Extraño el mundo. Sí, el puente de Austerlitz y El Cuartito de la porteña calle de Talcahuano. Los viveros de Coyoacán. Aquel inolvidable bar de blues de Chicago, cuyo nombre no recuerdo. Pero extraño, sobre todo, mi mundo. Extraño al señor Platz, que atiende ese almacén atiborrado de copas, de sartenes y de platos de mil formas: suelo visitarlo en diciembre, cuando empiezo a planear la mesa navideña, e intercambiamos algunas frases sin mayor sustancia en torno a la actualidad.
Lleva sobre la camisa –y no debajo de ella– un crucifijo enorme que siempre me ha sorprendido, no solo por lo grande sino también por su apariencia de descreído. Extraño el cerezo deforme y frondoso que está a la vuelta del parque en el que mean los perros. Extraño el local de empanadas de un argentino que huyó de la dictadura, se instaló en Bogotá y sobrevivió durante mucho tiempo por cuenta de las proyecciones que programaba de clásicos del cine independiente que no eran fáciles de conseguir. Vendía en la pequeña sala vinos y empanadas de su tierra que con el tiempo desplazaron a las películas como su principal fuente de ingresos. Extraño el ritual de la cancha: la cerveza previa, el himno al que le cambiamos el final para incluir el nombre de nuestro equipo –¡Santa Fe, Santa Fe, Santa Fe!–, la vecina octogenaria que cada vez sube con más dificultad las graderías, la lechona del intermedio, los balones que se estrellan contra el travesaño. Extraño el camino cubierto de urapanes y chicalás en donde solía correr tres o cuatro veces por semana. Extraño el sonido de la vieja máquina de café de aquel local estrecho, que sigue estrecho a pesar de que lo han tenido que ampliar dos veces. Extraño el aroma del perejil en el mercado del Siete de Agosto. Extraño a mi hijo. No hacía muchos meses que se había independizado cuando se decretó la pandemia. La supervivencia le ha alborotado las ganas de aprender a cocinar, que había manifestado de tiempo atrás. Hablamos a diario, y las consultas culinarias suelen ponerle sabor a nuestras conversaciones. Es curioso esto de enseñar a cocinar por teléfono, pero ha sido una maravillosa forma de sentarnos de nuevo a la mesa. Extraño otras mesas, por cierto. Y el bosque de pinos que está a pocos pasos de la que fue mi casa de infancia.
*Cortesía del autor