
El choque de las dos justicias en los casos de violencia sexual
Desde que la Corte resuelve conflictos de jurisdicciones no ha enviado un caso relacionado con mujeres y niñas a la justicia indígena. Pero en tutela, es otra cosa lo que se ha dicho.
William Marín Jiménez esperaba que su pareja se fuera a trabajar para abusar sexualmente de su hija menor de 14 años en su casa en Villavicencio. Lo habría hecho durante por lo menos cinco años hasta que su mamá fue alertada por la orientadora del colegio: la niña habría intentado acabar con su vida, y acudió a las autoridades en 2019 para denunciarlo.
Marín hace parte de las 1.158 personas indígenas que están presas en cárceles del país: 176 esperan que sus procesos se resuelvan y 982 están condenados por diversos delitos, incluida la violación. Aunque el proceso se inició por la justicia ordinaria, el Resguardo Puerto Narre Asociación de Autoridades Tradicionales Indígenas de Miraflores dijo que se debía llevar por la justicia indígena, que, según la Constitución, tiene el mismo valor que la que hace la ‘cultura’ mayoritaria y cuenta con diferentes formas para castigar delitos como estos ‒dependiendo de las comunidades‒ como el uso del cepo, el fuete, el trabajo comunitario, el encierro o incluso la prisión ordinaria.
Ante el conflicto entre jurisdicciones que se presentó, la Corte Constitucional decidió que el caso de Marín debía seguir en la justicia ordinaria porque no se cumplieron los cuatro factores que se necesitan para que en proceso lo lleve la justicia indígena, lo cuales se han venido desarrollando con el tiempo, en un debate jurídico que no es pacífico y que ha sido el escenario de fuertes choques entre la Corte Constitucional y el Consejo Superior de la Judicatura que tuvo desde 1991 y hasta 2020 la tarea de resolver estos conflictos.
Así, cuando un indígena comete un delito y hay diferencias sobre qué justicia lo debe tramitar, hay cuatro factores para tener en cuenta: que en efecto la persona sea integrante de un pueblo indígena y que el hecho se haya cometido en el espacio físico en el que se sitúan los resguardos indígenas o en donde la comunidad despliega su cultura y ritos.
El tercer factor versa sobre la naturaleza del delito cometido y a quiénes se afectó con este, precisando que si se trata de hechos especialmente nocivos para la cultura mayoritaria ‒
como las violencias contra mujeres y niños, niñas y adolescentes‒, debe hacerse un detallado análisis del último factor, el institucional, que dice que los resguardos deben tener la capacidad institucional de sancionar este tipo de conductas con un sistema de derecho propio, con procedimientos, faltas y sanciones claras y aplicables que garanticen que no habrá impunidad y que no se va a desproteger a las víctimas.
En el caso de Marín no se cumplieron varios factores: él es del resguardo Puerto Nare de Miraflores y los hechos ocurrieron en Villavicencio; la niña no es parte de resguardo alguno y, principalmente, la comunidad que quería tramitar el caso no explicó cuáles serían los procedimientos para tramitarlo ni las garantías para el procesado ni los mecanismos de reparación y de protección para la víctima.
Respuesta similar dio la Corte Constitucional en junio de 2022, al estudiar el caso de una niña de 13 años que con su abuela denunció por reiterados abusos sexuales en Coyaima, Tolima, a su padrastro: un escolta de la Unidad Nacional de Protección. Aunque la gobernadora del Cabildo Indígena Doyare Porvenir ‒a la que pertenece el hombre‒ sí explicó el procedimiento que se realizaría para juzgar los hechos, la Corte Constitucional indicó que el reglamento interno de la comunidad no refiere nada sobre la violencia sexual, no detalla pena y señaló que no se especificó sobre si el hombre podía pedir pruebas o participar en el trámite y por eso lo mantuvo en la justicia ordinaria.
Es decir, la Corte señaló que, si bien es claro que en el resguardo hay un sistema capaz de resolver conflictos y de ejercer justicia, el hecho de que no haya una norma oral o escrita que prohíba o considere delitos los abusos sexuales que habría cometido esta persona, y que no detalle sobre el debido proceso hacia la víctima, implica que no hay garantías para su trámite en esa justicia.
La distancia entre la Corte y la Judicatura
Pero esta posición que la Corte Constitucional sostiene hoy, que es mayoritaria, ha cambiado con el tiempo. De hecho, son sonados los regaños que en el pasado hizo al Consejo Superior de la Judicatura al revisar sus decisiones por tutela y tumbarlas.
Una de las más recordadas se dictó en 2013 al estudiar el caso de un integrante de la etnia emberá-chamí y del Cabildo Resguardo San Lorenzo de Riosucio, Caldas, que dijo tener una relación sentimental aprobada con una menor de 13 años que quedó embarazada. Los hechos fueron denunciados por el hospital que la atendió, el hombre fue procesado y en las entrevistas ella dijo que siempre hubo consentimiento.
En 2012 la Judicatura mantuvo el caso en la justicia ordinaria diciendo, entre otros, que la víctima era menor de 13 años, mientras que el hombre tenía 26 y contaba con estudios universitarios, por lo que las relaciones sexuales no serían consentidas. El resguardo dijo que su justicia sanciona, pero también es resarcitoria para las víctimas; que hay sanciones físicas, de procesos educativos, tareas comunitarias o en obras para el pago de perjuicios, y explicó que la víctima tiene un rol protagónico. Y reprochó que todavía se piense que la única pena que debe imponerse es la cárcel.
Al estudiar una tutela, la Corte Constitucional hizo una análisis de acuerdo con la cosmovisión indígena de la comunidad emberá-chamí y tumbó esa decisión indicando que la valoración de los derechos de los niños no es incompatible con el fuero penal indígena y exponiendo que el juez no debe evaluar bajo la perspectiva ‘occidental’ estos casos, sino velar por los intereses de la potencial víctima y reconoció que la comunidad sí “cuenta con sus propios tribunales y con un sistema de justicia adecuado para garantizar los derechos” tanto del procesado como el de la víctima.
En todo caso, señaló que la justicia indígena “también tiene el deber de velar por la protección de los derechos humanos y, por supuesto, los de los niños”. Otro recordado regaño se dictó en 2015, al estudiarse el caso de un integrante del Cabildo Indígena Colombia que fue condenado por las autoridades locales a seis años de trabajo comunitario y a 15 fuetazos por haber abusado a una menor de 13 años que resultó embarazada.
Al resolver una tutela, la Corte le cuestionó a la Judicatura, que había sacado el caso de la justicia indígena, por desconocer las reglas de juego sentadas y señaló que el solo hecho de que haya un menor involucrado no implica de manera inmediata que no se pueda tramitar por la justicia indígena, pues se debe hacer una continua valoración de todos los factores.
En ese fallo, la Corte le dijo que las decisiones de la Judicatura tenían argumentos discriminatorios, paternalistas y no respetuosos con la diversidad étnica y de la autonomía de las autoridades indígenas, anuló el proceso que se le hizo a esta persona en la justicia ordinaria y validó la sentencia aplicada por las autoridades del cabildo.
Otro de los casos sonados se remite hasta el 2002, cuando la Corte envió a la justicia indígena el caso un hombre señalado de abusar sexualmente de su hijastra de 14 años, tumbando la decisión de la Judicatura de dejarlo en la justicia ordinaria (donde fue condenado a 16 años de prisión), al estimar que la comunidad del resguardo La Montaña sí tenía una serie de normas e instituciones para castigar el delito y por eso ordenó que el hombre fuera sacado de la cárcel en la que estaba y que las autoridades nativas definieran su situación.
Ese fallo analizó al mismo tiempo el caso de una niña de nueve años violada por su padre, según denunció su madre a la Fiscalía, y esta vez optó por dejarlo en la justicia ordinaria al estimar que si quedaba en manos de las autoridades del Resguardo Los Guayabos, implicaría una seria vulneración de los derechos de la niña porque esa comunidad no tenía el andamiaje para garantizar los derechos de la presunta víctima.
Disputas internas
Así las cosas, en el pasado, la Corte Constitucional, valorando cada caso y en cada comunidad, cuestionó en numerosas ocasiones a la Judicatura por no enviar expedientes a la justicia indígena bajo argumentos que alcanzó a llamar discriminatorios.
Ahora, desde que asumió el estudio de los conflictos entre las jurisdicciones, no ha enviado a la justicia indígena ningún caso que tenga que ver con delitos cometidos contra mujeres, niños, niñas y adolescentes, según le explicaron fuentes a EL TIEMPO que señalaron que la Corte estaría haciendo un análisis estricto de la capacidad institucional de cada resguardo para sancionar estas conductas.
Esa es una posición mayoritaria que en todo caso no es pacífica en el alto tribunal, en donde hay críticas sobre si se está haciendo un análisis del factor institucional, equiparándolo a los parámetros que rigen en la justicia ordinaria, llegando al punto de asimilar esa capacidad institucional a las estructuras y los mecanismos que rigen en la justicia ordinaria.
“Piden que haya procedimientos que respeten el debido proceso, es decir, como un código, y que haya faltas y sanciones aplicables que no desprotejan a las víctimas y que no devengan en impunidad. Las reglas son casi como de una justicia ordinaria”, apuntó una fuente experta que indicó que en este asunto debería tenerse en cuenta que en la justicia ordinaria hay alarmantes cifras de impunidad, así como falta de enfoque de género, y que se estaría desconociendo la tradición oral y cómo funcionan las diferentes comunidades si tiene en cuenta que algunas son nómadas, entre otros aspectos.
Lo cierto es que la jurisprudencia revela constantes controversias y choques culturales sobre los dos modelos de aplicación de justicia que, a la luz de la Constitución y de convenios internacionales como el 169 de la OIT, que está suscrito y ratificado desde 1991, es una forma igualmente válida de hacer justicia de acuerdo con sus usos y costumbres.
Un llamado a la reflexión
También es preciso reseñar que el alto tribunal ha conminado a la justicia indígena para que, en el marco de su autonomía, fortalezca los mecanismos de derecho propio para prevenir y sancionar “los desequilibrios que se produzcan por conductas de violencia de género, privilegiando el liderazgo de las mujeres de la comunidad a partir de su propia cosmovisión”.
Lo hizo en un fallo reciente de 2020 al resguardo indígena de Males, del municipio de Córdoba, Nariño, al estudiar el caso de una denuncia que presentó una mujer en contra de su compañero sentimental, con el que vivió 25 años, por el delito de violencia intrafamiliar tanto física y emocional. El hombre la golpeaba, la encerraba durante días enteros únicamente con raciones de aguaa.
Ella buscó separarse, pero, al parecer se habría insinuado que no siguiera el caso porque el señor era “buena gente” y, ante la continuación de las golpizas, se presentó la denuncia y el hombre fue capturado en 2018. La Judicatura envió el caso a la justicia ordinaria, diciendo que no se podía realmente determinar si la víctima y sus dos hijas tendrían protección “seria y racional” por parte de la autoridad indígena.
Y también dijo que el caso evidenciaba una afectación a un eje fundamental de la sociedad, que había una “desafortunada inversión de valores que rebasa los linderos, usos y costumbres de la cosmovisión indígena” y aseguró que el delito no era de poca monta.
La Corte Constitucional mantuvo el expediente en la justicia ordinaria, pero por argumentos diferentes, y dijo que creer que el derecho propio de las comunidades indígenas solo opera frente a asuntos menores o de “poca monta” es inisible. Así, una vez más precisó que si bien la violencia intrafamiliar reviste una importancia mayúscula, eso no quiere decir que todas las denuncias por estos delitos deban tramitarse automáticamente en la justicia ordinaria, sino estudiarse, en cada caso, los factores ya citados.
“Los complejos casos que pueden suscitar un conflicto de jurisdicciones no se resuelven mediante una generalización según la cual las comunidades indígenas son incapaces para asumir estos procesos. De ser así, la Jurisdicción Especial Indígena quedaría reducida a una concepción menor o inferior del derecho, a cargo únicamente de los asuntos intrascendentes que solo interesan a sus integrantes”, precisó la Corte.
El alto tribunal dijo que sería paradójico “acusar desde la sociedad mayoritaria los escenarios de violencia machista en las comunidades indígenas, ignorando que fueron las intromisiones que llegaron con la Colonia las que alteraron el equilibrio original que pregonaban estos pueblos”. Y señaló que la sociedad mayoritaria no puede predicar una posición de superioridad moral teniendo en cuenta, por ejemplo, que, según Medicina Legal, en 2018 hubo 1.042 mujeres asesinadas, 42.753 casos de violencia en el ámbito de pareja y 22.794 de violencia sexual.
En este caso, la Corte mantuvo el expediente en la justicia ordinaria al reclamar que las autoridades tradicionales no ofrecieron un acompañamiento responsable y oportuno a la mujer y a sus hijas, pese a los casi 15 años de violencia que soportó: “En varias ocasiones tocó las puertas de comisarías, fiscalías, Policía y autoridades tradicionales, sin encontrar una actitud empática y diligente por parte de ellas, exponiéndose a los prejuicios sociales ‒que también han permeado las comunidades indígenas‒ que se convierten en verdaderos obstáculos para las mujeres que denuncian escenarios de violencia intrafamiliar, especialmente cuando el agresor ocupa una posición de poder”.
Lo que se ha dicho sobre el fuete
Desde 2017, la Corte Constitucional avaló el uso del fuete al estudiar un caso en el que la Asamblea General de la comunidad indígena páez le impuso esa sanción a un hombre señalado de asesinato. Allí se dijo que esa sanción evidencia los dos tipos de pensamientos que existen sobre la justicia, pues la sociedad mayoritaria castiga porque se cometió un delito y la indígena, para establecer el orden y disuadir de que se cometan nuevas.
En el primer caso se rechazan las penas corporales por atentar contra la dignidad del hombre y el segundo las considera como un elemento purificador, necesario para que el mismo sujeto, a quien se le imputa la falta, se sienta liberado.
Al hacer un análisis a la luz de la Convención contra la Tortura y revisar pronunciamientos internacionales, la Corte dijo que el “sufrimiento” que esta pena implica no alcanza a considerarse tortura ni una pena humillante y degradante, teniendo en cuenta que es una “práctica que se utiliza normalmente entre los paeces y cuyo fin no es exponer al individuo al ‘escarmiento’ público, sino buscar que recupere su lugar en la comunidad”.
Ese mismo fallo cita otro de 1996 en el cual se aceptó la práctica del cepo en la comunidad emberá-chamí, “estableciendo que, lejos de tratarse de un comportamiento cruel e inhumano, se trataba de una pena que hacía parte de su tradición y que la misma comunidad consideraba como valiosa por su alto grado intimidatorio y por su corta duración”.
Redacción Justicia
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