Por favor, por el amor de Dios, por lo que más se quiera, tengámosle cierto respeto a Bogotá. Que sus candidatos a la alcaldía de verdad quieran ser alcaldes. Que cuando se miren al espejo sepan que están lanzándose por las razones correctas. Que estos aspirantes, Galán, Bolívar, Oviedo, sepan en el corazón que el legado de los buenos gobernantes que ha tenido esta ciudad “agobiada y doliente”, que empieza a armar árboles de Navidad en septiembre, como apurando las treguas, siempre ha sido la recuperación del amor propio más frágil que haya visto la especie. Bogotá está rota e insegura. Bogotá es, de acuerdo con el Financial Times, la más congestionada del mundo. Sigue pagando caros los pulsos vergonzosos e inútiles entre esos líderes con egos del siglo XX: su metro ha sido saboteado tantas veces, de tantas maneras, que parece que existiera. Pero Bogotá necesita de vuelta, sobre todo, su autoestima.
Bogotá ya no es ese silencio de piedra, ni es ese toque de queda decretado por todos e interrumpido por los campanarios, por los tranvías, por los gritos de “los orejones”, por los rumores en el altozano de La Catedral, por las decadentes veladas en De sobremesa, que sus poquísimos dueños querían volver París. Ya no es la Atenas renacida, de sombreros, corbatas, guantes, que se vino abajo el viernes 9 de abril de 1948. Ya no es aquella “ciudad monótona, aburrida, como un arar de bueyes”, la capital ochentera y sucia y ensimismada de La Bogoteida, el poema épico de Sin remedio, que quita la mirada a los extranjeros y se extiende “de norte a sur quemando la pradera, / devorando el paisaje: cual se tiende / negra morcilla en verde ensaladera”. Es este sitio “en obra negra” de clima inexplicable, y es este experimento de experimentos, y es este concierto de raros que vuelve bogotano a todo el que llegue.
Las elecciones de Bogotá no sólo han sido plebiscitos sobre el Gobierno nacional de turno, sino memorandos al cinismo de la clase dirigente.
Ya no hay que haber nacido en Bogotá para ser bogotano. Pero sigue siendo vergonzante e impopular sentirse orgulloso de esta ciudad: la Bogotá del siglo XXI es la Bogotá de la cultura ciudadana que revivió la fe por el lugar que nos tocó en suerte, de la gente que pagó impuestos como haciendo inversiones, de las odiseas diarias en los Transmilenios, de las bibliotecas gigantescas que se llenan de lectores, de la lucha contra el hambre, de la recuperación de lo humano, de la restauración de los parques, de las bicicletas, del liderazgo durante la pandemia, de las manzanas del cuidado. Pero no les pida usted a los bogotanos de estos días de campañas –porque, según “Bogotá cómovamos”, sólo el 41 por ciento se siente orgulloso, sólo el 25 por ciento se siente bien y sólo el 4 por ciento se siente seguro acá- que reconozcan los arrebatos de progreso que ha tenido este lugar.
Desde aquel marzo de 1988, que nos dio la alcaldía del “si usted no ayuda a limpiar… por lo menos no ayude a ensuciar”, las elecciones de Bogotá no sólo han sido plebiscitos sobre el Gobierno nacional de turno, sino memorandos al cinismo de la clase dirigente. De acuerdo con la invasión de encuestas de esta semana, de la del CNC a la de Invamer, el domingo 29 de octubre la propuesta de Galán –que trata de ser justa– puede pasar en el primer puesto a una segunda vuelta que la ciudad necesita para tener un alcalde que sea respaldado por más de la tercera parte de su gente. Bogotá ha elegido oportunistas, enderezadores, gerentes, reivindicadores. Bogotá eligió a Mockus dos veces con la ilusión de recobrar el amor propio. Y, aun cuando la rabia ciega e inescrupulosa sea tan popular en tiempos de redes, quizás ese respeto de sí misma sea el mejor criterio a la hora de votar.
Ha estado haciendo falta Mockus: Bogotá merece poemas épicos en chiste, pero también alcaldes que la hagan querer.
RICARDO SILVA ROMERO