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El colombiano que perdió sus manos en Irak y hoy prepara empanadas y lechona
Juan Alejandro Amaris vive en Estados Unidos. Hoy quiere motivar a la gente con su historia.
Alejandro sufrió quemaduras de tercer grado en el 77 por ciento de su cuerpo y perdió sus dos manos. Foto: Cortesía: Juan Alejandro Amarís
Las quemaduras de tercer grado aún ardían en el 77 por ciento del cuerpo de JuanAlejandro Amarís la noche en la que todo cambió por tercera vez. Acostado en la cama percibió el viento frío del aire acondicionado, quiso arroparse con una cobija que estaba a su lado, pero sus heridas no le permitían moverse para alcanzarla. Lloró.
“Pensé en morirme –recuerda Alejandro–. Solo quería morirme”.
De repente, su hijo de casi 2 años de edad entró a la habitación. Alejandro no quiso que lo viera así y prefirió fingir que estaba dormido. El niño subió a la cama, arropó a su padre, le dio un beso en la frente y le dijo: papá, te amo.
Esta historia comienza en Cali, en el barrio Las Ceibas, nororiente de la capital del Valle, donde en una improvisada cancha de fútbol vieron por primera vez la destreza de un joven Juan Alejandro que soñaba con ser futbolista. Nació en 1981, es el mayor de cuatro hermanos.
Estudiaba en el Liceo Pichincha, una institución del Ejército, por eso también sentía iración por la vida militar. Era joven, aún podía jugar fútbol e ir a estudiar sin pensar mucho en el futuro. Pero su madre sí quiso asegurar una buena vida para su familia, así que decidió probar suerte en los Estados Unidos.
“Mi mamá emigra en 1993 –cuenta Alejandro–. Me quedo viviendo con unos tíos y ahí es donde crece esa pasión por el Ejército. Yo entrenaba en la Carlos Sarmiento Lora (escuela de fútbol en Cali), pero cuando empezó la instrucción militar, que era los sábados, no podía ir a los partidos, entonces eso quedó ahí”.
Alejandro y su familia. Foto:Cortesía: Juan Alejandro Amarís
Alejandro realmente soñaba con debutar, ya fuera en su querido Deportivo Cali o en cualquier otro equipo que le diera la oportunidad. Era un sueño que poco a poco fue apagándose.
Pero trató de darle una última oportunidad al fútbol. En julio de 1999 se dio su llegada a Estados Unidos. Pensó que en el país norteamericano iba a tener la fortuna de cumplir su sueño, pero en aquel entonces el fútbol no era un deporte tan popular en ese país.
Tenía casi 18 años y una vida por delante que finalmente no estaría ligada al balompié. En ese momento, todo cambió por primera vez.
Alejandro llegó a Miami, Florida. Cuando el fútbol ya no fue una opción, empezó a trabajar en todo lo que pudo.
Cortó pasto, limpió cuartos de hotel y fue valet parking. Pero necesitaba una profesión, quería tener una carrera.
“Fui a la oficina de reclutamiento, pero por el idioma no pude pasar el examen – explica Alejandro–. Volví en enero del 2001, un año y medio después, y lo logré, entré al Ejército de Estados Unidos”.
Alejandro durante su etapa como militar. Foto:Cortesía: Juan Alejandro Amarís
Tras celebrar el cumpleaños de su mamá, el 21 de febrero del 2001 Alejandro se embarcó hacia una base militar en Carolina del Norte. Se convirtió en paracaidista y artillero en agosto del 2001. Pero en menos de un mes todo cambió al interior del Ejército.
“Ocurrió el atentado contra las torres gemelas en septiembre –recuerda–. Estados Unidos le declara la guerra al terrorismo y todo al interior se pone más complicado. Estuve en Irak de 2003 al 2004”.
Tras su periplo por Irak, Alejandro regresó un tiempo para entrenarse en una base militar de Alaska. Un año después, ya en 2005, regresa a Irak, donde todo cambiaría por segunda vez.
Ocurrió el 20 de junio del 2006. Los días y las noches de Alejandro durante su vida militar en Irak consistían en acompañar a unos empleados del Ejército para llenar un tanque de gasolina y transportarlo.
La base militar en la que se encontraba era atacada constantemente por los grupos insurgentes con morteros. La tensión era alta y la noche anterior había corrido el rumor de un nuevo ataque.
Ese día, Alejandro acompañaba a los empleados mientras la base militar era desmantelada para cambiarla de lugar por motivos de seguridad.
Espere a que llenaran el tanque, cuando vi que el iraquí cambió el tanque de gasolina que estaba llenando me le acerqué y fue cuando explotó el camión
“Yo estaba acompañando a los trabajadores –narra Alejandro–. Parqueé la camioneta y esperé a que bajaran el tanque. Vi que el empleado dejó una pistola en la camioneta, así que bajé a revisar y al llegar sentí una llama hacia el lado derecho de mi cuerpo”.
Alejandro dice que vio su uniforme prendido en llamas. Instintivamente corrió hasta una zona de pasto seco y ahí se arrastró en medio del desespero por apagar las llamas. Cerró los ojos y pensó que era el fin.
No sabe cuánto tiempo pasó, un segundo, un día, la vida entera, pero abrió de nuevo los ojos y vio el cielo, aún podía intentar sobrevivir. Se levantó y volvió a correr.
Vio su cuerpo completamente negro, levantó la mirada y alguien venía con un extintor, pero le dijo que no, que no lo rociara.
“Tiempo después me decían los médicos que fue muy hábil de mi parte no permitir que me rociaran –explica Alejandro–. Con las heridas que tenía, la piel en carne viva, esos químicos del extintor me hubieran comido la piel y hubiera muerto”.
Sobre el accidente nunca se supo con exactitud si se trató de un nuevo ataque con mortero o algún infortunado accidente, el camión explotó y Alejandro sufrió quemaduras de tercer grado en el 77 por ciento de su cuerpo.
El médico no sabía qué hacer. Alejandro contemplaba la mirada aterrada de quienes lo miraban. Solo lo cubrieron con papel para evitar bacterias y lo llevaron hasta el helipuerto.
Lo subieron a un helicóptero para llevarlo a un hospital. Antes de perder la conciencia Alejandro les pidió a sus compañeros que si moría, “díganle a mi esposa y a mi hijo que los amo”.
Cerró los ojos y despertó en San Antonio, Texas, dos meses después.
“Yo tuve muchas pesadillas –cuenta Alejandro–. Soñaba que todavía estaba en Irak, pedía que cerraran la puerta porque nos iban a atacar. Una vez vi a mi papá y como él no tenía visa, yo pensé que me habían devuelto a Colombia”.
Alejandro tuvo que estar intubado más de tres meses. Durante su recuperación sufrió una infección en los tríceps por la que tuvieron que remover parte del músculo. Esto afectó sus nervios y perdió el movimiento de sus manos.
Su recuperación fue larga y dolorosa. Luego de utilizar ganchos con yeso para poder manejar y usar de alguna forma sus manos, Alejandro decide someterse a una intervención quirúrgica para utilizar una prótesis. La idea era cortar su mano derecha para reconstruir la izquierda.
Fue una cirugía de 12 horas. El proceso se pudo completar, pero Alejandro no podía cerrar la mano debido a los daños. Corría el año 2009 cuando decidió que era mejor que le amputaran su mano izquierda y así llevar prótesis en ambas extremidades.
Las palabras de su hijo calaron hondo. Alejandro entendió lo importante que era para su pequeño con ese gesto. Tuvo la fortuna de conocer otros casos en medio de sus terapias de recuperación y así, poco a poco, recuperó el deseo de vivir.
“Yo no quería vivir –confiesa Alejandro–. Después de ser un soldado de 200 libras, tener soldados a cargo, verme en ese estado, era deprimente. Pero creo que Dios te va mostrando cosas, te va mostrando el camino correcto”.
En el 2011 se retiró del Ejército, regresó a Colombia por cuatro meses y continuó alimentando su vida con mejores pensamientos. Poco a poco seguía recuperando la fe, principalmente por su familia, sus pequeños y su círculo más cercano.
Alejandro es un hombre de pasiones, una de ellas es la cocina. Junto a su hermano tuvieron un foodtruck en San Antonio donde, entre otros productos, ofrecían empanadas. El negocio comenzó en 2019, pero el siguiente año, cuando apareció la pandemia del covid-19, tuvieron que cerrar y regresar a Florida.
Hace unos nueve meses vendió el camión y empezó a trabajar con la familia de su esposa, quienes durante algunas generaciones han tenido un negocio de lechona muy popular.
“Hablé con mi cuñado y vino a enseñarme a hacer lechona –cuenta Alejandro–. Entonces así empezamos. Junto a mi papá hacemos las empanadas, gustan mucho porque se compra el maíz, se muele y se prepara como debe ser; la lechona tiene buena carne y la comida colombiana escasea mucho por acá, entonces nos ha ido bien”.
La lechona se hace por pedido, una o dos veces al mes, Alejandro puede entregar en eventos hasta 250 cajas. En un mes también vende más de mil empanadas. Pero en medio de todo, este caleño busca motivar a todos a través de su historia.
“Una vez en un restaurante una mujer se me acercó a decirme que nunca más se volvía a quejar de nada al verme sonreír en mi condición –recuerda Alejandro–. Al salir del lugar, mi esposa me dijo que debería intentarlo, entonces conseguimos una cámara y empecé a difundir mi mensaje en redes sociales”.
En su cuenta de Instagram, Alejandro cuenta con más de 35.000 seguidores. Sueña con tener un local propio para poder seguir difundiendo su mensaje, el cual, dice, es de agradecimiento.
“No nos quejemos, todo tiene un porqué y una razón –insiste Alejandro–. Es normal renegar cuando no nos sale bien algo, te digo que yo he tenido personas que me dicen que en mi estado no hubieran sido capaces de seguir, pero yo les digo que cuando abrazo a mi hijo o a mi hija, cuando estoy en familia, no me arrepiento de haber seguido. Lo más importante que tenemos es la vida y hay que agradecer por eso”.
Cada día, Alejandro se levanta antes de las 6 de la mañana, va al gimnasio a ejercitar sus piernas y correr un poco. Cuando regresa a casa, le ayuda a su esposa en una empresa de limpieza que istra. Si hay pedidos va a comprar los insumos necesarios y así mantiene su día a día.
Sobre las 4 de la tarde recoge a su hija de 4 años en el colegio y comparte con ella.
Su hijo, quien sin saberlo hace 17 años le salvó la vida, hoy tiene 18 años.