Está al oriente. Por supuesto. De ahí su nombre: Oriente. Sonoro, claro, sencillo. Está en la cordillera Oriental, a la vuelta de esos cerros inspiradores desde los cuales se extiende Bogotá. Los cerros orientales. Y está, para más señas, al borde de esa carretera inspiradora que lleva a la mítica población de Guatavita, a la laguna de Tominé y al municipio de Sesquilé, que está ubicado en un punto privilegiado de la geografía de Cundinamarca, rodeado de algunas de las montañas más bellas de la región. Esa carretera que constituye una maravillosa vía de escape para los bogotanos se llama, precisamente, la Perimetral de Oriente.
Tiene nombre –Oriente, ya lo dijimos–, pero no tiene aviso. Tampoco tiene carta, ni freidora ni horno microondas. Y no ofrece Coca-Cola. En realidad, no ofrece bebidas gaseosas industriales. Ni las cervezas de los supermercados.
Tiene fuego... ¡eso sí! Un horno de leña en el cual pasan las noches enteras unas cuantas canillas y unas cuantas paletillas asándose sin prisa. Y una parrilla de hierro de donde salen chorizos y morcillas, pollos campesinos, arracachas y coliflores.
Tomás Rueda, el creador de Oriente. Foto:Pedro Rueda
El horno y la parrilla están a la entrada de este restaurante que le rinde culto al fuego. “Porque el fuego es transformador –explica Tomás Rueda, el creador de Oriente–, el fuego purifica y ayuda a elevar el pensamiento”.
Antes de llegar a la mesa –mesas largas, en su mayoría, que suelen albergar grupos de amigos que celebran el reencuentro y familias grandes que celebran la vida–, los visitantes pasan al lado de este horno y de esta parrilla que son, en buena medida, los protagonistas de un restaurante que está en medio del campo e integrado a la región con todos los sentidos. Y en todos los sentidos.
Para Rueda, que hizo célebres algunos restaurantes en Bogotá como Donostia y Tábula, es fundamental integrarse con el entorno. Con las tradiciones de la región en donde está ubicado. Con la historia de las comunidades que la han habitado.
Por eso, Oriente tiene un mirador hacia la laguna de Tominé y hacia los bosques de árboles barbados que marcan el camino hacia el agua. Por eso, al restaurante le dan forma una serie de muros de tapia pisada, que es una técnica de construcción de los campesinos de los Andes.
Pero, más allá de las apariencias y el paisaje –que no es poca cosa–, Tomás Rueda ha querido que en su restaurante estén los ingredientes de la región, que les compra directamente a quienes los cultivan. Que estén las truchas que nadan hasta la víspera en lagunas del altiplano cundiboyacense, en lugar de los salmones importados de los mares del norte o los mariscos del Pacífico. Que estén las remolachas y las ahuyamas que han formado parte de la alimentación de los pobladores de estas tierras desde hace varios siglos. Que esté la leña y que esté el humo que forma parte del imaginario del campo colombiano... esa leña que da abrigo a quienes habitan la casa y que al mismo tiempo les permite preparar las recetas que han aprendido de sus antepasados.
Desde los restaurantes, cuyas cocinas lideró antes, Rueda empezó a promover la idea de la cocina de mercado, de ofrecer lo que está en temporada, lo que mejor se ha dado por esos días, lo que tiene más potencial. Acá lo aplica a rajatabla, y le gusta ir de paseo a los pueblos vecinos para conocer tradiciones, probar ingredientes, imaginar nuevas posibilidades.
Sí, posibilidades. Y, en ese sentido, lo suyo es también un laboratorio. Pero no de espumas y de esferas, sino de posibilidades –vuelvo al término– en torno a un producto. Así, de alguna de sus correrías llega, por ejemplo, con un tubérculo de la región, reúne a su gente y empiezan a pensar en todo lo que podrían hacer con él. De qué manera podrían sacarle el mayor provecho.
Eso sí, sin perder de vista la cultura de la que venimos, ese carácter del colombiano frente a la comida. Ese gusto por ciertos sabores, por la abundancia –sin desperdicio–, por las recetas de las abuelas... Tomás Rueda lo tiene claro: casi siempre, cuando le pregunta a un cocinero por ese lugar entrañable con el que sueña en ir a comer, habla de la casa materna, de las casas de los antepasados, de los sabores de crianza, de los aromas de hogar... y eso, de alguna manera, es fundamental en la propuesta de Oriente: que sea un lugar para llevar platos al centro de la mesa y compartir. Que en un rincón de la mesa pidan un asado de tira, y en el otro, un arroz meloso o una paletilla de cordero, y todos prueben de aquí y de allá.
Sí, Oriente es un lugar para compartir. Abre regularmente de viernes a domingo, y allí encuentra uno familias que han escapado del cemento y han viajado en busca de tradiciones, en busca de costumbres, en busca de ese jolgorio que propicia una buena mesa.
“Quería una cocina que hablara de nosotros –explica Tomás Rueda– y que fuera consciente de que un cocinero no solo sirve comida, sino que sirve alimento; consciente de que una parte de los cocineros viaja en cada plato que sirve; consciente de que la alimentación debe ser buena para el hombre y también para el planeta”.
En una época en la que la técnica, el espectáculo, la decoración y el enigma se están adueñando de tantas cocinas, resulta maravilloso encontrar una propuesta como la de Oriente, de cocciones largas y vajillas artesanales –como las de La Chamba y Carmen de Viboral–, de carnes que son capaces de extraer el alma de los huesos a los que van adheridas, de vegetales en cuya preparación cada vez encuentran una vuelta de tuerca...
En Oriente no hay carta... los platos están escritos en los tableros, con lo mejor que ha aparecido en el mercado: una bondiola que irá muy bien con durazno asado, una terrina de conejo con pistacho y feijoa, un tartare de trucha arco iris, un paletero de res con hongos y tucupí, una canilla al horno de leña... para llevar al centro de la mesa y compartir.
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