Cuando apareció ese álbum, Querido Pablo, en las tiendas de discos de 1985, Milanés ya era una voz fundamental en las tornamesas y las caseteras de ciertos melómanos que celebraban el talento por encima de las agendas políticas y ciertas juventudes latinoamericanas que no perdían las esperanzas de los años setenta. Nació en Bayamo, en Cuba, en febrero de 1943. Fue testigo, desde la infancia, de los giros de la Revolución. Desde muy joven, en los cincuenta, se dejó llevar por la enorme riqueza de la música tradicional de su país, pero también por la sofisticación de las baladas románticas y el jazz de Estados Unidos. Su álbum Mis 22 años, de 1965, dio especial fuerza a la Nueva Trova Cubana.
Pronto, asentado, por completo, el gobierno revolucionario, Pablo Milanés empezó a sumarle a su cancionero poético una serie de trovas llenas de contenido político. Con voces como Mercedes Sosa, Silvio Rodríguez, Violeta Parra o Chico Buarque hizo parte de un movimiento latinoamericano de compositores brillantes que fueron de la canción protesta a la balada con vocación de poesía. Celebró el son cubano.
Experimentó con los sonidos y los géneros. Dejó una serie de canciones magníficas que siguen siendo escuchadas, a diario, en las plataformas de ahora: compuso Yolanda, Yo pisaré las calles nuevamente, De qué callada manera, El breve espacio en que no estás, Cuánto gané, cuánto perdí, Yo no te pido y Para vivir, entre muchas otras.Hace veinte años, en una continuación de Querido Pablo titulada Pablo querido, Gabriel García Márquez describió el proyecto de Milanés –buen amigo suyo– como un intento de vencer “el disparate bíblico de la torre de Babel”. Pues el icónico Milanés defendió el proyecto de la Revolución, pero lo hizo sin cerrar los ojos a los desmanes ni negar los malos ratos que pasó dentro del régimen. Nunca perdió el espíritu crítico. Y su música es una declaración de principios en favor de lo humano que está más allá de cualquier lengua y cualquier discusión.
EDITORIAL