aprendido varias lecciones, la nación, escéptica, observaba con recelo y se reservaba su valoración final. Estaba claro que la desconexión entre la soberana y la sociedad tardaría un tiempo en restablecerse, aun cuando los sondeos pusieran de manifiesto que la ciudadanía no quería una república. Lo que la gente quería era una monarquía modernizada que estuviera más en o con una Gran Bretaña multicultural. Con una mujer al frente que tan arraigada tenía la tradición —cuando tomaba una decisión, en su mente siempre planeaba una pregunta: "¿Qué habría hecho mi padre?"—, cualquier reforma sería necesariamente prudente y gradual.
Además, cuando la presionaban, Isabel era muy tozuda. Por ejemplo, ya dijimos que, cuando lord Altrincham defendió la abolición del baile de las "debutantes» (o puesta de largo) en el palacio de Buckingham, la reina retrasó un año la decisión para no dar a aquel aristócrata radical la satisfacción de pensar que había sido porque él así lo había querido.
Lo cierto era que el país estaba cambiando. Cuando Tony Blair elogió a la reina llamándola "lo mejor de los británicos" en la celebración de su quincuagésimo aniversario de bodas (noviembre de 1997), el primer ministro estaba a punto de em- prender una verdadera remodelación del paisaje político del país que se caracterizaría por una mayor integración en Europa, una descentralización de competencias para Escocia, Gales e Irlanda del Norte, la creación de una alcaldía y una corporación municipal unificadas para Londres —elegidas por sufragio popular—, y la incorporación de la legislación comunitaria europea. Con el movimiento autonomista e independentista en Escocia cada vez más activo y con una Comunidad Británica de Naciones convertida en un mero adorno político, el país estaba transformando una parte esencial de su ser, y no necesariamente en una dirección favorable a la monarquía.
La Academia del Cine Francés vetará a abusadores y violentos, líderes mediáticos y diplomáticos de dilatada experiencia. El príncipe Felipe se interesó especialmente por el nuevo sitio web de la Corona (www.royal.uk) y poco después se fundó el Way Ahead Group, formado por los principales de la familia real y sus asesores, cuyo objetivo es servir de mecanismo de alerta ante problemas futuros y diseñar una trayectoria segura para la evolución de la monarquía.
Aunque la reina había dicho aquello de "yo no hago numeritos", en el sentido de que no estaba dispuesta a seguirle el juego a los medios, pronto empezaron a proliferar los corresponsales dedicados a detectar señales del llamado "efecto Diana". ¿De verdad había extraído la reina lecciones de la vida de su nuera y había modificado su estilo conforme a ellas? Todo parecía indicar que sí.
La princesa sabía escoger muy bien los temas de los que hacer causa
Cuando visitaba una escuela, ahora se sentaba con los niños en vez de quedarse de pie al lado del director. En 1998 se dejó fotografiar junto al entusiasmado personal de un McDonald’s en Ellesmere Port, y en una visita a la urbanización Craigdale, en Glasgow, acompañó a Susan McCarron, una pensionista, a tomar el té y unas galletas de chocolate en su chalé, que estaba limpio como una patena.
En septiembre de 1998, durante una gira oficial por Malasia, firmó un balón de fútbol del Manchester United para unos aficionados, e incluso se permitió destilar algún destello de humor, como cuando reconoció que, en la final del Mundial de fútbol de 1986, cuando a Inglaterra le anularon un gol, ella levantó los brazos disgustada y exclamó: "Su Majestad no está nada contenta". También hizo algún guiño al igualitarismo, como cuando tomó el tren de ida y vuelta hasta King’s Lynn, en Norfolk, durante sus vacaciones anuales en Sandringham. Muchos viajeros se sorprendieron al ver a la reina contemplando en silencio todo aquel desfile de gente. Como comentó entonces el 'Sunday Telegraph', "no estamos en presencia de una reina nueva. De lo que somos testigos ahora es de cómo la misma reina de siempre refleja cada vez mejor la sociedad cambiante que hay a su alrededor".
También se ordenó que la Union Jack ondeara siempre en todas las residencias reales —estuviese o no la reina en ellas—, de manera que el mástil desnudo que tanta inquietud había causado durante la semana anterior al funeral de Diana ya no volvió a verse así. "La princesa sabía escoger muy bien los temas de los que hacer causa —dijo uno de los altos funcionarios de palacio— y tenemos que aprender de ello. Era muy buena en estar al día de los asuntos que preocupaban a la gente. Ese era uno de sus puntos fuertes y también una de las lecciones que se podían aprender".
En diciembre de 1997, el yate real Britannia, esa casa de campo flotante y refugio seguro en el que guarecerse durante las visitas oficiales, fue retirado del servicio en Portsmouth después de estar a disposición de Su Majestad durante media vida. A la reina no le resultó fácil despedirse de aquel barco que guardaba tantos recuerdos de días felices, sobre todo de los cruceros anuales que la familia hacía por las islas Hébridas Exteriores de Escocia. Antes de la ceremonia, la soberana y su familia echaron un último vistazo por la cubierta y los compartimentos del yate. Fue una emotiva despedida, e incluso se vio a la reina secarse alguna lágrima con el dedo justo antes de retirarse para almorzar en el comedor oficial.
Más tarde, en la ceremonia pública celebrada en el muelle, la monarca y la "princesa real" (Ana, también visiblemente emocionada) observaron entre lágrimas a la Banda de los Reales Marines tocar el evocador 'Highland Cathedral'. Varios 'gurús' de la actualidad no tardaron en recordar que ninguna de las dos había derramado una lágrima por la princesa Diana y que, sin embargo, ahí estaban, llorando por un trozo de metal flotante.
Los príncipes Enrique y Guillermo y su esposa Catalina rindieron este miércoles un sobrio homenaje a Diana Spencer, veinte años después de su muerte, al mismo tiempo que se acumulaban ramos de flores ante la residencia londinense de la "princesa de los corazones".

Los príncipes Enrique y Guillermo y su esposa Catalina rindieron este miércoles un sobrio homenaje a Diana Spencer, veinte años después de su muerte, al mismo tiempo que se acumulaban ramos de flores ante la residencia londinense de la "princesa de los corazones". Foto:EFE

Antes de realizar una última travesía hasta el puerto escocés de Leith, se retiraron del yate todos los recuerdos que en él quedaban de sus ocupantes, incluyendo un colmillo de narval y varias pinturas al óleo del príncipe Felipe. El Britannia es hoy una atracción turística muy popular y la mayoría de los objetos que entonces se sacaron de allí han sido devueltos.
La familia Spencer realizó una operación similar en el palacio de Kensington, de donde se retiró todo lo que había en los aposentos de Diana para evitar que los cazadores de trofeos se dedicaran a vender recuerdos de la princesa. El mayordomo de Diana, Paul Burrell, llegó a quejarse de que la madre de esta, s Shand Kydd, hiciera trizas el papel secante que había sobre el escritorio de su hija. A los pocos meses ya no quedaba el menor rastro de ella en su antigua residencia real.

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Redacción CULTURA

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