Ella tenía ojos claros “color gato” y carita pecosa. Era mi estudiante. Estaba en grado 11 de bachillerato en un colegio en una pequeña ciudad de Colombia. Nuestro amor no nació de la pasión, aunque para mí, ella es la mujer más hermosa que he conocido.
Todo era inocente. Empezamos a hablar interminables horas sobre cine, teatro, música, y otras cosas que ella no tenía en su vida cotidiana.
En ese momento ella vivía en una finca, con un padre controlador que, aunque tenía recursos, no compartía la curiosidad intelectual que evidentemente tenía su hija. Era una mujer muy, muy inteligente.
Yo, por otro lado, hacía poco me había ido a vivir solo. Recién me había graduado y empezaba a trabajar como docente en un colegio de esa ciudad.
El trabajo me gustaba, pero les tomaba cada vez más pereza a las adolescentes. Tenían poco interés en las materias y en las clases. Algunas mostraban interés por mí y creían que la “seducción” era mostrar escotes o hacer comentarios sexuales. Yo tenía claro que no quería nada de eso. Mantenía a raya a las estudiantes, pero con ella era diferente. Aunque tuviera claro que no quería ni podía estar con una de mis alumnas, ella se me metía calladamente en el corazón.
Yo no soy alguien supersticioso, pero con ella sentía que el Universo entero me hablaba. No escucharlo, creía, era un sacrilegio. Un día la vi en la biblioteca, estudiando física, con ese hermoso pelo color castaño claro, su cara preciosa y unas gafas que le daban ese aire de nerd que siempre me encantó.
Hablamos un rato y con la cabeza en contra, sin querer importunarla, sin querer sobrepasarme, pero con la convicción de que lo que decía era real y verdadero le dije lo siguiente: “si usted estuviera en la universidad, yo estaría locamente enamorado”.
Cuando caí en cuenta de lo que había dicho escapé de ahí entre la vergüenza y el pavor de que una estudiante modelo fuera a pensar que yo era alguna clase de pervertido o que estaba tratando de engañarla.
Además de ser su profesor, la diferencia de edad también era para mí un tema. Yo tenía 24 o 25 años y ella tenía 18 o 19. Pero no la engañaba. Era cierto lo que sentía.
Después de eso ella no cambió conmigo. No se volvió ni más cercana ni más lejana. Era la misma estudiante callada, dulce y de buen humor, que todos los miércoles iba de 2 a 5 de la tarde a editar el periódico del colegio. Era mi momento de verla porque le ayudaba a montar las notas al sistema. La vida trascurría en eso. A mí me gustaba, no sabía qué pensaba de mí, pero tampoco hacía algo más allá porque no era el momento, no era esa la forma.
Un día ella me pidió que fuera a revisar un computador que su papá había adquirido y que estaba mal configurado. No les miento, acepté encantado, no solo por tener plan para ese domingo (y una platica extra que en este país siempre les hace falta a los profesores), sino por la posibilidad de verla. Su hermana y ella me recogieron en un punto que previamente me había indicado. Llegó manejando una camioneta enorme, sin uniforme y con maquillaje (que nunca usaba). Era raro verla así, vestida como una mujer.
Al llegar a la casa, conocí a su padre, a su madrastra (en todo cuento de hadas suele haber una madrastra malvada y esta no era la excepción pero eso es otra historia) y empecé a arreglar el computador. Sobre el final de la tarde, el trabajo ya estaba hecho y como ella debía recoger algo en una casa de su tía, muy cerca de donde estábamos, me ofrecí a acompañarla. La verdad es que, después de meditarlo mucho me había convencido de que ella se había metido en mi corazón.
Salimos de su casa y nos fuimos caminando, hablando de todo un poco, como siempre. Había un atardecer espectacular, el sol iluminaba las montañas y todo se veía de color dorado. “Dile lo que sientes o te vas arrepentir toda la vida”, me dije a mí mismo y así lo hice:
“Por favor no piense que soy un atrevido, no piense mal de mí, se lo ruego, pero creo que lo sé que guarda se pudre, lo que se pudre, envenena y yo no quiero que lo que siento por usted me envenene. Tengo que aceptar que siento por usted cosas lindas, que usted me encanta, que es la persona más maravillosa que conozco y que si no se lo digo me voy a enloquecer. No le pido un beso, no le pido que se acueste conmigo, solo le pido que me disculpe si me estoy pasando”.
Eso sí, cada vez que me preguntaban quién era el amor de mi vida, su nombre salía, sin la más mínima duda o pausa
Yo estaba preparado para todo. Para salir corriendo, para verla salir corriendo, para que se ofendiera, pero nunca, nunca no para su respuesta:
“Yo no sé si usted sea atrevido, solo sé que desde que lo conozco, me levanto y me acuesto pensando en usted y le pedía a Dios que me lo sacara de la cabeza si usted no era para mí porque me duele no tenerlo”.
Quedé frío, en shock. No pude ni quise tomarle la mano. Por un rato y en silencio seguimos caminando hasta la finca. Se me acercó y sin decir nada me dio un beso, nuestro primer beso.
Más tarde ella me contó que el día de mi imprudencia en la biblioteca también había sido muy revelador para ella. Le había rogado al Universo por una señal de que yo era para ella y yo había llegado al otro día como un loco a decirle lo que le dije.
Durante dos años fuimos novios. Un noviazgo perfecto. No digo que carente de altos y bajos, no. Pero era una relación sin asomo de egoísmo. No era fácil lograr que ella saliera de la casa de su padre, entonces no podíamos vernos mucho, pero cada instante de esos años fue mágico, cada momento existía el deseo de ver al otro feliz y completo.
Después de ese tiempo, la distancia nos separó. En esa época -hace más de 15 años- no era tan fácil comunicarse y ambos asumimos cosas. Y al final una llamada, marcó el fin de la relación.
Al poco tiempo supe que estaba saliendo con alguien más. No me dolió el hecho que tuviera otra persona, sino que no fue capaz de itirlo en su momento. Yo ya sabía que no estábamos juntos, pero me hubiese gustado que me lo dijera ella y no que me enterara así. Resulta que hubo una tragedia cerca de donde ella vivía y la llamé muy preocupado. Su respuesta fue fría y distante, me dijo: “A mi novio le duele mucho que usted me llame, por favor, no me vuelva a llamar nunca”. Siempre le juré que nunca le negaría algo que ella me pidiese y esa no fue la excepción. Corté todo o con ella. Tenía grabada esa llamada en la mente y mucho miedo a volver a sentir ese dolor.
Ella se casó y tuvo un hijo. Yo siempre respeté su decisión de cortar comunicación conmigo, aunque debo itir que algunas veces supe de su vida por las redes sociales. Eso sí, cada vez que me preguntaban quién era el amor de mi vida, su nombre salía, sin la más mínima duda o pausa.
Tras meditarlo por más de 15 años, y ver una foto donde pude percibir claramente que ella no era feliz, decidí arla. Ya no tenía nada que perder y, creía estar listo para ser su amigo o, al menos, para saber más de ella. Ella aceptó y empezamos a hablar con mucha cautela. Tras días de conversación, me contó que su matrimonio de 15 años había terminado.
Yo no le había querido decir nada de vernos porque creía que no era el momento. Aún temíamos volver a estar cara a cara, pero nos rondábamos siempre. Era claro que nuestro sentimiento no había desaparecido. Al fin, ella me dijo que no quería perderme de nuevo.
Tomó un riesgo enorme, lo dejó todo, hizo un salto al vacío y lo hizo por mí. Justamente yo tenía un fin de semana libre en una ciudad relativamente cercana y ella, en un acto de locura, nobleza o lo que sea, dijo: “veámonos”. Compró un vuelo para el día siguiente.
Llegar al aeropuerto fue una odisea, me tomó casi 3 horas, pero todo valió la pena cuando la vi en la terminal. Nada había cambiado, éramos los mismos y nuestros sentimientos estaban ahí, intactos. Ahora nos vemos continuamente. Viajamos varias semanas al mes, así que, por ahora, la distancia no ha sido un problema.
Artemis*
*Nombre ficticio, cambiado a petición del autor.
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