La pluma periodística de Juan Gossain es de una versatilidad tal que puede saltar del problema de la salud y el mal de la corrupcción en este país a la leyenda del Hombre Caimán, las cartas juveniles de Gabriel García Márquez o el origen de palabras y términos como ‘vaina’ o ‘mamar gallo’.
Así queda ratificado una vez más en su nuevo libro ‘Colombia, desde la pluma de Juan Gossain’ (Intermedio), que está llegando a las librerías del país y que el escritor y periodista estará presentando en esta Feria del Libro de Bogotá.
Pero podría decirse que hay una clave secreta, que hace que temáticas tan diversas el lector las sienta narradas de manera tan cercana y clara: la crónica. Ese género periodístico maravilloso, cuya voz propia y capacidad para narrar Gossain domina como ninguno otro.
Por eso, hoy quisimos picarle la lengua sobre esas costuras invisibles -hablando en argot del mundo de la alta costura- que esconden los buenos textos, uno de los pasatiempos predilectos, por cierto, de otro gran amigo y maestro del autor de ‘La mala hierba’, nuestro nobel García Márquez.
Hablemos de periodismo, uno de los combustibles de su vida que todavía lo tienen en este trote de escribir para un periódico. ¿Cómo definiría la crónica?
De una manera muy sencilla: la crónica es la verdad bien contada.
¿Recuerda la primera vez que quedó maravillado con este género?
Lo recuerdo perfectamente. Fue a los quince años, cuando yo estaba en tercero de bachillerato, y me puse a leer los venerables archivos del diario El Universal de Cartagena. Encontré una crónica escrita en 1951 por un joven periodista llamado Gabriel García Márquez. En ella describía, como enviado especial, lo que pasó cuando avanzaba la procesión de la Virgen María en El Carmen de Bolívar y de repente se desató un tiroteo. Quedé maravillado para siempre. Y desde aquel día en que leí el archivo han pasado ya sesenta años.
El nuevo libro de Gossain es de Intermedio Editores. Foto:Archivo particular
¿Qué crónicas clásicas, que lo han impactado, les recomendaría a los nacientes periodistas?
Las que escribió Ernest Hemingway en la Guerra Civil española, que están publicadas en un libro, y en Colombia las crónicas de Germán Castro Caycedo, para prensa y televisión, recogidas en otro libro que lleva el mismo título que Hemingway le había puesto al suyo: Enviado especial. Qué curiosidades tiene la crónica, hasta en los títulos.
¿Qué debe tener una buena crónica?
Por encima de todo, y primero que todo, la verdad. La verdad absoluta, como todo trabajo periodístico. Pero la verdad contada en un lenguaje decoroso, que no sea rebuscado pero que sí sea apropiado, certero, preciso. Y, como ya dije antes, contar el cuento bien contado. Y ocuparse de la gente, porque nunca sobra ponerle a la crónica un poco de calor humano, incluso en los temas más trágicos.
En su crónica sobre la llegada de “vallenato” al diccionario de la Real Academia Española, usted anota que Gabo decía que Cien años de Soledad no era más que un vallenato largo. Siempre he pensado que las canciones La custodia de Badillo y Pedro Navaja son ejemplos de crónicas perfectas. ¿Cree lo mismo?
Total y plenamente de acuerdo con usted. Pero le pido que no vuelva a poner vallenato entre comillas, por cuanto ya la palabra es castiza y reside, como usted bien dice, en el propio diccionario. Además, Pedro Navaja, que efectivamente es una crónica tan buena como la custodia de Escalona, no es vallenato sino salsa. ¿Sabe cómo fue la frase textual de Gabo que usted menciona? Acababa de salir su gran novela, causando júbilo en el mundo entero, y él regresó por esos días a Colombia. Guillermo Cano, el mártir y maestro del periodismo, que era director de El Espectador, me mandó a entrevistarlo en Barranquilla. Casi terminando el diálogo le pregunté: “Al fin y al cabo, ¿qué es Cien años de soledad? ¿Realidad, ficción, una mezcla de ambas cosas?”. Se quedó un ratico pensativo. Finalmente me dijo: “¿Sabes una cosa? Ahora que lo pienso bien, creo que Cien años de soledad no es más que un vallenato de 350 páginas”.
¿Cualquier tema se puede volver una crónica?
Siempre y cuando tenga algún interés para la gente, algo que valga la pena, algún ángulo interesante. El verdadero olfato del cronista consiste en encontrar ese ángulo.
¿Tiene algún ritual personal, como hace Gay Talese con sus famosas fichitas de cartón? ¿Colecciona temas o ideas en alguna libretica?
¿Libretica? Me parece que usted se está envejeciendo, Carlos. Eso ya no se usa. Hoy voy guardando apuntes para alguna crónica, temas para el futuro, ideas para desarrollar, pero no en libreticas ni en pedacitos de cartón, sino en la memoria del celular, en el PDF, en la tablet. Las libreticas quedaron archivadas en el mismo cajón de la ropa vieja.
Metiéndonos en el ‘arte de la reportería’, si así pudiéramos calificarlo, ¿qué considera usted fundamental en esta etapa, cuando uno se enfrenta a un tema?
En estos tiempos que vivimos, cargados de violencia y de virulencia, el cronista debe recordar siempre que cada crónica es un riesgo, si se trata de su propia integridad. El riesgo mayor ya no es el tema, sino sus protagonistas. Pero hay que correr ese riesgo cada día, en honor de la verdad y del periodismo. Y si no puedes correrlo, entonces te buscas otro oficio.
Por ejemplo, en este libro hay una crónica muy interesante sobre la historia de las pandemias en Colombia. ¿Cómo fue el proceso previo de recolección de esos datos?
Fue complejo, largo, enojoso. No se conseguía información por ninguna parte porque, desgraciadamente, en Colombia esos temas no habían merecido mucha atención de historiadores y cronistas, hasta que apareció el coronavirus en nuestra propia cara. Busqué incluso en los archivos de ciencias del Museo Nacional de los Estados Unidos, que recoge las pandemias del mundo entero. Y para obtener información fidedigna sobre lo que fue la gripa española de 1920, tuve que acudir a un amigo que vive en Madrid y a un colega en Londres. Es que hay crónicas que lo pueden enloquecer a uno.
En sus crónicas caben todas las temáticas. ¿Cómo perderse y volverse a encontrar en terrenos desconocidos durante una crónica? ¿Le ha pasado?
Me ha ocurrido muchas veces por una razón: porque las crónicas suelen tener ramajes que se desprenden del tronco. El otro día estaba escribiendo sobre la pandemia, pero también tenía que incluir unos datos sobre la corrupción. Buscaba y buscaba la manera de hacerlo hasta que encontré, escribí y publiqué este párrafo, que me sirvió de cadena de enlace: “Muy bien. Como ustedes saben, la peor pandemia que le ha caído encima a Colombia no es el coronavirus, sino la corrupción. Vamos a eso”. Y enganché las dos cosas.
Los cronistas, como los novelistas, logran una voz muy personal, y la suya ya es un sello. ¿Cómo se va encontrando y puliendo esa voz propia?
He ahí un tema que siempre me ha agobiado: no confundir el periodismo con la literatura. Como yo he escrito ya varias novelas, me cuido mucho de no caer en la tentación. Para eso leo, releo y vuelvo a leer el texto de la crónica que esté escribiendo, y le hago correcciones y cambios. Es una tentación muy grande y hay que cuidarse de ella.
Otra crónica de este libro rinde tributo al Instituto Caro y Cuervo, que lleva los apellidos de dos personas que usted ira. ¿Qué sentimientos le despiertan don Miguel Antonio Caro y don Rufino José Cuervo?
El mismo sentimiento de amor, de respeto, de gratitud que un ser humano siente por su maestro, el que le enseña, el que lo orienta, el que lo educa. Los dos eran brillantes lingüistas, estudiosos y irables. Mire esto: Caro ejerció siempre la actividad política, hasta llegar, incluso, a encargarse de la Presidencia de la República. Cuervo, a su turno, era funcionario de una fábrica de cerveza que su familia tenía en Bogotá. ¿Político y cervecero? Por Dios. Y aun así hicieron la obra que hicieron. ¿Cómo hizo Cuervo, desde su puesto de trabajo, para escribir los doce tomos del Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana? Doce tomos, madre mía.
Otro de sus relatos se mete con uno de los males que parecen haber infectado nuestra lengua: los eufemismos. Nos llenamos de ‘pescas milagrosas’, ‘falsos positivos’, ‘interrupciones de embarazos’ y muchas más. ¿A qué atribuye este fenómeno?
¿Y qué tal los ‘amigos de lo ajeno’? Eso se llama ladrones. Lo que ha pasado es que los periodistas hemos permitido que la gente nos contagie sus disimulos, sus disfraces verbales, sus engañifas, su culto a las apariencias. Tratamos de disfrazarlo todo con falsas suavidades, cuando la verdad es que cada palabra tiene su significado propio, y sobre todo en el periodismo. En Colombia –y me duele tener que reconocerlo–, la gente tiene frente a ciertas palabras y expresiones un sentido del decoro que resulta exagerado cuando no es que se trata de una hipocresía, una verdadera falsedad. (¿Vio qué linda paradoja esta última?).
Finalmente, don Juan, ¿cuál es la vaina de la palabra ‘vaina’? ¿Cómo dio con su origen?
¿Y qué es la vaina suya con esta entrevista? ¿Esta vaina no va a terminar nunca? Deje la vaina y apure, que yo tengo mucha vaina que hacer.
Desde niño me ha obsesionado el hecho de que la palabra ‘vaina’ sea la más usada en el lenguaje colombiano. A ella se recurre cada vez que alguien no se acuerda de la palabra correcta. Es decir, una muletilla verbal, un recurso de la gente.
Busqué durante mucho tiempo su origen auténtico. Hasta que lo encontré en el latín antiguo y en los amaneceres de la lengua castellana. El que quiera desentrañar ese origen, que lo busque en mi libro. Ahí está.
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