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Gustavo Bolívar: quién es el candidato que busca llegar a la Alcaldía de Bogotá

CONCEPTO GRÁFICO Y DESARROLLO:
DISEÑO DIGITAL EL TIEMPO
ILUSTRACIÓN: LEONARDO PARRA

El libretista que quiere escribir su historia en la Alcaldía

María Paulina Ortiz

Cronista de EL TIEMPO

En X: @mpaulinaortiz

La primera vez que Gustavo Bolívar se dedicó a caminar de extremo a extremo las calles de Bogotá no iba en busca de votos: llevaba sobre sus hombros brilladoras, cerraduras eléctricas o duchas de agua caliente. Con escasos veinte años, era vendedor puerta a puerta. Y lo hacía con astucia: antes de elegir su recorrido, miraba los anuncios inmobiliarios en los periódicos para ubicar los sectores donde estaban en venta casas nuevas. Allá iba a parar, cargado de mercancía, con la idea de que esos propietarios estarían interesados en comprar productos para equipar sus residencias. La política —hasta ese momento y durante muchos años más— no estaba entre sus planes. Todavía hoy, cuando ya tiene en su hoja de vida un paso por el Senado y es candidato a la Alcaldía de Bogotá, Bolívar suele repetir que se siente “prestado en la política”. Su vocación profunda es la escritura, dice, si bien en esos tiempos de brilladoras o duchas ofrecidas de casa en casa la idea de sentarse a escribir tampoco había entrado en sus sueños.

Gustavo Bolívar Moreno —le gusta enfatizar su segundo apellido, el de su madre—nació en Girardot en 1965. Su padre era farmaceuta; su madre, ama de casa. Él, el menor de seis hijos que crecieron en un barrio humilde, en una vivienda de interés social. Pese a las necesidades, recuerda una infancia feliz. Su padre, Jorge, trabajaba en farmacias del Ejército, en Tolemaida, pero terminó entregado a la bebida. Bolívar tenía 10 años cuando su padre murió. A su mamá, Ernestina, no le quedó más remedio que empacar lo poco que tenía y tomar rumbo a Bogotá junto a sus hijos en busca de supervivencia. Llegaron a vivir al barrio Quiroga, en el sur de la ciudad. Durante los primeros años Ernestina logró solventar los gastos de un hogar numeroso, pero muy pronto la situación se puso crítica y a los chicos les tocó empezar a trabajar para ayudar en la economía de la casa. Con 12 o 13 años, Bolívar se unió a un amigo que vendía cachuchas y camisetas a la salida del estadio El Campín. En los domingos el negocio era bueno, y él se dio cuenta. Tanto que en poco tiempo descubrió que le iría mucho mejor si él estampaba y vendía las camisetas por su cuenta. Esa fue su primera experiencia como empresario, suele contar Bolívar. También afirma, con orgullo, que sabe lo que es vivir en el sur, en el centro y en el norte de la ciudad. Y se pone como ejemplo de sus propias dotes de “buen gerente”, al haber tenido la capacidad de dejar atrás la pobreza y llegar a amasar una “pequeña fortuna”.

Es verdad que hubo un momento en que las cosas empezaron a salirle bien, aunque antes de eso debió afrontar momentos difíciles. A los 18 años fue padre por primera vez y, a los 20, ya tenía su segundo hijo. Intentó cursar la carrera de comunicación social, pero las cuentas no le daban para pagar la matrícula, mantener su hogar (se casó, pero el matrimonio le duró poco) y ayudar a su madre. Esos estudios se pospusieron —los completó años después, aunque todavía le aguarda el título— y se dedicó a trabajar en diferentes cosas. Para ese momento la espinita de la escritura ya estaba sembrada: en el bachillerato, una profesora le despertó para siempre el gusto por narrar historias. De hecho, una de las novelas que mucho más adelante se convertiría en éxito de rating en la televisión nacional la escribió cuando era adolescente: El precio del silencio.

Su primer o con lo político le llegó, como a tantos jóvenes en esos años ochenta, mediante la iración por la figura de Luis Carlos Galán. Bolívar formó parte de las juventudes galanistas y —también como muchos, como miles— sintió que la ilusión de un mundo diferente se le derrumbaba cuando asesinaron al líder del Nuevo Liberalismo. La persona que, en su caso, vino a suplir ese entusiasmo fue Enrique Parejo González. Cuando Parejo fue elegido concejal, en 1992, Bolívar ni corto ni perezoso buscó la forma de acceder al político y se ofreció para ser parte de su equipo. Parejo lo contrató como asistente y estuvo a su lado más de siete años. En el 98, después de que Parejo se lanzara sin éxito al Senado, a pesar de que en los primeros conteos aparecía con una curul, Bolívar unió dos de sus intereses —política y escritura— y se dedicó a investigar y a escribir un libro: Así se roban las elecciones en Colombia. Ya había escrito antes El candidato y le siguió otro que, a la postre, fue el que terminó por convertirse en el puente que lo llevó a la televisión: El cacique y la reina, que en su portada se presentaba como “la verdad sobre la muerte de Doris Adriana Niño” y vinculaba directamente al cantante Diomedes Díaz. Bolívar recorrió varias programadoras con ese libro bajo el brazo y la idea de hacer una adaptación para la pantalla chica. El tema era espinoso, entre otras cosas porque hasta ese momento no había un fallo judicial al respecto. Sin embargo, en una de ellas le ofrecieron una opción diferente: hacer una serie de docudramas basadas en historias de la vida real. Así nació Unidad Investigativa, su primer proyecto en televisión, en el que Bolívar no solo narró la historia de Doris Adriana, sino el asesinato de Luis Carlos Galán, de Álvaro Gómez Hurtado y otros casos judiciales.

Bolívar no paraba de escribir y llegó el momento en que los temas se agotaron. Decidió, entonces, echar mano de unas historias que había investigado, basadas en la vida de pandilleros de barrios como el Quiroga o Ciudad Bolívar. Ese fue el germen del que sería su primer gran éxito televisivo: Pandillas, guerra y paz, una serie con un ingrediente social que rara vez aparecía en las pantallas del país. Con actores naturales como parte del elenco —pandilleros, en efecto—, un lenguaje popular y una problemática que no dejaba indiferente a ningún espectador, el programa logró impacto en la vida real: varias pandillas, en diferentes ciudades del país, hicieron pactos de desarme a propósito de lo que mostraba la serie. Si se quisieran encontrar los primeros pasos del estrecho vínculo de Bolívar con parte de los jóvenes del país —tema recurrente hoy, por haberse convertido en uno de los mayores defensores de la juventud que protagonizó el estallido social en 2021— habría que ir hasta esos años.

A ese proyecto le siguieron otros, ya centrados en el formato clásico de telenovela, como Me amarás bajo la lluvia o El precio del silencio. Pero su gran golpe vendría poco después, en el 2005, con Sin tetas no hay paraíso. Con cientos de miles de ejemplares vendidos, traducido a varios idiomas, este libro dio pie a una de las producciones más exitosas y polémicas de la televisión colombiana. De nuevo Bolívar se centraba en la juventud, pero esta vez en el contexto del narcotráfico. “El padre del narcogénero”, han llamado al guionista. Lo cierto es que ha sabido recoger el interés popular y plasmarlo en guiones. Sin tetas no hay paraíso le abrió las puertas a nivel internacional. Países como México o España compraron los derechos y además le pusieron la mira como libretistas. Bolívar no se detuvo ahí y escribió más producciones como El Capo o Los tres caínes (sobre la vida de los hermanos Castaño), en 2013. Versiones, rating, regalías. Ya para esos años el guionista era ‘monedita de oro’ para las programadoras y, conforme a eso, cobraba.

Esa “pequeña fortuna” de la que ha hablado se concentra, entre otros bienes, en un hotel que construyó en Girardot, apartamentos en Bogotá o en Miami, ciudad adonde se fue a vivir parte del año con la idea de ampliar sus posibilidades laborales, pero también con el deseo de tener una vida más serena, alejada de los esquemas de seguridad que pronto llegó a necesitar. Bolívar estaba en Miami, precisamente, cuando tuvo la idea de apoyar el proyecto político de Gustavo Petro. Se reunieron en 2017 y fue el propio Petro quien le propuso lanzarse como candidato al Senado. Para ese momento Bolívar no solo era conocido como guionista: también como una figura beligerante en las redes sociales, donde no paraba de opinar y criticar a la clase política tradicional. Fue el promotor de los famosos Premios Carroña, que ponían en el ojo del huracán a los políticos corruptos. Podría decirse que Bolívar tenía guardada, aunque no olvidada, su inquietud política. Así que terminó por aceptar la propuesta de Petro: se presentó como cabeza de lista de Decentes y en 2018 consiguió una curul en el Senado tras obtener la quinta votación más alta a nivel nacional.

Durante su paso por el Congreso, Gustavo Bolívar le ha mostrado al país rasgos de su personalidad. Frentero, polémico, sin pelos en la lengua para decir las cosas, muchas veces sin calcular consecuencias. Se cuentan por decenas las peleas que ha casado. No ha tenido reparo en enfrentarse a colegas parlamentarios, a políticos de otros países o al mismísimo rey de Inglaterra (al que acusó de racista en un tuit). Se enfrentó a Juan Guaidó, cuando el venezolano habló de posibles nexos entre Petro y Maduro; retó a Paloma Valencia a tomarse un vaso de agua con petróleo, en medio de un debate sobre el fracking (#frackingchallenge, puso en sus redes, para promover la polémica); no tuvo reparos en pedirle a Armando Benedetti que tomara distancia de la campaña del Pacto Histórico mientras se resolvían sus investigaciones abiertas en la Corte; ni en decirle a Claudia López frases como “Te quedó grande la ciudad. Mediocre”. Incluso tuvo duras críticas a Roy Barreras, que acabó siendo compañero de combate en el Pacto Histórico. “Hay gente que resta más de lo que suma”, escribió en su momento. Dentro del congreso lideró proyectos como el que buscaba reducir el salario de los parlamentarios. Se hizo un espacio en la comisión tercera —dedicada a los asuntos económicos— y desde allí no dudaba en criticar el propio recinto. “Merecemos la fama de nido de ratas”, dijo en una ocasión.

Bolívar se mueve con confianza en la confrontación, aunque algunas polémicas le han salido caras. Uno de los temas que ha tenido que cargar sobre los hombros es el ser tildado de “patrocinador” de la llamada Primera Línea, durante el estallido social del 2021. En pleno desarrollo de las protestas, Bolívar anunció que empezaría a recaudar dinero con el propósito de comprar elementos de protección —repartió cascos y gafas— para los jóvenes que asistían a las marchas y se enfrentaban a las fuerzas del Esmad. De inmediato comenzaron a lloverle críticas acusándolo de “patrocinar terroristas”. “¿Es usted el cabecilla?”, le preguntaba María Fernanda Cabal, mientras de otro lado Federico Gutiérrez trinaba: “Estamos en manos de bandidos”. Bolívar se defendía —y se sigue defendiendo: “La derecha trata de desprestigiarme con la Primera Línea como si me avergonzara haber dotado de elemento a jóvenes que estaban siendo masacrados y mutilados”, dijo en un mensaje. Lo cierto es que es un tema que no ha dejado de perseguirlo y que marcó, en buena parte, la campaña que ha desarrollado para intentar llegar a la alcaldía de Bogotá.

Otras polémicas que lo han rodeado han tenido que ver con su patrimonio económico. “Mi patrimonio es transparente”, afirmaba, cuando circularon versiones acerca de que varias de sus propiedades estaban embargadas por deudas con la Dian. Para desenredar las dudas, Bolívar publicó terminó por publicar su declaración de renta. “Cuando entré al Congreso, en 2018, me cortaron los contratos grandes que traía. Me quedé sin plata. Aboné una parte e hice un acuerdo. Los embargos ya se levantaron”, señaló, para detener rumores sobre el origen de su patrimonio. “No permito que se insinúe que me haya enriquecido con la política”, dijo, y en varias ocasiones ha señalado que es el más paga impuestos entre sus colegas parlamentarios. La verdad es que lo grueso de sus finanzas ha venido de su trabajo como libretista, no de sus roles políticos. Esto, según explicó, fue la razón por la que decidió renunciar a su curul en diciembre pasado. Su objetivo era dedicarse a escribir nuevas telenovelas, una para la televisión colombiana y otra para la mexicana. Incluso anticipó el título de una de ellas: Millonario sin amor, alejada de su habitual tema de violencia o narcotráfico. Sin embargo, ese proyecto de guionista quedó al menos en segundo plano cuando aceptó volver como candidato a la Alcaldía.

En julio pasado, Bolívar confirmó que iría tras el segundo cargo de elección popular, pese a que semanas antes había afirmado que “no tenía ánimo para una candidatura”. Dejó su vida en Miami —donde reside su tercer hijo, que ya es ciudadano estadounidense— y se metió de lleno en la contienda electoral. Su programa ha puesto énfasis en temas sociales y educativos (la formación bilingüe ha sido una de sus propuestas bandera) y ha vinculado a su equipo personajes que pasaron por la istración de Gustavo Petro dejando una estela de polémica, como la exministra de Salud Carolina Corcho. Como candidato del partido de gobierno, él sabe que los resultados que llegue en las votaciones serán vistos como una aprobación o no al Presidente. Con entusiasmo, Bolívar ha vuelto a recorrer las calles de Bogotá, así como en sus viejos tiempos, aunque esta vez para hacerse sentir en las urnas. ¿Cuál será su siguiente paso? Dependerá de lo que suceda este domingo. Si bien ha logrado convertirse en uno de los escuderos más fieles de Petro, Gustavo Bolívar suele decir que “no ha aprendido a ser político”, que ahí está “de prestado”. Su sueño pendiente —uno de ellos, por lo menos— es ganarse un puesto legítimo en la literatura. En la literatura con mayúsculas, que hasta el momento se le ha mantenido esquiva.

Millones de luces

Son las 4:30 de la mañana y suena el despertador. Los justificadores de la pereza, que siempre aparecen, me suplican dormir cinco minutos más. Ignoro la tramposa sugerencia y me levanto de un solo movimiento. Diez minutos después estoy frente al primero de 1.605 escalones de una larga escalera que conduce hacia lo alto del cerro donde está el señor de Monserrate. Un jesús moreno, caído de medio lado, con su rostro sangrante por una corona de espinas que hace milagros a quienes creemos en los milagros.

Activo el cronómetro, respiro profundo el frío de la madrugada que trae consigo aromas de plantas silvestres y empiezo a escalar con entusiasmo.

A los cinco minutos observo a lo lejos a Bogotá durmiendo, y me pongo a pensar que bajo cada una de esas millones de bombillas está sucediendo una historia. Hay personas felices y tranquilas y personas angustiadas que no cerraron los ojos en toda la noche porque no tienen con qué pagar el arriendo. Hay personas con la nevera llena de alimentos, que en buena parte se perderán y personas, (dos y medio millones de seres humanos), con hambre.

Hay parejas haciendo el amor y parejas discutiendo o golpeándose. Hay padres dando amor a sus hijos y padres maltratándolos. Hay personas saludables haciendo yoga o trotando y personas enfermas que esperan con paciencia a que su EPS les otorgue una cita. Hay personas alimentando a sus mascotas y personas conectadas desde la noche anterior a las redes sociales. Hay profesores y maestras que califican exámenes mientras desayunan y maestros desempleados buscando una cátedra por horas. Hay niños y niñas que estudian bilingüe subiendo a sus rutas y niños de localidades pobres que, a duras penas, empiezan a dominar el español.

Hay personas tristes o deprimidas porque no le encuentran sentido a su vida y personas llenas de sueños que despiertan temprano por la ansiedad que les produce la irrecuperabilidad del tiempo. Hay vendedores ambulantes que empacan sus productos para salir al rebusque y artistas, escritores, pintores, cantantes, escultores, bailarines, poetas que no saben cómo hacer para que el mundo conozca sus obras.

Hay profesionales frustrados, porque no consiguen empleo y profesionales realizados pensando en estudiar un posgrado. Hay policias que se ponen su uniforme para salir a cuidar la ciudad. Hay panaderos sacando las mogollas del horno. Hay taxistas que salen de sus casas a trabajar con la esperanza de regresar sanos y salvos con el sustento para sus hogares.

Hay empresarios pensando en un sobregiro para pagar la nómina y empresarios prósperos revisando el precio del dólar. Hay mujeres dudando si ponerse o no esa minifalda o ese escote que las hará lucir más bellas y sensuales pero que les asegura un pesado día de piropos incómodos.

Destaco las historias de cientos de miles de madres, que despiertan antes que el sol, y que a esta hora preparan la comida de sus hijos, alistan sus ropas, los dejan listos para ir a la escuela y salen a luchar por su sustento. Otras no pueden salir a trabajar porque deben responder por el aseo de la casa o el cuidado de algún adulto mayor o una persona con discapacidad. Son las madres cuidadoras, condenadas por la sociedad, por el machismo y por el mismo sistema a vivir encerradas y sin una posibilidad de remuneración.

Con los primeros rayos del sol, millones de estudiantes y obreros se alistan para ganar un puesto en la fila en TransMilenio, para llegar a su colegio o universidad, a su empresa o a su fábrica donde entregan a diario su fuerza vital a cambio de un salario que el dia de la quincena les dura lo mismo que dura un helado al aire libre en Girardot o Fundación.

Al trascegar sobre la parte más dura del ascenso, aclara el día, las luces se apagan, los motores se encienden, los ruidos abrumadores se expanden, ciclistas y motociclistas se echan la bendición deseando regresar vivos a casa, en una ciudad insegura y que además olvidó la cultura ciudadana. Las vendedoras de tinto abren sus humeantes termos. Los trancones empiezan a formarse, generando estrés a miles de conductores.

Casi llegando a la iglesia, en lo más alto de la cima, observo un señor, invidente él, que vende moral. Le compro dos mil pesos de ánimo y a los pocos minutos llego a la cima. Ya más sosegado, entro a la iglesia, oro por mi familia y emprendo el descenso. Observo la ciudad a lo lejos y me pregunto: ¿Estás listo para asumir ese reto tan exigente? ¿Crees que puedes mejorar la vida de esas millones de personas? Mi respuesta es sí. Amo a Bogotá y vine a la política porque me siento en la capacidad de transformar vidas, de inspirar niños, de servir de puente entre los sueños y las realizaciones de millones de jóvenes.

Los políticos tradicionales hicieron de la política un negocio y yo quiero convertirla en un arte. El arte de hacer feliz a la gente en una ciudad insegura, caótica, sin autoestima, una ciudad tomada por la corrupción, pero a la vez, una ciudad que resiste y que nunca pierde la esperanza. Una ciudad excluyente que jubila sin compasión a los viejos y a las personas con discapacidad. Pero es nuestra Ciudad. Aquí vivimos, trabajamos y estudiamos. Entonces me hago la última pregunta: ¿Por qué no darle una oportunidad a la ciudad que nos da tantas oportunidades?

¡Bogotá te amo. Quiero ser tu alcalde!

Columna de opinión de Gustavo Bolívar.