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‘Siempre ha habido enemigos de la libertad de pensamiento’: José Luis Pardo
El filósofo español habla de las formas de censura contemporáneas. Entrevista.
José Luis Pardo ha escrito una veintena de libros de filosofía como Estudios del malestar. Foto: Andreu Dalmau. EFE
Una conversación con el filósofo José Luis Pardo (Madrid, 1954) es siempre una invitación a la reflexión y al diálogo sereno, pero sobre todo es una invitación a escuchar. Desde la complejidad de su pensamiento, Pardo nos abre las puertas con el objeto de esbozar el sentido de la filosofía, el valor de la genuina democracia, la necesidad de una convivencia equilibrada y la defensa de las libertades y la igualdad.
Su pasión por la filosofía nació desde muy joven. ¿Cómo surgió?
Debía tener unos 18 años cuando abandoné los estudios y me hice simpatizante de una organización de extrema izquierda. Gracias a ella pude conocer los siniestros calabozos de la Dirección General de Seguridad franquista en la Puerta del Sol de Madrid cuando, creo, era ministro de la Gobernación uno al que cariñosamente apodaban 'El carnicerito de Málaga'. Salí tan escarmentado de aquella experiencia política que, además de vacunarme contra la militancia en partidos para el resto de mi vida, dejé de lado el Tratado de Economía Marxista de Ernest Mandel y empecé a leer, sobre todo, poesía. Así llegué a Octavio Paz, cuyos ensayos me abrieron un continente desconocido que colonicé salvajemente: el estructuralismo.
Pero fue en 1974, cuando me compré en una librería El Anti-Edipo, de Deleuze y Guattari, que me di cuenta de que lo que me interesaba era la filosofía, algo de lo que no había antecedente alguno en mi familia, en la que ninguno de mis parientes próximos tenía estudios superiores. El consejo de una persona que siempre me ha querido bien me convenció de retomar los estudios y de matricularme en el turno de noche en la Facultad de Filosofía como única opción para entender algo de todo lo que encerraba aquel libro inmenso e intenso. No sé si lo he entendido del todo, pero fue mi iniciación a una disciplina a la que desde entonces permanezco fiel.
Usted ha escrito multitud de artículos académicos, así como más de una veintena de libros sobre temas muy diversos, si bien todos ellos acerca de la condición humana. La banalidad, el pensamiento, la intimidad… y el malestar. ¿Por qué estudió este último aspecto, que nos lleva acompañando a lo largo de la historia?
El malestar que se trata en Estudios del malestar, aunque sea tan viejo como la pobreza o la avaricia, ha adquirido en nuestros días un rostro peculiar. Sin duda, tiene mucho que ver con la política, pero más que malestar político es un malestar en o con la política; lo curioso es que este malestar se ha convertido en una herramienta para alcanzar el poder político y, desde él, alimentar y excitar el enfrentamiento en lugar de reducir el descontento. La idea de superar la política –es decir, la democracia parlamentaria– y abrazar una comunidad más pura y auténtica es antigua, pero en nuestros días se manifiesta como un malestar contra el bienestar del llamado ‘Estado del bienestar’, que es posiblemente el logro político más relevante del siglo XX. Esto genera una inquietud que atraviesa a las familias, las escuelas, las empresas, las universidades y las amistades, y que ha cristalizado en una serie de ‘políticas del malestar’ que van sustituyendo a las viejas políticas del bienestar (es decir, de igualdad y de libertad).
La metafísica, muy cuestionada desde el auge del progreso científico en el siglo XVIII, parece estar viviendo un renovado interés. ¿Cree que la metafísica tiene algo que aportar en un tiempo dominado por el materialismo y el positivismo?
No es fácil saber de qué hablamos cuando utilizamos el término ‘metafísica’, que a menudo engloba acepciones contrarias e incompatibles. Si atendemos a todo lo que se ha denominado ‘metafísica’ a lo largo de la historia de la filosofía, yo diría que es problemático plantear esta como una alternativa al materialismo o al positivismo, puesto que ha habido y hay una metafísica materialista (por ejemplo, el materialismo histórico-dialéctico) y una metafísica positivista, y quizá es de eso –de haber elevado los hechos, lo tangible o la historia, a la categoría de entidades metafísicas y objetos de devoción religiosa– de lo que nos quejamos, y no tanto de los resultados útiles o del progreso científico, que son cosas dignas de celebración.
La crítica que en su día hizo Kant a la metafísica racionalista y empirista de su tiempo, que usurpaban el título de ciencia, se basaba precisamente en la confianza en el progreso científico y es, según creo, uno de los modelos más logrados de una actitud filosófica y de una contribución de primer orden a la cultura moderna. El pecado original de la filosofía es su deseo de convertirse en un saber positivo acerca de la naturaleza o en una doctrina sapiencial sobre la acción humana; es posible que no pueda haber filosofía sin ese deseo: no es una ciencia de las ciencias ni una regla de vida, sino un saber del no-saber, un saber de la propia ignorancia o de los límites del saber. Así que quienes concebimos así la filosofía, como una reflexión que se apoya en la refutación del sofista, no tenemos que temer por el porvenir de nuestra disciplina. Puede que hoy haya pocos filósofos, pero sofistas sigue habiendo en abundancia creciente.
Estudios del Malestar, portada del libro de José Luis Pardo. Foto:Anagrama
La educación es un pilar fundamental para el desarrollo social. ¿Cómo debería ser la enseñanza ideal?
No sabría decir cuál es la enseñanza ideal. Lo que sí puedo decir es que la que yo he conocido –como estudiante, como profesor y como padre–, y que en ningún caso calificaría de ‘ideal’, puesto que tiene muchísimos defectos, se ha ido encontrando cada vez más amenazada; y no en su ‘ideal’, sino en su naturaleza misma de enseñanza. Es decir, que cada vez hay menos tiempo y menos espacio para aprender y enseñar –en los cuales la cosa misma de la que se trata ha de ocupar el centro–, y las aulas, ya sean físicas o virtuales, se han ido llenando de otros ingredientes ajenos: negocios, emociones, motivaciones, intenciones, ajustes de cuentas, guerras culturales, consignas políticas, recetas ideológicas, experimentos pedagógicos, experiencias místicas.
De esta manera, aquello que había que enseñar va siendo marginado en beneficio de estos nuevos ‘contenidos’, que fagocitan los programas. Mientras que la amenaza que se cierne sobre las ciencias ‘duras’ es la de una mercantilización de sus aplicaciones tecnológicas, la que desafía a saberes como las ciencias humanas y la filosofía es la de su rentabilización ideológica, que es igual de destructiva para su supervivencia y que contribuye crecientemente a su desprestigio social.
Hay un fenómeno, la cultura de la cancelación, que parece extender su dedo inquisidor sobre cualquier expresión ‘políticamente incorrecta’ o que no sea avalada por ciertos movimientos. ¿Cree que es un nuevo modo de censura?
No me cabe duda de que es un modo de censura, aunque no estoy tan seguro de que sea nuevo: siempre ha habido enemigos de la libertad de pensamiento, y no me refiero a quienes están convencidos de que los que no piensan como ellos se equivocan, ya que eso seguramente nos ocurre a casi todos. Me refiero a quienes, de diversos modos y en diferentes grados, impiden que los que no piensan como ellos puedan expresarse libremente.
Sin embargo, los más perniciosos desde el punto de vista filosófico son aquellos que niegan que se pueda pensar libremente y que, por tanto, afirman que quienes dicen o creen expresar libremente su pensamiento no hacen otra cosa que servir a unas determinaciones y dependencias que, o bien ignoran (en cuyo caso son unos ilusos), o bien conocen e intentan ocultar (en cuyo caso son unos farsantes). Digo que son los peores porque, con su pseudoargumentación, legitiman la conducta de los censores.
En mi adolescencia, cuando España vivía aún bajo una dictadura, los enemigos de la libertad de pensamiento eran sin duda hegemónicos, tanto del lado del régimen oficial que entonces imperaba como del de la oposición clandestina más visible. Después, durante casi toda mi vida académica, profesional y literaria, han estado cualitativamente en minoría. Pero ahora vuelven a ser legión, de modo que aquello que hasta hace poco tiempo había sido demasiado fácil de practicar ahora se ha vuelto difícil. No porque como ocurriera en mi adolescencia le metan a uno en la cárcel por expresar libremente lo que piensa, sino porque, por muy increíble que esto pueda parecer, ahora los enemigos de la libertad de pensamiento se llaman a sí mismos ‘progresistas’, y persiguen a quienes no les secundan hasta acorralarlos en las aguas fecales de lo inisible. Como dice Pascal Bruckner: “cuando la emancipación ya no puede distinguirse de la persecución, algo huele a podrido en el partido que se autodenomina progresista”. Lo que me inquieta es que este mecanismo de censura tácita es que es justamente una forma de desactivar la libertad de pensamiento: constituye un atentado contra la posibilidad misma de la filosofía.
Usted, en 2010, publicó el libro 'Nunca fue tan hermosa la basura'. ¿De dónde cree que emana este interés por asentar la mirada sobre la esencia de lo desechado? ¿El ser humano, la naturaleza también, está en proceso de transformación en ella?
Se diría que los espacios ruinosos o arruinados suscitan una sensación de inhospitalidad y desamparo que raramente asociamos con la intimidad, pero es que, a diferencia de la privacidad, la intimidad no es un lugar (incluso ‘interior’ o ‘virtual’) al que alguien pudiera retirarse, ni un recinto protegido y precintado contra las amenazas exteriores. Hay cosas que solo siendo definitivamente arruinadas pueden adquirirse. Mejor dicho, hay cosas que solo pueden obtenerse si se pierden, y me temo mucho que la intimidad es una de ellas en el bien entendido de que la ‘pérdida’ no designa en este contexto un fenómeno simplemente negativo o de carencia, sino una circunstancia en la que no cabe amparo alguno; en la cual no existe lugar en donde pueda uno refugiarse o puerta que pueda cerrarse con llave para impedir la entrada de huéspedes incómodos. Lo grave del caso es que esta es sencillamente la condición humana: humanos son quienes no tienen sobre la tierra un emplazamiento propio, como lo tienen los ríos o los tigres, dotados de aquello que Aristóteles llamaba “un lugar natural”. Esta fragilidad específicamente humana es algo que la pareja formada por lo público y lo privado puede y debe ‘proteger’, pero que no puede del todo eliminar. El no tener un lugar definitiva y naturalmente propio hace necesaria la construcción de lugares artificiales (espacios públicos y privados), pero es también lo que ocasiona que finalmente ningún refugio sea del todo suficiente. No podemos dejar de imitar a quienes en verdad tienen una casa (como la tienen definitivamente los ríos, las fieras o los dioses), y a esa imitación obedecen todos los principios de construcción de espacios públicos y privados, pero no podemos nunca vencer del todo nuestra condición de huéspedes interinos de la tierra, y a esta precariedad obedecen todos los principios del habitar propiamente dicho. Nuestros íntimos son los que conocen nuestra ruina y, pudiendo hacerlo, no se aprovechan de ella; los que nos aman justamente por aquello por lo cual nos venimos abajo y que no podemos ‘transmitirles’ a modo de información ni intercambiar con ellos en una transacción; los que siguen hablándonos a pesar de no poder convertir aquello por lo que desean hablar con nosotros en espectáculo de una identidad. Todo el mundo debe tener una casa a la que poder retirarse, pero, con respecto a algunos, ciertas veces, nos gustaría que se quedasen un poco más con nosotros antes de marcharse. Y, por desgracia, no siempre es posible.
DAVID LORENZO CARDIEL (*)
REVISTA ETHIC (**)
En X: @Davidlorcardiel
(*) David Lorenzo Cardiel es filósofo y escritor.
(**) Ethic es un ecosistema de conocimiento para el cambio desde el que analizamos las últimas tendencias globales a través de una apuesta por la calidad informativa y bajo una premisa editorial irrenunciable: el progreso sin humanismo no es realmente progreso.