Cuántas veces habíamos jugado en los años juveniles a imaginar que naufragábamos en una isla desierta con la mujer que llevábamos en el corazón. ¡Sucedió! Acá estamos, el uno para el otro las veinticuatro horas del día.
Acá estamos, un día tras otro, un amanecer tras otro, una noticia tras otra, en esta isla de cemento, rodeados de virus por todas partes, guardadas las embarcaciones y cerrados los bares a donde solíamos ir después del cine, una ginebra con rodaja de pepino para ti y una copa de malbec para mí, a desentrañar la película y a medir qué tantas preguntas nos dejó flotando en la cabeza, como nos gusta, o a reírnos de nosotros mismos, con burla, con saña, por haber elegido tan mal… aunque nos gustaba correr el riesgo porque, en todo caso, siempre habría un malbec y una ginebra a la salida. Cerrados los bares, cerradas las salas de cine y cerrados los caminos que conducen a Roma, con los que no dejábamos de soñar, porque hicimos de los viajes una forma de vida. Ahora, veinticuatro horas al día juntos, hemos vuelto a muchas plazas, nos hemos sentado de nuevo en muchas barras, hemos alcanzado a subir al metro que estaba cerrando las puertas, hemos irado las ballenas que viajan al lado, hemos vuelto a oír de viva voz las historias de don Margarito, a un par de calles del zócalo, algunos días con el optimismo de que volveremos y otros días con la incertidumbre convertida en la certeza del fin. Y hemos llorado en compañía, convencidos de que el llanto une tanto como la risa. Y hemos sentido el abrazo sin metros de distancia cuando debe reemplazar a las palabras porque no hay palabras para mentir, no hay palabras para inventar futuros, para componer ilusiones. Y le hemos dado alas a la nostalgia cuando queremos estar juntos, como ahora, pero quizás en otro lugar. Andando caminos. Descubriendo el mundo que jamás terminaremos de descubrir y que jamás será del todo descubierto. Veinticuatro horas de tantos días. Como náufragos. Esperando que baje la marea. Para seguir juntos, en todo caso. Y en todos los casos.
*Cortesía del autor