En artículo publicado el martes 9 de enero por EL TIEMPO, el columnista
Alejandro Riveros describe los sentimientos que le despierta vivir en Bogotá. Coincido en el llamado que hace la columna a que “empecemos a construir la Bogotá que todos queremos amar”, sin embargo,
difiero en el mecanismo que sugiere para llevarlo a cabo: el odio. Sobre todo, en un contexto nacional en el que pareciera que nos estamos dando cuenta de que el odio ya no es el camino para solucionar los problemas. Creo que la solución a la apatía no es el odio, sino el optimismo, el orgullo y la esperanza de que podemos ser lo que nos imaginamos.
Creo, como arquitecto, funcionario de la alcaldía de Enrique Peñalosa, que la solución para mejorar a Bogotá tiene mucho más que ver con el optimismo, con ver lo positivo que tiene Bogotá, que no es poco, y construir a partir de eso un proyecto de ciudad que nos permita enorgullecernos y crecer para volver a ser una ciudad referente América Latina.
Es claro que Riveros tiene una imagen romántica de Bogotá, que podría complementarse con la de los aleros con personas protegiéndose de la lluvia y con el sol de la tarde iluminando el contraste del verde de los cerros orientales, con terracota de las fachadas de ladrillo y los techos de tejas de barro. Parece más un retrato costumbrista, que la descripción de una metrópoli suramericana del siglo XXI.
El mundo ha cambiado. Y los valores con los que se juzga a una ciudad también. Por eso, una perspectiva contemporánea sobre lo que ofrece Bogotá, no le cae mal a lo que plantea Riveros. Los que nos visitan quedan asombrados con los parques llenos de gente, las bibliotecas emblemáticas, las ciclorrutas y las alamedas. Un dato: en Bogotá la gente se mueve más en bicicleta que en carro particular. Está Transmilenio, incompleto, por ahora, que ha mejorado la vida de millones de personas y que es referente en mundo por ser un modelo de transporte masivo y democrático. (La pregunta cabe ¿se acuerda de cómo se movía la gente antes de Transmilenio?).
La oferta gastronómica de Bogotá es dinámica, amplia y reconocida. Pasamos del ajiaco santafereño en la Puerta Falsa, muy bueno, a restaurantes con una oferta generosa y cosmopolita, para todos los gustos y bolsillos. No es necesario enumerar los componentes de la oferta cultural de Bogotá, para saber que es indudablemente amplia y diversa, llena de posibilidades para todos. En la ciudad hay más de cien universidades, varias de renombre y acreditación internacional, a donde llegan estudiantes e investigadores de otras regiones y países, y donde se produce conocimiento que atiende las necesidades del país entero. En las ciencias de la salud, Bogotá le hace honor a la fama que tiene el nivel científico de sus clínicas y hospitales. Y la fiesta de Bogotá, una de las mejores del mundo, sin temor a equivocarme, ya no se limita al pasillo que Riveros parece extrañar.
Dice el columnista que Bogotá dejó de ser la ciudad que por una u otra razón recibía a todos los colombianos haciéndolos sentir propios. La afirmación desconoce el hecho de que en Bogotá el 32 por ciento de los bogotanos (valga la redundancia), no nacieron aquí. Eso es una de cada tres personas con las que uno se cruza en la calle y es precisamente eso lo que ha construido la idiosincrasia del bogotano, del rolo, del cachaco de hoy.
Esa realidad, entre otras, plantea un reto para la planeación de la ciudad y nos obliga a preguntarnos cómo vamos a atender a los habitantes que llegaron a las zonas periféricas y dónde van a vivir los que seguirán llegando.
Y, sí, esta ciudad todavía está llena de problemas: los que heredamos de la historia y los que nos dejaron doce años de corrupción, clientelismo y politiquería ramplona. Y, sí, es detestable que le roben a uno el celular, que los carros de escoltas bloqueen la vía, o sufrir las consecuencias de huecos decenarios. Pero, insisto, la solución no es el odio. Es el optimismo.
Los rolos tenemos que dejar de quejarnos y perder la vergüenza de decir que nuestra ciudad es una verraquera. Hacer el ejercicio de aprender del pasado, descubrir lo que tenemos y, sobre todo, empezar a imaginarnos, diseñar, lo que podemos ser: que el metro y el Transmilenio pueden ser espacios que escojamos todos para movilizarnos simplemente porque es más rápido y agradable, que los terrenos del norte pueden ser espacios públicos donde los niños vean nadar a los patos, que los cerros y los humedales no sean un lugar peligroso, sino un sitio por descubrir, que el duro del barrio no sea el atracador sino el goleador, que vamos a poder ir a remar al río, que veremos desde un cable aéreo a Ciudad Bolívar como un barrio con servicios para todos, complejo y bello.
Esto requiere tiempo, pero, sobre todo, creatividad, optimismo y orgullo por la ciudad.
MARTÍN ANZELLINI
Asesor del Despacho de la Secretaría Distrital de Planeación