Nadie puede afirmar hoy que previó las enormes movilizaciones ciudadanas de las últimas semanas. La sorpresa es generalizada con las marchas, los cacerolazos, los plantones y conciertos, que desde el primer día desbordaron la capacidad de convocatoria del Comité Nacional del Paro. El descontento ante la desigualdad social es inmenso, y en medio de esta euforia cultural y democrática, pocos se percatan de que el desespero se debe al mal funcionamiento de unas instituciones que no son capaces de responder con eficiencia y oportunidad a las demandas de una ciudadanía cada vez más informada, activa y exigente.
Más allá de los trece temas puntuales contemplados en el pliego de peticiones al Gobierno Nacional está la pérdida de legitimidad y credibilidad de las instituciones. La grave crisis de la política y la justicia, y la imposibilidad de reformarlas. Cada año contemplamos impasibles cómo disminuye la confianza de los colombianos en sus partidos políticos, el Congreso, las cortes y la Fiscalía. Las cifras de las encuestas más recientes de dos firmas respetadas, como Invamer y Yanhaas, muestran una caída libre institucional, y no se hace nada para enfrentar esta realidad.
Aunque quienes están en las calles no hagan la conexión directa, protestan en el fondo contra unas instituciones que no le sirven a la gente, sino a unos pocos
Las reformas de la política y la justicia tienen cero sex appeal. Los ciudadanos no se entusiasman con discusiones que no los afectan directamente. Consideran que iniciativas como esas solo interesan a políticos y magistrados. En cambio, cuando se plantean debates como las pensiones, el aumento del IVA o la reforma laboral, la gente se conecta de inmediato porque inciden en su bolsillo, en sus expectativas futuras. Se equivocan en esa apreciación. Una mala política y una istración de justicia ineficiente, como las que tenemos hoy, nos conducen a la incapacidad del Estado para resolver los problemas y, por ende, a una ausencia total de gobernabilidad y legitimidad. Aunque quienes están en las calles no hagan la conexión directa, protestan en el fondo contra unas instituciones que no le sirven a la gente, sino a unos pocos.
La tarea de transformación institucional se congeló. Se volvió casi imposible por la insensata resistencia de sectores políticos, judiciales y gremiales a cualquier intento de cambio. La división política hoy no es, entonces, entre la izquierda radical, la ultraderecha y los de centro o ‘tibios’. Es entre quienes creen que todo está bien en Colombia y no se requieren reformas estructurales y aquellos que consideramos que es urgente adecuar las instituciones a los desafíos del siglo XXI y avanzar en reformas sociales pendientes por décadas.
Y en ese propósito no se puede descalificar apresuradamente ninguna de las opciones previstas en la Constitución. La solución no está en los tres días sin IVA, en la inaplicable devolución del IVA a los más vulnerables o en la disminución de los aportes de pensionados a salud. El gran lío que tenemos son nuestras instituciones y el bloqueo que padecemos para reformarlas. Parafraseando a Clinton, “son las instituciones, estúpido”.
Si el Congreso definitivamente no se sintoniza con estas nuevas realidades, ¿por qué descartar el artículo 376 de la Constitución Nacional, que define en forma concreta la posibilidad de una constituyente con competencias precisas, fijadas en una ley previa de convocatoria? Evaluemos todas las alternativas sin prejuicios ni condiciones, pero entendiendo que si no abordamos con profundidad este desconcierto ciudadano, la ira popular seguirá creciendo. Y para avanzar se requieren un diálogo mucho más serio que la “gran conversación nacional” y decisiones que vayan más allá de incluir en el gabinete ministerial a partidos que hoy no representan ni interpretan a la ciudadanía. Piense en grande, presidente Duque, y no siga atrapado en el pasado, cuando la mayoría de colombianos miramos al futuro.