Es una buena noticia que en la última encuesta de percepción ciudadana de Bogotá Cómo Vamos, TransMilenio, el sistema masivo de transporte público, haya conseguido mejorar su imagen. Y que también se haya incrementado el número de s después de la debacle de la pandemia.
Y me alegra que se haya avanzado en la instalación de puertas de seguridad y torniquetes de techo a piso para que no le sigan robando al sistema a través de la evasión del pago del pasaje, que en últimas, es como si nos robaran a todos. Sí, porque si todos lográramos entender que no pagar un pasaje tiene consecuencias y que esas consecuencias valen plata y que esa plata sale del bolsillo de los ciudadanos, condenaríamos con mayor vehemencia esta práctica.
Y cómo no alegrarnos de que hoy la flota eléctrica de los buses haya aumentado sustancialmente y nos haya puesto en un lugar privilegiado a nivel internacional por el uso de energías limpias en este tipo de transporte.
Pero la fiesta sería más redonda si TransMilenio también estuviera mejorando su seguridad. Y no voy a satanizar al sistema por eso. Soy un defensor de este y lo seguiré haciendo mientras no aparezca algo mejor. Así como seguiré defendiendo a James Rodríguez hasta que decida colgar los guayos.
Si permitimos que la gente se cuele por las puertas, evada el pasaje por las registradoras, convierta los buses en mercadería persa o en un container para trasteos, pues estaremos facilitando, sin quererlo, que los delincuentes hagan de las suyas. El ladrón busca la ocasión. Y TransMilenio se ha convertido en un lugar fijo al que acuden los ladrones como si fuera su oficina. En estaciones, en los puentes de , en los propios buses y hasta empleando la troncal como plataforma para acceder a las ventanas y robar celulares, los ladrones actúan de forma temeraria.
Claro, hay operativos, la policía reacciona, los videos del sistema muestran cómo se detiene a sospechosos o se logra capturar a los amigos de lo ajeno. Pero el fenómeno es tal que vean ustedes el relato de mi hijo, permanente de TransMilenio.
Según me contó hace poco, en una sola semana, fue testigo de todo esto que les estoy contando. Empezó por relatarme cómo se armó una algarabía en la estación de la 117 con Suba porque habían capturado a un ladrón dentro de la estación. Era joven y verlo allí, pálido, asustado y custodiado por los agentes, no dejaba de dar impresión. Pero la policía estaba alerta porque ya habían ocurrido casos similares.
Otro día, en medio de los tumultos que se arman en las estaciones para acceder al bus –uno de los momentos más críticos para cualquier ciudadano porque en ese tumulto ya hay una banda esculcándolo todo–, mi hijo sintió que una mujer y un hombre, ambos adultos, fingían ingresar con lentitud, pero, la verdad, estaban metiendo mano a los bolsillos de los pasajeros. Le pasó a él, solo que cada vez que se sube al bus, él suele meterse las suyas en los bolsillos para evitar que lo roben. Así pudo evitar, en esta ocasión, ser víctima de los cacos.
Y la última fue el robo de un celular con la típica escalera humana para meterse por la ventana y llevarse el celular (la gente no aprende). Y todos estos casos en una semana. Pueda que no sea estadístico ni sirva para análisis profundos, pero me temo que es el día a día de miles de personas. TransMilenio sigue bajo el azote de los ladrones, a pesar de todo lo que hagan y digan las autoridades.
ERNESTO CORTÉS
EDITOR GENERAL EL TIEMPO