
Maternidad y matrimonio en la niñez indígena: entre tradición y delito
Aunque procrear es fundamental para la supervivencia de sus comunidades, expertos advierten que iniciar una vida familiar a tan cortas edades vulnera sus derechos y amenaza su futuro.
Nacer para ser madres pareciera ser el propósito asignado a la mujer indígena solo por el hecho de serlo. Aunque las cosmovisiones de los más de 115 pueblos son diferentes, tienen como principio común la preservación de la cultura, el cual, por su capacidad biológica de dar vida, recae sobre el género femenino. Una tarea que en el 45 por ciento de los casos se empieza antes de los 20 años e incluso siendo menor de edad y que, no obstante estar ligada a una tradición ancestral, contradice los derechos fundamentales de los niños, niñas y adolescentes.
Un cálculo hecho con base en el informe del Dane junto con el Fondo de Población de Naciones Unidas (UNFPA) arroja que el 12 por ciento de las maternidades en las comunidades indígenas del país corresponde a niñas entre los 10 y 14 años.
“Las mujeres somos cuidadoras y maestras de las nuevas generaciones. De nosotras depende la continuidad de nuestros saberes, cultura y tradiciones”, asegura Luz Queragama, líder indígena emberá. “No es solo parir por parir, sino que tiene una connotación ancestral que es componente vital de la armonía y del equilibrio en la familia, el territorio y el hogar”, agrega Violeta Quiscué, otra vocera de la comunidad.
Por esta imposición de ser madre en cumplimiento del rol asignado como mujer, es común ver en los resguardos a niñas menores de 14 años gestando o con hijos, que ante los ojos de la ley ordinaria son producto de un abuso, castigado con penas desde los nueve años de cárcel. La Constitución estipula que, por su corta edad, su capacidad de decisión es limitada y son manipuladas u obligadas a cometer actos sexuales.
Y aunque en las ciudades tampoco se ha erradicado esta problemática, el embarazo infantil tiene una mayor incidencia en las zonas rurales, donde, señala el informe, se duplica este indicador.
Además de las creencias, el conflicto armado, la pobreza y, en general, la desprotección del Estado son otros factores que mantienen esta brecha en las cifras de abuso y maternidad temprana, que se han convertido en un grillete para el desarrollo social de las comunidades indígenas, pero sobre todo para el empoderamiento de sus mujeres y la reivindicación de sus derechos y libertades.
Características del fenómeno
El informe del UNFPA y el Dane, que reúne datos desde el 2005 hasta el 2018, año del último censo, también hace una caracterización de la fecundidad de las comunidades indígenas por región, en la que se muestra que los pueblos ubicados en la selva amazónica (bora, barasano, carijona, cubeo, letuama, miraña, matapi, entre otros) son en los que se presenta un más alto número de maternidades en menores de 10 a 14 años, con el 16 por ciento de los casos.
Le siguen la sabana de la Orinoquia, donde están los guahíbos, sálibas y cuibas, así como el piedemonte andino, que abarca parte de los Santanderes y Arauca, donde el 14 por ciento de los embarazos se da en niñas entre este rango de edad. De hecho, se evidencia que las áreas de frontera donde residen pueblos indígenas binacionales muestran mayores porcentajes de maternidad.
También se estableció que una proporción significativa de mujeres indígenas inicia su vida sexual prematuramente, pero además solo 11 por ciento llega al final de su periodo reproductivo (45-50 años) sin hijos, en comparación con la media nacional, que es del 46 por ciento; lo que demuestra la importancia de este rol en las dinámicas sociales étnicas.
“De acuerdo con nuestra cosmovisión, el embarazo no es un obstáculo ni una enfermedad. La mujer puede desarrollarse como madre paralelo a su proyecto de vida. Pero sí se trabaja a través de las instituciones educativas para que la planificación familiar vaya acorde a la visión de nuestras jóvenes”, puntualiza Carmen Eugenia Gembuel Quiguanás, miembro del Consejo Regional Indígena del Cauca (Cric).
A la par de estas creencias, que hacen parte de la autonomía de los pueblos, las cifras exponen una violación sistemática a los derechos de los niños y niñas, pues, en el contexto de la justicia ordinaria, todos los que se convierten en padres entre los 10 y los 14 años, sin excepción, se consideran víctimas de abuso sexual. Incluso, si la relación es consensuada, tal como ocurre en buena parte de los casos en las comunidades indígenas, que a su vez son consecuencia de otros fenómenos como el matrimonio infantil y las uniones tempranas.
"Somos conscientes de las maternidades y uniones tempranas como una realidad que sucede en nuestras comunidades".
"Somos conscientes de las maternidades y uniones tempranas como una realidad que sucede en nuestras comunidades".
Higinio Obispo, presidente de la Organización Nacional Indígena (Onic)
Sin embargo, con el objetivo de proteger sus valores e independencia, los pueblos ancestrales cuentan con una jurisdicción especial con la que juzgan a sus por crímenes cometidos en el territorio. Bajo este sistema, en el que establecen sus propias sanciones, así como los límites de lo que se considera o no delito, atienden las denuncias de violencia sexual y castigan a los agresores. Pero también se acuerdan condiciones para casos como las maternidades tempranas, normalizando el hecho, siempre y cuando se mantenga una relación formal entre los padres.
Higinio Obispo, presidente de la Organización Nacional Indígena (Onic), reconoce esta situación y asegura que es un patrón que “no es reciente, sino que ha estado desde tiempo atrás”. “Somos conscientes de las maternidades y uniones tempranas como una realidad que sucede en nuestras comunidades. A veces desde afuera puede verse muy mal, pero dentro de los resguardos es naturalizada. Sin embargo, también sabemos que hoy se necesita una revaloración de estos hechos mediante un proceso cuidadoso para adaptarnos al contexto que vivimos”.
Matrimonio infantil
En las zonas rurales, los embarazos en niñas menores de edad suelen suceder bajo un falso consentimiento o como consecuencia de matrimonios infantiles o uniones tempranas. Las costumbres socioculturales —más conservadoras que en las ciudades— juegan un papel importante y comprometen la llegada de un hijo al concepto tradicional de familia. Sucede lo mismo en los resguardos, donde cada aspecto de la vida cotidiana está ligado a la cosmogonía. Allí, por ejemplo, más del 40 por ciento de las madres entre los 10 y los 14 años conviven con su pareja bajo unión libre, indica el último censo.
Toda unión marital con o entre menores de edad es catalogada como matrimonio infantil. En Colombia, legalmente, los adolescentes mayores de 14 años pueden casarse de manera libre y consensuada, con la autorización previa de sus padres. Pero a pesar de esta permisividad en la norma, organismos internacionales como la Unicef y el mismo Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) advierten sobre lo perjudicial de esta práctica, que además tiene un impacto de género negativo.
Precisamente, es en escenarios de vulnerabilidad —pobreza, desescolarización y violencia— donde los niños, pero en especial las niñas y adolescentes, tienen una mayor tendencia a casarse antes de cumplir los 20 años. Uniones que, al final, terminan siendo decisiones obligadas indirectamente por sus condiciones de vida. Muestra de ello es que la población con mayor número de casos de uniones tempranas son las minorías indígenas, afro y campesinas.
La última Encuesta de Demografía y Salud (EDS), que data del 2015, arrojó que el 17 por ciento de las uniones entre parejas involucra a adolescentes entre los 13 y los 19 años, de los cuales ocho de cada diez son mujeres. Igualmente se identificó una diferencia entre quienes viven en áreas urbanas (14,5 %) y rurales (25,7 %), siendo estas últimas las más expuestas a tener convivencias tempranas.
Además de la concepción cultural —que al igual que en los embarazos tempranos influye en buena medida—, en las comunidades indígenas la falta de oportunidades en la proyección de vida motiva a muchas jóvenes a formar hogar antes de tiempo. “Aunque la cifra de bachilleres ha venido en aumento, no existe la posibilidad de continuar los estudios superiores y no queda otra opción, en especial para las mujeres, que conseguir marido”, cuenta Luz Dary Aranda, gobernadora del Cabildo Guambía del municipio de Silvia.
Esta razón motivó, años atrás, los matrimonios arreglados. “Las familias eran las que buscaban pareja para sus hijas y los acuerdos se hacían entre los padres. Sin ir muy lejos, mi madre se casó de esta manera”, relata la gobernadora indígena. Aunque el consentimiento ahora es necesario, la idea de utilizar el matrimonio como escape de la pobreza, violencia o para escalar socialmente se mantiene. Y, aun cuando la tendencia sí es más alta, las uniones tempranas no solo suceden en los pueblos ancestrales, sino que se dan en 24 de los 32 departamentos del país.
Según cifras entregadas por la Superintendencia de Notariado y Registro, en el 2021 se firmaron 303 uniones maritales que involucraban a un menor de edad. Cauca, con 67 matrimonios; Antioquia, con 28, y Valle del Cauca, con 19, fueron los departamentos que mayor número de casos presentaron, con una marcada diferencia del primero de ellos, que reunió el 22 por ciento del total nacional.
Solo en Piendamó se registraron 39 uniones. Y en Silvia, que es el municipio más cercano —a 40 minutos en carro—, 18. Estos números los convierten en los pueblos donde más se casan adolescentes, aún sin cédula, con una gran ventaja respecto al resto de ciudades que, además, los superan notablemente en habitantes. Por ejemplo, Bogotá, que tiene 200 veces la población de Silvia, no registró ningún caso; Cali, 3; Barranquilla, 4, y Medellín, 6.
Vale la pena señalar que entre las desigualdades de género de los matrimonios infantiles es común que la pareja de la niña o adolescente sea mucho mayor, lo que coarta aún más su independencia y hace que se construya una relación de poder con la que abandone su proyecto de vida para construir un proyecto de familia. En efecto, la EDS identificó que el 30,4 por ciento de las parejas de las mujeres entre los 13 y los 19 años es de 3 a 5 años mayor, y el 26,4 por ciento les llevan entre 6 y 9 años de diferencia.
Esta sumisión desencadena situaciones que las jóvenes no están preparadas para asumir y, por ende, la reproducción de los ciclos de precariedades. La deserción escolar, el embarazo temprano, así como sufrir maltrato físico, psicológico, sexual o económico son algunas de las consecuencias.
Pese a que conformar una familia a temprana edad representa una parte importante de las dinámicas sociales de las comunidades indígenas, los impactos negativos también saltan a la vista. El censo muestra que solo el 38 por ciento de las niñas entre los 10 y los 14 años que han sido madres asisten al colegio, frente el 90 por ciento de las que no lo son; porcentaje que va disminuyendo con el aumento de su edad. Así mismo, menos del 40 por ciento de las mujeres en edades entre los 15 y los 49 años trabajaron y la mayor parte de las que tuvieron hijos se dedicaron a las labores domésticas.
El camino del cambio
Por esta dramática realidad, desde las autoridades étnicas y las cabezas de las organizaciones se ha iniciado un proceso de transformación desde lo cultural para abrir más oportunidades de empoderamiento, pero, sobre todo, para proteger la niñez y preservar sus derechos.
“Los modelos de atención en salud, actualmente, están enfocados en la planificación familiar desde la ritualidad, pero en articulación con la medicina occidental. A veces encontramos resistencia de la población juvenil hacia estos espacios, por lo que nos enfocamos en brindar un acompañamiento acertado en el que se habla de educación sexual y se integra a la familia y las tradiciones de cada comunidad”, puntualiza Carmen Gembuel, consejera del Cric.
De esta manera, agrega la líder indígena, se recogen diferentes aspectos desde la cosmogonía y el rito; por ejemplo, el que tienen algunas comunidades con respecto al primer periodo de la niña, para trazar la planificación desde la espiritualidad y la prevención, generando unos espacios de confianza que permitan su cuidado.
Las autoridades de los pueblos también aseguran que parte de la responsabilidad recae sobre el Estado, atacando las situaciones de vulnerabilidad —pobreza, conflicto, cobertura del sistema educativo— que son las causas que alimentan la maternidad y matrimonio infantil, con un enfoque de género que permita romper la cadena de precariedades que ataría a las nuevas generaciones.
Sara Quevedo
EL TIEMPO
@quevedo_sara18
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