Nos conocimos en una cita a ciegas hace algunos años. Cuando llegué, nos vimos a los ojos, nos saludamos y sonreímos. Hasta hoy, me detengo a pensar que su sonrisa fue el preludio perfecto, el abrebocas, el inicio de todo. El mesero nos entregó la carta. En ese momento supe que Rodrigo Pardo era un hombre valiente y arriesgado. Con su voz serena y firme, y con una pizca de risa, dijo: “Tengo algo que confesarte: yo no como verduras”. Muy seria y preocupada le pregunté: ¿Ninguna? Y respondió: especialmente cebolla. Pensé: este caballero es muy audaz al invitar a comer, en una primera cita, a una chef.
"Mesero, tráigame un trago de Jameson", dije inmediatamente. Acto seguido, él dijo feliz: "Ahí sí nos entendemos". Así, entre lágrimas de cebolla y dos tragos de whisky irlandés, nos conocimos y nos enamoramos esa misma noche.
Nuestra relación giró en torno a la comida. Creo que las relaciones de pareja que comparten el gusto por el alimento y la cocina tienen una cualidad única ya que en su mesa conversan, brindan, ríen, saborean, discuten y perdonan en cada bocado. La mesa para dos es un espacio donde los sabores y los amores se cuecen a fuego lento creando memorias que perduran en el tiempo. Por eso es que la comida es tan mágica ya que tiene el poder de transportarnos a momentos felices. Compartir una comida con quien se ama no se trata únicamente de satisfacer el apetito físico, sino también de alimentar el alma a través de conversaciones y de momentos de complicidad.
La comida se transforma en un lenguaje propio de la pareja, donde cada plato, cada ingrediente, cuenta una historia y cada encuentro se convierte en una celebración del amor.
En la mesa de los enamorados, se elige entre dos. Se negocia, se comparte, se disfruta, se complace y se consiente. En la nuestra, aprendí a comer ceviche sin cebolla, a que nunca faltara una copa de vino para brindar, a que el postre debía llegar con dos cucharas y a que es mejor sentarse en la barra para estar más cerca. No podía faltarnos el salero: a Rodrigo le parecía que tanto la comida como la vida misma necesitaban un poco más de sazón y de alegría. Tal vez por eso condimentaba la suya, la nuestra, con una justa dosis de humor.
Nos gustaba la poesía y a veces pasábamos horas conversando, comiendo anchoas, aceitunas y pan, escuchando a Sabina y a Serrat y leyéndonos o recitándonos el uno al otro. Casi siempre me decidía por las odas de Pablo Neruda, que desmenuzábamos y saboreábamos, incluida la escrita por el poeta a la cebolla.
“Estrella de los pobres,
hada madrina
envuelta
en delicado
papel, sales del suelo,
eterna, intacta, pura
como semilla de astro,
y al cortarte
el cuchillo en la cocina,
sube la única lágrima
sin pena.
Nos hiciste llorar sin afligirnos.”
Releyendo las palabras de la periodista Jineth Bedoya Lima, en su pasada columna en este diario: Hasta pronto, querido Rodrigo donde dice “ya han dicho mucho de ti estos días… De tu corazón enamorado de la vida y del amor. Por esto estas líneas también son para Margarita, tu novia ideal”. Le agradezco con infinito cariño y le respondo que sin duda él era el novio ideal.
Tuve la fortuna de coincidir en esta vida con un hombre amoroso, generoso y valiente. Enfrentó difíciles pruebas con coraje, pero nunca dejó de ser feliz ni de hacerme feliz. Nos volveremos a ver. ¡Buen provecho!
MARGARITA BERNAL
En X: @MargaritaBernal